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Jueves 27de Enero del 2000
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El fascinante, peligroso y sacrificado mundo de los fleteros porteños


Fotos:TAMARA PINCO Texto:SONIA SANTORO

Los ves cada día, a toda hora, en todas las calles. Van y vienen llevando de todo, de un lado a otro. Conviven con el peligro de un palo que puede suceder en cualquier momento, se tienen que bancar calor, frío y lluvia. También largas esperas, paga corta... y a los taxistas, sus mayores enemigos urbanos (dicen). Pero también les gusta: sentirse libre y todo eso. Así es la vida sobre dos ruedas y toda velocidad.

”Nosotros somos los fleteros, los motoqueros, los pibes que están todos los días arriesgando la vida en la calle y todos los toman por locos”. Desde su KLR 250, Cotton cuenta con bronca contenida las miserias del trabajo con el que come desde hace 9 años. Tiene 24, pelo largo atado en una cola sucia y desprolija, brazo y pierna derechos quebrados en dos partes y muchas ganas de bajarse de una vez por todas. Su historia no es muy diferente de la de los miles de fleteros que circulan por Buenos Aires, cada día. La carrera por llegar a tiempo casi siempre termina en un palo. Con suerte, después viene el reposo forzado en cama –en los que no se ve un peso– y arreglar la moto con plata del bolsillo para empezar otra vez. Con deudas y a la calle, a mojarse, pasar calor y frío y a rogar no tocar el asfalto nunca más. Para algunos, es el precio que se paga por un poco de libertad y no lo cambiarían por nada. Son los menos. Los más, sueñan con dejar. Tener un laburo común, estar menos expuestos y tener obra social, vacaciones, jubilación y seguro pagos. El último accidente de Cotton, el séptimo, sucedió en noviembre. Se fisuró la tibia y estuvo 15 días parado. “Te juro que cuando estaba en el piso decía ‘no quiero trabajar más’”, dice. “Los accidentes te tiran abajo. Un viernes me iba para mi casa y en el puente Pueyrredón veo un pibe caído, sangrando. Hacía como cinco horas que estaba ahí y no le daban bolilla. Paramos y cortamos el puente, hicimos un embotellamiento terrible hasta que vino el juez con la ambulancia”, cuenta Diego, de Banfield. El año pasado, el puente Pueyrredón fue zona liberada de motoqueros. El 7 de agosto, Diego Stierli, un fletero de 26 años, murió aplastado por un camión en Avellaneda. Una semana después, sus familiares y compañeros cortaron el puente para encontrar al culpable. La protesta se repitió el jueves siguiente. Un policía de civil intentó pasar la valla y atropelló a un manifestante. Hubo corridas, tiros, un auto incendiado y la marcha terminó en nada. El jueves siguiente, los pocos que intentaron manifestar fueron arrestados. A seis meses de aquello, todo sigue igual: se huele la muerte en cada maniobra. El No recorrió las calles de Buenos Aires y así supo de los pormenores de este oficio tan moderno como urbano.

Volando
Ser fletero es estar siempre al límite. Para ganar hay que moverse. Pasear no rinde. Y hacer casi 300 kilómetros en un día, como hacen los que trabajan en agencias, es estar siempre apurado. “Nosotros chocamos por la historia de que venimos pensando en el laburo. Además, se combina mucho. Si laburás en agencia, levantás un sobre y por handy te mandan un mensaje para que retire otro. Pero por ahí llegás y te demoran, te dicen diez minutos, que se transforman en media hora y entonces empezás a dar rosca a la moto y ahí viene el palo. Uno se abrió para pasar y vos venís como sablazo y no podés parar la moto”, cuenta Roberto Manga, 35 años, en un breve recreo entre viaje y viaje, en Perú y Avenida de Mayo. Además los sobres nunca salen con tiempo. “Tenés que estar a las cinco en Martínez y te dan el sobre a las cinco menos cuarto”, se queja José, fletero desde hace 4 años. Y el apuro indefectiblemente termina mal. “Arriba de la moto siempre pienso que voy a tener un accidente. Que este boludo se va a cruzar, que éste va a abrir la puerta sin mirar, es muy estresante”, dice otro Roberto, también con muchos años de experiencia. Es parte del asunto. No hay fletero que no haya tenido un palo. Al menos alguna caída, un resbalón. Siempre hay golpes. Pero hay que respirar hondo y seguir. Hace 20 días se mató un pibe que paraba en la plazoleta de Pellegrini, entre Córdoba y Paraguay. “Cuando te enterás no pensás nada, es común, yo ya tuve tres compañeros muertos. Una muerte es como un chorro de agua fría, pero hay que seguir”, dice Fabián Cejas. Según el Sindicato Unico de Conductores de Motos de la República Argentina (Sucmra), mueren tres fleteros por mes. Sin embargo, explica Alberto Filsti, secretario generaldel gremio, “por día hay tres o cuatro choques, caídas, resbalones, lastimaduras que no son declaradas”.

