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La lengua del otro

Por CLAUDIA SCHVARTZ

Aprender a hablar es aprender a traducir, afirma Octavio Paz. Acto fundamental que supone un traslado y una dependencia, la traducción es un instrumento de la tolerancia que abre las puertas hacia otras visiones, otros sonidos, otros modos de nombrar. Por otra parte, la propia lengua crea constantemente nuevos dialectos o jergas, nuevas corrientes que tardan en ir siendo incorporadas por el diccionario pero que son el signo vital de una lengua, cuyo color se capta sobre todo en las calles pululantes de una ciudad. El lenguaje se abre paso.
“La traducción se alumbra en la eterna supervivencia de las obras y en el infinito renacer de las lenguas, como prueba repetida sin cesar del sagrado desarrollo de los idiomas, es decir de la distancia que media entre su misterio y su revelación, y se ve hasta qué punto esa distancia se halla presente en el conocimiento”, escribe Walter Benjamin en su artículo “La tarea del traductor”.
Y en “Entender es traducir”, trabajo con que George Steiner abre su volumen Después de Babel, otra lectura indispensable sobre el tema, se lee: “Hombres y mujeres se comunican gracias a una adaptación continua. Es como la respiración, un fenómeno inconsciente pero, como ella, está sujeto a interrupción homicida voluntaria. Bajo la tensión del odio, del fastidio o del pánico repentino se abren grandes abismos. Parece entonces como si el hombre y la mujer se oyeran por primera vez y tuvieran la nauseabunda convicción de que no han compartido ningún lenguaje común, como si su entendimiento previo se hubiese fundado en una jerga irrisoria que ha dejado intacto el verdadero sentido”.

TRADUCIR O TRAICIONAR ¿Qué es lo que diferencia una buena traducción de otra mediocre? Ezra Pound afirma que “el mal arte es un arte inexacto. Es arte que rinde informes falsos” y, en otro lugar, “se conmueve al lector sólo mediante la claridad... es lo que es verdadero y lo que sigue siendo verdadero es lo que se mantiene vivo para el nuevo lector”. De alguna manera Mirta Rosenberg, poeta y traductora del idioma inglés, coincide cuando dice que un buen traductor es el que entiende un texto y aunque “al desmontar un texto para volver a montarlo siempre hay pérdida, el talento de un traductor que trabaja con dos textos heterogéneos, que tienen entre sí el abismo de las lenguas, se juega en perder lo menos posible. Si el traductor tiene familiaridad con la sintaxis, la gramática y la ortografía, incluso en los complejos párrafos de Henry James se puede salvar el estilo”.
La Argentina asocia su propio nacimiento como nación independiente a la traducción, como recuerda Jorge Panesi en su agudo artículo “La traducción en la Argentina” de Críticas, libro de reciente aparición. Mariano Moreno es quien prologa y hace publicar una traducción de El contrato social en la Imprenta de los Niños Expósitos y quien, en el viaje que lo llevaría a la muerte, traduce por placer al abate Jean Jacques Barthélemy. Y aunque con gesto civilizador Mitre traduce La divina comedia, el país parece no superar el esquema de Sarmiento, donde civilización y barbarie “son dos realidades que no se traducen, que permanecen incontaminadas”.
“Nunca se terminó, se terminará de traducir libro alguno. Esto exige preguntar: ¿qué es lo absolutamente intraducible que permite y reclama la posibilidad, la práctica infinita de la traducción?”, escribe Murena en “La metáfora y lo sagrado”, para remitir a una nostalgia de una unidad perdida, nostalgia que está en el origen del impulso traductor y también en el que crea. Y, por otro lado, obliga a pensar en la vitalidad de una obra cuya lectura exige una retraducción que la actualiza y le devuelve su razón de ser.
“Mientras la intención de un autor es natural, primitiva e intuitiva, la del traductor es derivada, ideológica y definitiva debido a que el granmotivo de la integración de las muchas lenguas en una sola lengua verdadera es el que inspira su tarea”, escribe Walter Benjamin.
Jorge Luis Borges, traductor de Whitman y Faulkner, escribió acerca de la traducción en “Pierre Menard, autor del Quijote”, “Los traductores de las 1001 noches” o, como cita Panesi en su artículo “El escritor argentino y la tradición”, atravesando las múltiples cuestiones críticas que hacen a su asunto y dando cuenta así de la importancia central que le otorgaba.

