El
Estado obediente y confiscatorio
Por José Pablo Feinmann
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1. Al día siguiente del ajuste propinado por el nuevo
gobierno a la sociedad, los diarios publicaron una foto reveladora. La
foto expresaba la existencia de dos países. En la foto uno veía
a unos señores exultantes, felices, que se abrazaban jubilosos.
¿Han notado lo expresivos que son los operadores bursátiles?
La Bolsa es uno de los escenarios más pasionales de este mundo.
Si las acciones suben, vemos a los tipos (esos operadores que siguen tenazmente
los vaivenes del dinero) dando brincos, riendo, alzando los brazos, desbocados
de alegría. Si las acciones bajan, los vemos cubriéndose
la cara con las manos, mirando los números con gesto de esto es
el fin del mundo, derrumbados en sillas, abiertos los cuellos de sus camisas,
hechos, en fin, polvo. Al día siguiente del ajuste aliancista los
bolsistas estaban en la modalidad primera, la que surge de la más
maravillosa noticia que este universo puede depararles: subió la
Bolsa. Esa alegría contrastaba con la tristeza del resto del país.
Los ciudadanos sabían que sus salarios serían recortados,
que muchos irían a la calle, que los impuestos se comerían
los escasos dineros que habían logrado ganar... y que el resto
de las cosas (el abandono de la salud, la educación y la cultura)
seguiría igual, o peor. ¿Qué revelaba la foto? Una
verdad: cuando a la Bolsa le va bien, a la gente le va mal. Existe una
asincronía perversa entre los intereses del mercado y los intereses
de la sociedad civil. Otra verdad: no se gobierna para la gente, se gobierna
para el mercado. Otra más: se le teme al mercado. Valdrá
la pena detenerse en esta última verdad.
2. Desde 1989 se le teme al mercado. Desde
la hiperinflación se sabe lo que el mercado es capaz de hacer.
Se habla de golpe de mercado. Antes había golpes militares, ahora
hay golpes de mercado. Antes, primero venían los militares y después
los economistas. Primero Onganía, después Krieger Vasena.
Primero Videla, después Martínez de Hoz. La espada abría
las posibilidades de los buenos negocios. Desde 1989 (y todos sabemos
que sobre las ruinas del Muro de Berlín se edificaron los cimientos
totalizadores, globalizados, de la economía de mercado) la vanguardia
es de la economía. Aquí, en la Argentina, en 1989, sufrimos
la primera violencia directa del poder económico. Antes, el poder
económico ejercía la violencia por medio de la espada militar.
Desde ese año, ya no. Ahí ellos fueron los guerreros. Dieron
el golpe de mercado. Aterrorizaron a la sociedad, no con los cañones,
sino con la hiperinflación. Así, lo echaron a patadas, malamente,
a Alfonsín. Impidieron un traslado prolijo del gobierno radical
al peronista. Hicieron sentir su ira infinita, su poder despiadado. De
ahí en más el peronismo instrumentó cínicamente
esta mitología se le atribuyó la hiperinflación
al deshilvanado gobierno de Alfonsín. Falso. Alfonsín hizo
dos cosas buenas en su gestión: el Juicio a las Juntas y merecer
el golpe de mercado de 1989. (Supongo que no necesito decir qué
cosas hizo mal. No entran en estas líneas.) Por decirlo claramente:
si a Alfonsín lo volteó el mercado, fue porque no cedió
a eso que el mercado le dictaba. O no cedió o seguramente
por falta de convicciones no supo cómo hacerlo. Ahí,
al menos ahí, un presidente argentino no supo (prefiero escribir
no supo a no quiso, aunque admitiría considerar
que en ese no saber latía un no querer) obedecer las órdenes
del mercado. Sabemos qué pasó: lo pulverizaron. Desde entonces
creció sin cesar la soberbia de las empresas, el poder de la Bolsa,
la osadía del establishment, la prepotencia del mercado libre.
Y todo el país, temeroso, aprendió la lección: cuidado
con los poderosos de las finanzas, pueden voltear cualquier gobierno y
ya no necesitan toscos cañones, espadas sanguinarias para hacerlo.
