OPINION
Desencuentros
Por J. M. Pasquini Durán
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A
pesar de las múltiples declamaciones, hay pocas
chances, por no decir ninguna, de un diálogo político
y social verdadero para alcanzar alguna concertación estratégica.
Más bien pueden ocurrir acuerdos circunstanciales y transitorios,
como el que se dio durante el debate de la reforma laboral. Dejando
de lado las cuotas de hipocresía o de buenas intenciones, a
veces mezcladas en papillas intragables, para un acuerdo nacional
hacen falta ingredientes diversos y hay ocasiones, al borde de algún
abismo, que vale más un paso atrás en lugar de seguir
adelante, hacia el vacío. El dialoguismo oficial, por ejemplo,
más que ampliar la base institucional de la democracia lo que
busca con ahínco, dentro y fuera de la Alianza, es la conformidad
de sus oponentes para el reajuste que está aplicando aunque
no acepta modificarlo porque considera que la legitimidad de su mandato,
surgido de las urnas, alcanza a toda su gestión actual, aunque
no se corresponda con los enunciados preelectorales. El uso repetido
de los decretos de necesidad y urgencia para realizar sus planes habla
de sus dificultades para imponer sus puntos de vista en las deliberaciones
legislativas, en primer lugar dentro de sus propias filas, más
que en el imperativo del corto plazo.
Del otro lado, la fragmentación del peronismo multiplica los
interlocutores y las líneas cruzadas, más de una vez
antagónicas entre sí, hasta componer un damero de actitudes
contradictorias. Así, mientras Eduardo Menem y Carlos Ruckauf
se exhibían en Washington al lado de Fernando de la Rúa
como símbolos de concertación políticoinstitucional,
aquí los senadores del PJ repudiaban las decisiones gubernamentales
sobre el recorte de salarios en el Estado. Tampoco las autoridades
formales de este partido, que encabezan Carlos Menem y Eduardo Duhalde,
están en condiciones de garantizar ningún acuerdo porque,
además de sus notorias diferencias, están lejos de contar
con el reconocimiento mayoritario de sus pares y de sus bases. Por
el momento, son generales sin tropa, rodeados sólo por un puñado
de leales sin fuerza propia. Después de servir durante diez
años como base electoral de la coalición conservadora
populista del menemismo, la segunda minoría nacional, mayoría
numérica en el Senado nacional y en las gobernaciones, tiene
tantas identidades encontradas que ha perdido su identidad colectiva
y, con ella, su antigua capacidad para conectarse con los sentimientos
populares.
No escapan a esos desencuentros los tradicionales aparatos sindicales
que nacieron con el peronismo y que sobrevivieron a las turbulencias
de medio siglo por su habilidad para acomodarse a las circunstancias
antes que por la fuerza de sus convicciones. En su zigzagueante trayectoria
más de una vez las diferencias internas escindieron la vieja
CGT en dos o más fracciones, incluso repitiendo como farsa
lo que antes fue tragedia. Hoy en día, la existencia de dos
CGT es percibida por muchos como las dos caras de la misma moneda,
aunque parecieran representar valores diferentes. La disposición
conciliadora de la CGT de Rodolfo Daer y la intransigencia de la de
Hugo Moyano, que se alejan o se congregan con relativa facilidad,
podrían combinarse, por encima de los gestos y las palabras,
en la intención compartida de ocupar los espacios disponibles,
desalojando a terceros, para recuperar la condición de interlocutor
obligado que perdieron durante el régimen menemista, al que
respaldaron casi todos sin escrúpulos, aun en aquellos instantes
aislados de competencia electoral en los que fueron usados como clientela
cautiva a cambio de conservar sus lugares. Ahora, sin identificación
partidaria con los gobernantes, temen que aumente la precariedad de
esas posiciones mientras la economía de exclusión los
desangra al mismo tiempo que les asigna la misión imposible
de garantizar la paz social. Quizás el único punto de
auténtica coincidencia de esos gremialistas con el actual gobierno
sea la recurrente demanda a la jerarquía católica para
que actúe como aliada preferente, mediadora entre factores
de poder, escenario del diálogo político-social, muro
de contención para las protestas y bálsamo para las
llagas de la pobreza masiva. En la simple enumeración de estas
expectativas puede advertirse que exceden con holgura la disponibilidad
y las aptitudes de una iglesia que no ha pasado indemne por las vicisitudes
del pasado nacional, que sufre el presente de su opción
por los pobres y que apenas puede disimular la existencia de
líneas divergentes en su interior. Desde la visión pastoral
del anciano cardenal Raúl Primatesta, que destacó un
delegado al lado de Moyano, hasta la ejecutiva de Estanislao Karlic
que deploró al mismo delegado porque no supo o no quiso contenerse
en el recato de observador, si no imparcial al menos sin estridente
protagonismo, los matices no son menores. Este fin de semana, Primatesta
volvió a poner a prueba su capacidad de convocatoria en una
mesa de diálogo que ya perdió la neutralidad que la
pudo distinguir de otras iniciativas similares. Tal vez por eso, en
la apertura del encuentro en Mar del Plata fueron más llamativos
los lugares vacíos que los ocupados. En el acto, el obispo
Arancedo, titular de la jurisdicción, ratificó lo obvio:
la Iglesia no sustituye las mediaciones necesarias de una comunidad
organizada en democracia.