La carrera
Avenida 9 de Julio, entre Paraguay y Córdoba. Plazoleta. ¡Mirá ese monopatín! Grita La negra y todos los fleteros festejan al personaje. El pibe va a full, esquivando taxis, y se pierde por Paraguay. Un fletero más. No es novedad, se empieza de abajo. La negra es musicoterapeuta recibida en la Universidad de Salvador, pero desocupada al fin. No le dio para mucama, ni para prostituta. Optó por las dos ruedas. Pero de bicicleta, tampoco le daba para más. Tiene 31 años, cinco de mensajera y 15 kilos menos que al principio. El próximo paso es la moto, anuncia. Lo habitual, sin embargo, es empezar con una Juky o una Zanellita, haciendo deliverys. Para después pasar al bando de los motoqueros ya con una moto más grande, una Econo Power o una CG 125, las más económicas. Al principio no queda otra que las agencias, que en general pagan el 40 por ciento del precio que el cliente paga por el viaje. Y dejan a cuenta de los pibes el seguro, la nafta, la moto y la vida. “En las agencias tenés que andar todo el tiempo en el aire, por lo menos 10 horas diarias, te explotan, evaden impuestos, no te dan seguro de accidente”, resume Alejandro, de Sarandí. “Las agencias son una garcha”, es el eco anónimo que arrastra el viento en las paradas de motos. Por eso, cuando se puede, hay que zafar. Se empieza a dejar tarjeta en las empresas hasta poder hacerse de un cliente fijo. Entonces, se factura directamente y se trabaja más tranquilo. Se pueden tener varios fijos y alcanzar sueldos de arriba de 1200 pesos, haciendo menos kilómetros y con menos estrés. La cima es la independencia total. En esa plazoleta hay una especie de padrino. Los motoqueros señalan a Roberto, el más experimentado de la banda que para ahí, unos 60. Su celular no para de sonar. El está en la cima y de 9 a 21 copa el lugar. “Trabajo solo y me llama la gente que me conoce y le gusta cómo lo hago, cuando yo no puedo ir paso el laburo a otros pibes, no tengo fijos”. Las cosas para Roberto son claras. El entró al gremio a hacer negocio, nada de fanatismos. “Yo era maestro sanguchero, hacía sánguches de miga y saladitos y estaba aburrido. Quería saber con qué se podía ganar más dinero y surgió la información de que esto era bien pago desde que nació el oficio, cuando se empezaron a llevar los rollos de películas desde las productoras a los cines de barrio”, relata. Y se cambió de bando. Ahora, dice que está mal pago: “Cobrar 20 pesos la hora parece mucho, pero el tema es que, si yo me resfrío y pierdo dos o tres días de trabajo, pierdo 200 pesos. O si alguno de los chicos al que le doy un trámite se lleva el dinero tengo que reponerlo”.

En la calle
Hora pico. Avenida Corrientes. La moto intenta pasar a un taxista; el auto se cierra. Intenta por el otro lado, vuelve a encerrarlo. El fletero no la deja pasar, se pone al lado del “enemigo”, le tira los anteojos y acelera a fondo. El taxista lo sigue, zigzaguea como la moto. En el próximo semáforo en rojo frenan y hay cruce de manos. El pasajero huye del taxi. Y entonces, todo empieza otra vez. Ahora el tachero corre al motoquero porque le hizo perder al cliente. No hay dudas. El enemigo público nº1 de los fleteros es el taxista. Su peor defecto: creer que manejan una moto. “Los tacheros son una lacra, ni entre ellos se ayudan, se sacan los ojos por un viaje de tres pesos”, se enfurece José. Roberto Manga, con 15 años en la calle, los tiene bien catalogados: “El tachero te va barriendo la pista y por ahí uno le hizo seña y clavó. O te abre la puerta o va hablando y hace ademanes y saca la mano y parece que va a doblar”. Fabián Cejas, con 37 años, probó de todo.En un momento de poco laburo tuvo que bajarse de la moto y subir a un taxi. Pero no aguantó demasiado, a los seis meses volvió a su Java 350. “Preferí comerme el garrón de buscar clientes y volver a la moto”, dice. El colectivero merece otro comentario. Si bien puede ser molesto, es más previsible. Se abre y se cierra y permite anticipar sus movimientos. Para Fabián, incluso, es un aliado: “Es respetuoso, te avisa si podés pasar, se comunica con el espejito”.

