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Sangre italiana

Por Rodrigo Fresan

No recuerdo cuál era la película –pero sí recuerdo la pasión del actor, del personaje, de la teoría– donde se proclamaba que El padrino era una suerte de libro total. Un tratado místico acerca de todas las cosas mucho más completo y práctico que el I-Ching. Allí, en la película cuyo nombre no recuerdo, se formulaba una pregunta, se abría El padrino al azar, y se obtenía una respuesta siempre clara y correcta. Linda idea, la verdad. Lo cierto es que El padrino fue la respuesta a una pregunta que Puzo nunca se hizo pero que le vino muy bien. Se sabe que Puzo –autor hasta entonces de dos libros con buena crítica pero con los que no había pasado nada– nunca quiso escribir El padrino y, lo que es más, nunca le gustó el producto terminado. Le parecía que estaba mal escrito por la velocidad a la que se obligó a la hora de cobrar un adelanto de su editorial y los estudios Paramount para pagar varias deudas a unos amigos de Las Vegas. Después, ya se sabe, llegaron la gloria, las películas, los Oscar, los guiones automáticos para Terremoto y Superman y la desesperación plácida del escritor vivo con más ejemplares vendidos de una sola novela (21 millones de libros facturados antes del estreno de la película de Francis Ford Coppola) que, desde entonces y para siempre, se sabe casado con la mafia, hembra con la que no hay divorcio que valga.
Aunque usted no lo crea, el término “padrino” no existía en el léxico de la “Cosa Nostra” antes de Puzo que lo creara con eso de que “los italianos pensamos que el mundo es tan duro que necesitamos de dos padres que nos cuiden y por eso todos tenemos un padre y un padrino”. Desde entonces, claro, existe, y los mafiosi italoamericanos lo abrazaron con el entusiasmo de quienes se sienten, por una vez, comprendidos. Así, El padrino –que se había nutrido de primera mano de lo que Puzo sabía acerca de las grandes famiglias– acabó nutriendo a la mafia: el “tema de amor” compuesto por Nino Rota para la película se convirtió en la perfecta música de fondo para las bodas de las hijas de los capos y fueron varios los que adoptaron gestos y costumbres de Brando, Pacino y De Niro a la hora de despachar mercadería, fiambres, comida para peces, ya se sabe.
Los entusiastas de la cuestión hoy –con Puzo recién enterrado pero ya en vías de beatificación literaria– insisten en afirmar que Vito Corleone es tan grande y tiene tanto peso específico como Huckleberry Finn y Jay Gatsby a la hora de elegir arquetipos de la cultura popular norteamericana. Puede ser. Aunque –pongamos las cosas claras– la escritura en algún lugar entre lo pulp y lo balzaciano de Puzo (especialmente en la lograda novela proto-mafiosa El siciliano) no tiene nada que hacer junto a la prosa de Twain y Fitzgerald aunque les gane por varios cuerpos a la hora de la frase original asimilada por las masas del tipo: “Le hice una oferta que no pudo rechazar” o “Ahora duerme con los peces”. Así, El padrino se sostiene por prepotencia de mito, prolongándose a todo subproducto (se trate de Los soprano o el delirio ghetto-blaster de los músicos de rap de alto calibre), pero no tanto las otras dos partes de su Trilogía Mafiosa: El último Don (protagonizada por el Clan Clericuzio) y la recién aparecida en Ediciones B, Omertà.
Esta última novela –cuyo título dialéctico alude al código de silencio de la Cosa Nostra– trata sobre la Familia Aprile remitiendo a un tema ya presentado en la un tanto fallida tercera parte de El padrino: la búsqueda de la respetabilidad después de tanto crimen, la necesidad culposa de limpiar tanta sangre derramada para que los que sigan la historia (toda saga mafiosa es, finalmente, una épica doméstica de la lucha de la sangre propia contra la sangre de los otros) puedan gozar del respeto y el aprecio de la sociedad. Muerto Don Raymonde Aprile aparecen vástagos honestos y un testaferro/hijo adoptivo encargado de llevar los negocios sucios. Van a haber problemas, alguien va a aceptar una oferta que no pudo rechazar y alguien va a irse a dormir con los peces. Publicada posmortem,Omertà –más allá de ciertos detalles encantadores y decididamente puzianos como los killers mellizos Frankie y Stace Sturzo que alguna vez robará Tarantino– padece la sospecha de ser material inconcluso: hilos sueltos de la trama, caracterizaciones livianas, final precipitado, pocas páginas. La impresión de estar mirando un prometedor boceto en lugar de la realidad de un fresco con todo el tuco que le corresponde.
Antes de morir a mediados de 1999, Puzo era un hombre desencantado por el hecho de que “Jackie Collins me considere su mentor literario” y entristecido “por nunca haber escrito un libro como El mundo según Garp”. Fantasea con la idea de una novela sobre los Borgia (prehistoria mafiosa), un ensayo sobre los setecientos años de la Cosa Nostra, con un Padrino IV contando la juventud de Sonny Corleone. Cada vez se parecía más a Vito C. (dicen que pasaba horas imitando a Brando frente al espejo) y murió igual: de un ataque cardíaco. Antes, adicto al prozac de paso por el programa de televisión de Larry King, había dicho: “Nuestra fascinación por la mafia pasa por el hecho de que a todos nos gustaría vivir adentro de una familia que nos solucionara todos los problemas”. Hasta que llegue ese día queda un libro que, dicen, responde fácilmente a todas las preguntas difíciles que se le hagan.r

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