Por
Diego Fischerman
El primero de los discos se titula Lo que vendrá. Y el nombre,
profético, no le quedaba nada mal al Piazzolla de fines de los 50.
Al que había peregrinado hacia Nadia Boulanger, al que había
grabado junto a las cuerdas de la orquesta del teatro de la Opera de París
y el pianista Martial Solal alternándose con Lalo Schiffrin, al que
había formado un octeto a imagen (distorsionada por el recuerdo)
y semejanza (aumentada por la memoria) del tentette de Gerry Mulligan. Al
que había compuesto y orquestado tangos para Troilo y para Fresedo.
A ese bandoneonista nacido en Mar del Plata y tempranamente internacional
que, con un quinteto atípico para el tango (violín, bandoneón,
piano, contrabajo y guitarra eléctrica) le cantaba, entre otras cosas,
a la medianoche de
Buenos Aires. Los CDs serán, en total, cuatro, y saldrán con
Página/12 cada domingo a partir del próximo. Los otros tres
de la formidable antología realizada por el productor discográfico
Rolando Hernández fueron bautizados Los Clásicos, Piazzolla-Goyeneche
y Piazzolla-Ferrer y la colección incluye joyas como las Cuatro Estaciones
Porteñas completas, grabadas en vivo en el Teatro Regina por una
formación del quinteto que incluía a Cacho Tirao en la guitarra,
las versiones de tangos clásicos (pertenecientes al álbum
hoy agotado Bailable y apiazzollado), el dúo de bandoneones con Troilo
(en Volver) y consigo mismo (en Milonga triste),
la primera versión grabada en Argentina de Adiós Nonino
(ya había registrado una, hoy inhallable, en el sello uruguayo Antar)
y su antecedente Nonino, La última curda,
Cambalache y Garúa, con Goyeneche y en vivo,
o el notable Concierto para quinteto.
Por un lado está el valor en sí de las obras seleccionadas.
Pero el mérito de esta colección es permitir una lectura bastante
precisa y abarcativa de una personalidad compleja, que escapó siempre
a las clasificaciones más esquemáticas. De una personalidad
que supo coquetear con el modernismo tanto como con la tradición
y a la que si hubo algo capaz de atormentarla fue, precisamente, el que
en los círculos del tango no aceptaran su música como continuación
natural e inevitable de la tradición. En ese sentido, Astor Piazzolla
compartió una manía bien argentina, la de pretender ser la
única herencia posible del único pasado legítimo. Si
en la historia, mitristas primero y peronistas después habían
diseñado las genealogías para señalarse a sí
mismos como destinatarios de esas tradiciones, la operación de Piazzolla
en el tango fue similar. Y las palabras mágicas, las que le proporcionaban
el pie en tierra y le daban credencial de auténtico correspondían
a sus propios aprendizajes (encuentro infantil con Gardel en Nueva York,
trabajo para orquestas tradicionales) y un nombre propio: Julio De Caro.
En cierto experimentalismo rítmico, en el uso del ruido y de los
ataques no convencionales en las cuerdas como material percusivo, en ese
estilo a la vez salvaje y sofisticado que el violinista había patentado
a partir de su sexteto de 1926 (un verdadero milagro para la ápoca)
era donde Piazzolla se inventaba el origen. Allí y en sus breves
estudios con Ginastera. Y también, por supuesto, en su anécdota
con Boulanger. Porque en ese supuesto reconocimiento de la célebre
maestra francesa a la esencialidad de su lenguaje (su obra está
bien escrita, pero sin sentimiento; no encuentro a Piazzolla en ella
dicen que dijo refiriéndose a su Sinfonietta de 1953) se encuentra
todo lo que el bandoneonista quería que se pensase de él.
Sobre todo, que era músico popular por elección y no porque
no supiera lo suficiente. Porque para Piazzolla el mundo de la música
clásica tenía un aura de prestigio que el del tango jamás
podría alcanzar. En un sentido, Piazzolla quería ser considerado
uno de los suyos por los tangueros y por los clásicos. Y, claro,
no fue demasiado valorado por los unos ni por los otros. Por lo menos no
inmediatamente. Se hubiera sentido feliz, sin duda, si hubiera podido saber
que unos años después de su muerte se iba a convertir en uno
de los autores más grabados por losintérpretes clásicos
de todo el mundo, incluyendo a algunos peso pesado como el violinista Gidon
Kremer.
La otra relación conflictiva de Piazzolla fue con la canción.
Este género fundamental del tango, sobre todo a partir de los años
30 y 40, para él conllevaba una cierta simpleza congénita.