3. Se inició una nueva época,
que el menemismo profundizó hasta niveles absolutos, acaso sin
retorno. Porque la administración Menem fue eso: eliminar la política,
darle todo el poder a la economía. Para conseguirlo había
que liquidar el Estado, trasladar todo a manos privadas (las manos del
poder del dinero) y hacer de la clase política una clase gestora
de los intereses económicos. La clase política para
su indignidad histórica aceptó gozosamente ese papel.
También el sindicalismo peronista, que vio desde el silencio, barrer
todas las conquistas que el peronismo histórico había incorporado.
El símbolo de esta aceptación es Ubaldini: estridente, combativo,
hombre de altísima visibilidad durante Alfonsín. Silencioso,
invisible durante Menem.
4. Llegamos, de este modo, a los días
presentes. Sigue el mismo esquema. Se consolida el poder del mercado (de
sus poseedores), se exprime a la sociedad civil, se la sofoca o se la
margina. Pongamos un ejemplo: tengo un amigo que escribe, digamos que
es escritor, escribe de todo, también es periodista y se las rebusca
de una y mil maneras para ganarse el pan. Acaba de sufrir un feroz ataque
del Ministerio de Economía. Le han infligido con la excusa
del impuesto a las Ganancias la siguiente condena: cinco cuotas
de $ 440,14 a pagar entre junio de este año y febrero del siguiente,
al cual mi amigo duda llegar. En resumen, se quiere morir. ¿Cómo
hará para pagar eso? A los economistas no les importa. Necesitan
recaudar y recaudan los escasos dineros de los que tienen poco y, sobre
todo, no tienen poder. Les aumentan las retenciones a los pobres tipos
a quienes les bajaron los sueldos. Te pagan menos y el Gobierno te saca
más. Se trata de un impuesto, no a las ganancias, sino al trabajo,
al esfuerzo, un impuesto confiscatorio. ¿A dónde va ese
dinero? ¿A la cultura, la salud, la educación? No, va a
consolidar el sistema del poder económico-empresarial que nos gobierna.
Para ellos, en cambio, no hay impuestos. En la Argentina, se grava el
trabajo, no el capital. Las empresas, por ejemplo, siguen entregadas al
vértigo fenomenal de la compra y la venta de acciones y no hay
vestigios de un impuesto que grave esas operaciones fabulosas. De ahí
deberían extraer el dinero. Pero, ¿cómo van a quitarles
el dinero a sus patrones? Suben al gobierno con nuestros votos. Una vez
ahí, gobiernan para ellos. En suma, hemos votado a las empresas,
a los dueños del mercado, porque si lo único que existe
y que importa es el mercado, quienes lo poseen... poseen el país.
5. Entre tanto, los políticos progresistas
quienes dijeron que, si los votábamos, iban a subir para
intentar, al menos para intentar, cambiar esta situación
nos dicen que no, que no se puede. Algunos tenemos más paciencia
que otros. Yo, por ejemplo, lo esperaría un poco más a Alvarez.
Qué sabe uno, por ahí está confundido o los aprietes
lo han desbordado. Otros no tienen tanta paciencia. Horacio Verbitsky
le dijo que está siguiendo los pasos de Menem. Y Alvarez dio una
respuesta increíble: declaró en la revista 3puntos
que no iba a contestarle a Verbitsky porque él es un periodista
y yo soy el vicepresidente. Caramba, ¿desde cuándo
un vicepresidente es más que un periodista? Que uno sepa, un vicepresidente
es un político que llegó a un cargo alto, no es Dios ni
Gardel. Es, como todos los políticos, un tipo que se dedicó
a eso. Yo, por ejemplo, ni loco me dedicaría a la política.
Digámoslo así: para mí es más importante escribir
una buena novela que ser presidente de la república. Para Verbitsky,
no lo dudo, es más importante ser un buen periodista que un vicepresidente
al borde de la docilidad. Porque es más osado y creativo y valiente
urdir una buena trama, narrar una buena historia con una buena prosa,
develar una verdad en medio del caos informático, desenmascarar
las turbiedades de los poderosos que llegar al gobierno para decir que
sí.
REP
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