LA ESCUELA ARGENTINA Una larga tradición de excelentes traductores vuelve ejemplar a la Argentina en este campo; nombres como el de José Bianco, Enrique Pezzoni, H.A. Murena, Norberto Silvetti Paz, los hermanos Patricio y Estela Canto, por nombrar sólo a algunos y pertenecientes todos a una época editorial promisoria.
Traduciendo del inglés los dos primeros, fueron los autores de algunas de sus más excepcionales versiones de Henry James (Otra vuelta de tuerca) y Djuna Barnes. Al perder los derechos de El bosque de la noche la venezolana editorial Monte Avila, España retradujo el libro. En el segundo capítulo, cuyo título Pezzoni traducía como “La usurpadora”, la traducción española imponía “The squater” (tal vez porque era una época en que el auge en la ocupación de casas coincidía con un debilitamiento del sentido de la lengua). Entretanto, Murena fue el introductor del pensamiento alemán a través de las excelentes versiones de Adorno, Horkheimer y el mismo Benjamin.
Lo político siempre atañe directamente a la traducción. Nadiezhda Mandelstam escribe en su extraordinaria obra Contra toda esperanza -acerca del trabajo intelectual bajo el stalinismo– un párrafo que tal vez podría venir a cuento para advertir la diferencia entre traducción servil y traducción fiel. “El biólogo Kuzin, el agrónomo Fedia Marantz, el hijo del fusilado general Rudakov y Liova, el hijo del poeta fusilado, no se conocían entre sí. Lo único común a todos ellos era su amor por la poesía. Es de suponer que ese sentimiento exige aquel grado de intelectualidad que en nuestro país condenó a la muerte o, en el mejor de los casos, al destierro, a tanta gente. Se permitía vivir tan sólo a los traductores... No me refiero al milagro de la fusión de los poetas, como en el caso Zhukovsky o de A.K. Tolstoi, cuando la traducción insufla un nuevo hálito en la poesía propia o cuando la poesía traducida se convertía en un factor valioso de la literatura rusa... Estos éxitos los obtienen tan sólo los poetas auténticos e, incluso ellos, en raras ocasiones.”
Nuestro país conoció, hasta mediados de los años 70 aproximadamente, una época de auge editorial. Muy diferente es el panorama hoy. “En la Argentina, a diferencia de España, el traductor no tiene copyright o un porcentaje en el precio de tapa que protegería nuestras condiciones de producción. La tarifa se evalúa según la cantidad de caracteres o por millares de palabras. Esta modalidad conspira contra la calidad de las traducciones”, explica Rosenberg, que traduce dentro y fuera de Argentina. “Esto viene a sumarse a la desaparición del mercado editorial argentino”. Este remate es resultado de viejas políticas de desprotección que aún no se han revertido. El 80 por ciento de lo que llega traducido proviene del idioma inglés y una misma editorial puede tener traducciones de muy diferente nivel. En las del francés, italiano, el poco portugués y alemán, se pueden encontrar ejemplos asombrosos de ineficiencia. Serían graciosos si no fueran ofensivos. Y hace pensar en que, tal vez, a la hora de traducir, los españoles tengan menos problemas con los sajones que con sus parientes latinos.
¿Esto vendría a refrendar el comentario de Panesi acerca de la repugnancia de los argentinos cultos por las traducciones hechas en España? El argentino verdaderamente culto lee en lengua extranjera (y en este sentido hay que recordar las declaraciones de César Aira, singularescritor y traductor sutil) para hablar mejor la propia. Quien lee traducciones aprecia como su propio nombre la lengua en la que piensa. Proveer herramientas para un más agudo discernimiento de la propia realidad es el objetivo más alto de la literatura y, por supuesto, de la traducción. Quien lee, escucha. Y puede descifrar, traducir la realidad.