Su proyecto,
ya desde la pretenciosa Fugitiva que había grabado Héctor
Pacheco con la orquesta de Fresedo, pasaba por jerarquizarla, por construir
canciones cuyas letras fueran más allá de la descripción
naturalista o de la narración pasional y cuyas músicas no
renunciaran del todo a ese cierto grado de complejidad que caracterizaba
a sus piezas instrumentales. Y la canción significó, además,
otra de las paradojas piazzollianas: la crítica las consideró
siempre fallidas y claramente inferiores a sus otras obras, pero fueron
sus únicas composiciones verdaderamente populares, por lo menos en
vida del autor. Tal vez Adiós Nonino ya haya desplazado
a Balada para un loco en el consenso general pero en 1969, cuando
la canción fue estrenada (en un concurso en el que el primer premio
fue para La nave del olvido) las cosas fueron distintas. Esa
canción, eventualmente, es una muestra ejemplar de la estrategia
poética de Horacio Ferrer y de la fascinación que Piazzolla
sentía por él.
La antología que publicará Página/12, además
del volumen bautizado Lo que vendrá, que incluye tomas con distintas
formaciones del quinteto de los años 60 y el tema Zum
por el excelente noneto del 72, se compone de los CDs Los Clásicos
dedicado obviamente a versiones de tangos tradicionales, Piazzolla-Goyeneche,
con las grabaciones que realizó el cantante en el 69 para RCA,
compitiendo con las que había realizado en ese mismo año con
Amelita Baltar y para CBS, y Piazzolla-Ferrer donde se dibuja la particular
relación del músico y el poeta. Allí aparecen algunas
grabaciones realizadas con Baltar en 1972 (Los paraguas de Buenos
Aires, Las ciudades, No quiero otro, El
gordo triste y Las primeras palabras) y temas como Chiquilín
de Bachín, Balada para mi muerte o Balada
para un loco, recitados por Ferrer sobre solos de bandoneón
de Piazzolla.
El cellista
Mischa Maiski toca en Argentina
Las Suites de Bach son mi Biblia
Por
D.F.
Las primeras partituras de la
obra se las regaló su hermano. Allí había escrito
una dedicatoria: Trabaja duro toda tu vida, tan duro como puedas,
para ser merecedor de esta gran obra. La obra
era el conjunto de seis suites que Johann Sebastian Bach compuso para
su instrumento, el cello. Y el cellista, Mischa Maiski, las convirtió
en su religión personal. Las suites de Bach son mi Biblia
dice refiriéndose a esas obras remotamente basadas en danzas estilizadas
que, con el tiempo, se convirtieron en el símbolo más acabado
de la música absoluta. Maiski, que acaba de grabarlas en disco
para el sello Deutsche Grammophon, las tocará hoy en Argentina.
Pero el lugar, imprevisible para muchos, será el Hotel Sheraton
de Pilar, dentro del ciclo organizado por la asociación Cultura
en Pilar. Allí tocará, esta noche a las 20.30, las Suites
Nº 3 en Do Mayor, 2 en Re Menor y 6 en Re Mayor. El cellista nacido
en Rusia y emigrado a Israel en 1972 ya tocó el mismo concierto
el martes en el Teatro Argentino de La Plata y actuará el próximo
lunes 19 en el Teatro Colón pero como solista de la Orquesta Filarmónica
de Buenos Aires, que en la ocasión dirigirá Javier Logioioia
Orbe. La obra elegida es el Concierto para cello y orquesta de Antonin
Dvorak, y el programa de la orquesta se completará con la Obertura
Carnaval y la Sinfonía Nº 7 del mismo compositor.
La historia de Maiski es, como tantas otras historias de exilios, paradojal.
Por ejemplo, después de llegar a Israel viajó a Estados
Unidos, para perfeccionarse con un ruso: Gregor Piatigorsky. Ese
período, de apenas cuatro meses, fue uno de los más ricos
de mi vida. Estuve más tiempo con Piatigorsky que lo que había
estado con Rostropovich durante cuatro años en el Conservatorio
de Moscú. Lo que sucedía era que Rostropovich viajaba por
todo el mundo casi permanentemente. De todas maneras, yo soy el cellista
más afortunado del mundo por haber tenido esos dos maestros. Además,
ellos fueron mis segundos padres, ya que el mío había muerto
siendo yo muy joven. Amigo y compañero habitual de Martha
Argerich (tocó con ella el año pasado en Buenos Aires y
juntos grabaron las Sonatas de Beethoven), Maiski es uno de los más
destacados solistas actuales en su instrumento.
Para no perderlo
Este domingo a las 11 continuará, con entrada gratuita,
el magnífico ciclo Despedida del siglo XX organizado por
el Centro Experimental del Colón en el escenario principal
del teatro. En esta ocasión los encargados de decirle adiós
a un siglo al que, en materia musical, nunca se terminó de
decirle hola, serán el violinista Fernando Hasaj
y el pianista Gerardo Gandini (además director del CETC,
creador y coordinador del ciclo). Y el programa será excepcional:
la Sonata en Sol Menor para violín y piano de Claude Debussy,
la Sonata Nº 2 de Maurice Ravel, el Dúo Concertante
de Igor Stravinsky y la Sonata Nº 2 Sz 76 de Béla Bartók.
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