En el escenario mayor del pretendido diálogo nacional, los
demás participantes son minorías, en un abanico amplio
pero tan disperso que pierden contundencia el peso de sus razonamientos
críticos y el ingenio de sus propuestas. El reformismo optimista
de legisladores aliancistas choca contra el pesimismo resignado del
ajuste sobre el ajuste, así como el sindicalismo renovador
que recoge la mejor tradición gremial tiene que remontar las
dificultades que suponen las tareas de defender los intereses de sus
representados, acosados por las necesidades más elementales,
al tiempo que esquivan las vociferaciones oportunistas de los que
salen a la calle con más de una intención. Unos y otros,
reformistas y renovadores, quieren rectificar el rumbo de la Alianza
pero sin debilitarla tanto que sea fácil presa de los fundamentalistas
de mercado y de las presiones internacionales. No encuentran una vía
de marcha en la coalición de centro izquierda, pero presienten
que tampoco existe en el aislamiento. Saben que buena parte de la
sociedad rechaza la política con fundadas razones pero al mismo
tiempo en el apoliticismo se enseñorea la derecha que sólo
reconoce la contabilidad económica como centro y razón
de cualquier conducta. Aceptar a libro cerrado la crisis de la política
perpetúa lo establecido, aunque a veces parezcan insuficientes
los instrumentos de la política en la democracia. Resolver
este desencuentro mostrará la salida del laberinto.
Para mejor entender el presente, conviene recordar el camino recorrido,
en cuyas vueltas y revueltas hay más de una respuesta para
lo porvenir. Es imposible olvidar la profunda transformación
de la economía nacional que produjo la década menemista,
basada en la opción extrema de la revolución capitalista
globalizadora, con la ilusión de competir en ella bajando el
costo laboral hasta el mínimo y con la mayor flexibilidad posible
ante las demandas de las finanzas internacionales. En el camino, pulverizó
la alianza de la producción y el trabajo y redefinió
al Estado, convirtiéndolo en gerente de los negocios transnacionales.
Debilitó hasta la inanición a la pequeña y mediana
empresa, desintegrando así las relaciones entre la economía
y la sociedad, y auspició la desnacionalización de las
mayores empresas de bandera, que ahora son filiales de corporaciones
sin patria vinculadas a la suerte del desarrollo nacional sólo
por la posibilidad inestable de obtener aquí tasas de rentabilidad
siempre más altas, bajo amenaza de levantar vuelo dejando atrás
tierra arrasada. Ese proceso afectó a los bancos, a la industria,
a las exportaciones y también a la propiedad y la producción
agroganadera, vaciando a las economías regionales de recursos
y de población, que abandonó el campo para apiñarse
en los conglomerados urbanos: siete de cada diez argentinos viven
en media docena de capitales, en medio de un vasto territorio preñado
de riquezas naturales. El Estadonación quedó sometido
a la situación de rehén con una pistola en la nuca.
Esta es la verdadera herencia que recibió la Alianza al asumir
el gobierno, pero sus orígenes primeros hay que reconocerlos
en los cambios mundiales que ocurrieron a partir de la mitad de los
años 70 y en el país a partir de la dictadura
militar inaugurada en 1976, cuyos antecedentes inmediatos fueron el
rodrigazo y la Triple A. El terrorismo de Estado fue el
instrumento del capitalismo salvaje para desarticular la resistencia
popular contra la revolución conservadora. Después del
baño de sangre, las reticencias del primer gobierno elegido
en las urnas a continuar la obra de Martínez Hoz fueron abatidas
por golpes de mercado, tan implacables que no vacilaron en castigar
a todo el pueblo con la hiperinflación. Hasta hoy, nadie pudo
retirar la pistola de la nuca y algunos, encima, gozan con la sensación.
La reorganización económica en los términos más
conservadores, con los agregados perversos de la corrupción
y la impunidad, produjo efectos políticos y sociales que se
prolongan como partes constitutivas del modelo predominante. El neoirracionalismo
que emerge como cultura de la modernización de ultraderecha
hace pie en la sensación de inseguridad colectiva y en el miedo
al futuro, porque establece como identidad colectiva la lógica
de amigoenemigo y sustituye el conflicto vertical de pobres
contra ricos por los conflictos horizontales entre comunidades y grupos,
a menudo de la misma condición económica y social, en
tanto que reivindica el régimen de mano dura como
indispensable complemento de una sociedad desintegrada y autoritaria.
En esa cultura, la solidaridad, la cooperación y hasta la compasión
son líricas y anacrónicas extravagancias, porque cada
uno queda librado a los golpes de la suerte, sin ninguna autoridad
sobre su propio destino. Para identificar estos rasgos no hace falta
internarse en los meandros del poder, porque se pueden reconocer en
la vida cotidiana de cada persona, de cada familia, de cada barrio.
Envueltos en esa espesa bruma, resulta difícil distinguir el
sendero y a menudo se corre el riesgo de caminar en círculos,
con el desaliento que implica. No hay peor angustia que la de saber
que adelante existe el camino y no encontrarlo. Los más optimistas
se dan ánimos con señales fugaces: la detención
de Víctor Alderete, al fin uno, o la crítica del Presidente,
en la reunión del Grupo Río en Cartagena, a los procedimientos
de Fujimori en el Perú como parte de la defensa de la calidad
democrática. Son eso, señales, que tal vez no lleguen
a presagios de otras luces, pero antes que rendirse a la fatalidad
prefabricada por el interés mezquino la vida es menos sombría
en la esperanza de superar el desencuentro. |
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