Por ende es indispensable que la lectura reivindique el placer. Y que esto suceda lo más temprano posible hace a la formación del lector. Bianco, que estuvo tantos años al frente de la revista Sur, decía que “la traducción puede intentarse en dos direcciones opuestas: o se trae el autor al lenguaje del lector, o se lleva el lector al lenguaje del autor. Ortega era partidario de la segunda. Yo no. Creo que la traducción debe ser lo más tersa posible, para que el lector no esté recordando todo el tiempo que lee un libro traducido, y a la vez seguir el delicado ajuste verbal del estilo en su lengua de origen”. En ese sentido, Editorial Estrada, para su serie Libros con Libros, acompaña los manuales de los niveles I y II de Lengua y Literatura del Polimodal, con preciosas versiones de El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde de Stevenson y dos cuentos de Conrad, La posada de las brujas y El copartícipe secreto. Su traductor, César Aira, logra darle a la versión toda la fluidez y la tersura (en el sentido en que Bianco usa esas palabras) del original; asimismo resuelve con notas al pie ciertas claves muy sutiles de la lengua original que generalmente quedan ocultas. Esta actitud –sin duda cordial hacia el lector joven– lo vuelve su aliado y amigo del libro por partida doble.
Silvina Ocampo fue una traductora prolífica: durante años trabajó en su versión de la poesía de Emily Dickinson. En sus Encuentros con Noemí Ulla cuenta que, muy chica, escribía en francés, pero fundamentalmente en inglés. “Tengo poemas sobre todo que he escrito en un idioma y después los he traducido a otro, y hasta no solamente a otro sino a otros... Porque la creación es una cosa circular, uno va repitiéndose, igual que uno repite un argumento, sin querer.”
La traducción aparece como un lugar de experimentación y pasaje. Rosenberg dice que “el modo en que más aprendí, fue traduciendo. Estoy hablando del traductor como poeta: aprendí recursos porque el gran beneficio de la traducción de poesía –y es uno de los temas que más me interesan– es que tanto el lector de poesía como el poeta (aunque no fuera traductor), al leer traducciones de otros poetas, amplía su propio repertorio lingüístico para escribir. Gracias a la traducción entran recursos a las lenguas, cosas que no se sospechaban, que no están dentro de la gramática tradicional”.
Más acá de las fronteras, la Argentina del siglo XX todavía era una promesa y transformaba el desarraigo en una cuestión literaria. Panesi escribe: “Es fácil para un argentino traducir a Joyce porque, en definitiva, el Finnegans Wake es nada más y nada menos que un sainete irlandés”.

DONDE LAS LENGUAS SE ESCUCHAN O SE ABRAZAN “De todos modos, me parece que es mejor escribir así, como me hablaba la madre, como se gritaba y se murmuraba la paisanada, una lengua inclinada hacia otra lengua –y algunas perdían la batalla, o todas perdían la pureza, la virtud de nacimiento”, escribe Roberto Raschella en Diálogos en los patios rojos, novela donde la lengua es personaje absoluto porque es la identidad lo que está en juego. Traductor del italiano, este escritor hace de la nostalgia que nutre todo impulso de traducción un riquísimo elemento dramático. País de inmigración, la Argentina “comprende” varias lenguas: básicamente el italiano y el yiddish vienen a amalgamarse con el español, pero también el guaraní y el quechua, lenguas nativas que han resistido la destrucción y se desarrollan con vitalidad, y que tal vez presten una singular tonalidad a nuestro idioma. Además, el Mercosur invita al portugués, con el quetodavía hay que afianzar lazos. Incorporación, asimilación, diálogo. Como la amistad, la traducción “tiene como ideal la mezcla y la apertura” (Panesi).

 

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