A la intemperie
La lluvia resbala por el pesado traje amarillo. El pibe llega a destino. Baja de la moto, se saca el casco y, sobre en mano, entra. –¿Qué, llueve? Pregunta la pituca recepcionista. Claro que llueve. “Con la lluvia te cansás el doble y tenés el triple de posibilidades de ir al piso”, cuenta Mariano, que tiene un fijo de un laboratorio. La lluvia y la noche se pagan un 50 por ciento más. Pero nadie quiere laburar en días así. Hay que cambiar destinos y desechar otros. El puente Nicolás Avellaneda, por ejemplo, es paso prohibido con agua. Las uniones de metal hacen imposible que una moto pueda sostenerse en pie. Karina Nolasco hace años que no fletea en moto en días de lluvia, desde que no pudo frenar su pesada Honda NX125. “Al menos que me agarre a mitad de camino y tenga que seguir, hago el trámite en colectivo, en subte o caminando”. Trabaja hace muchos años para el mismo cliente y tiene esa posibilidad. A los que no pueden, sólo les queda ir más alertas. Roberto más que la lluvia sufre el frío. “Empecé a odiar el invierno. Cada media hora tenés que ir al baño. Es toda una historia, llegás a un lugar, pedís que te dejen ir al baño, que la llave... casi siempre terminás en un árbol”, se ríe. Claro, es verano. El calor es como fuego arriba de la moto. Todo se pega más. “En invierno te recagás de frío y en verano te morís de calor. Con el casco te caen chorritos de agua sucia. Quedate al lado cuando se lava la cabeza un fletero y mirá que le sale: petróleo”, se espanta Cotton.

Paradas
Estacionadas en 45 grados las motos copan las esquinas más populosas del microcentro. Están vacías. Los fleteros simplemente estacionan, hacen sus trámites y vuelven a salir. Pero hay otras, en algún lugar verde casi siempre, que tienen otro color. Frente al Obelisco la plazoleta tiene dueños. Es lugar de encuentro de fleteros. Entre viaje y viaje las motos suben y paran unos minutos a tomar una cerveza, fumar un fasito, charlar un rato. Y lo mismo al final del día. De alguna manera hay que bajar. Hace unos años, cuando la ocupación se hizo más evidente, el Gobierno de la Ciudad le puso nombre. “Un día estábamos todos acá y llegó un tipo con traje y dijo ‘chicos, mañana vamos a poner rejas, bancos, espero que los cuiden’. Nosotros dijimos ‘¿y éste quién es?’. Y al otro día cayeron un par de camiones y acá tenés, ésta es la plaza de las motos”, dice Cotton. “A esta plazoleta la cuidan los chicos de las motos y usted”, se lee en un cartel ya despintado, que poco le importa a ninguno de los que paran ahí. Un pibe se acerca con un bidón. Se quedó sin nafta. Sin pensarlo un motoquero se levanta y saca un poco de la suya. El pibe se va. No se conocen, tal vez se cruzaron alguna vez en un semáforo, pero todos están en la misma. El código por excelencia es la solidaridad mutua. “Cuando ves una moto que palmó, la ayudás. Alguno levanta el laburo y otro lo empuja. A mí me pasó de darle guita a alguno para la nafta, porque venía mortadela”, dice Roberto Manga. El saludo entre pares es parte del rito. “Hay como una hermandad, no te conozco, pero sé que vos sos de mi tribu”, se dice. Ese es justamente uno de los motivos por los que Fabián Cejas no puede despegar del fleteo. Es técnico radiólogo, pero desde hace 15 años viaja desde Gerli al centro y combina la calle con la guitarra en el grupoDevastación. “Es una forma de vida en la que te enganchás y te cuesta salir. Es como una tribu que tiene sus códigos muy valorables: no hay escalafones, hay mucho compañerismo y podés estar en la calle”, resume. No es cuestión de romanticismo, aclara. “La moto me da de vivir, si pudiera vivir de la música ni me arriesgo”.

Libres
Una ráfaga de viento bañada de una garúa finita arrasa la plazoleta. Roberto, el padrino, respira hondo. “Ves, esta sensación no te la da estar en una oficina”, dice. Este es el mito de la libertad del motoquero que, sin embargo, tiene algún viso de realidad. José está seguro de lo que quiere: “Yo tuve 19 laburos, pero los trompa no se ubican. En cambio uno está en la calle, ponés todo y arriesgás la vida, pero te sentís más libre”. Y aunque existan la persecuta del celular, los tiempos cortísimos, y el tráfico insufrible, algunos lo prefieren. Nadie paga esos ratos de reunión en la plaza. La negra pretende aclarar las cosas, no sea cosa que se los confunda con vagos: “Es un lenguaje que no tiene que ver con ser más o menos hippie o con ser libre, tiene que ver con un desempeño, un oficio”. Roberto Carriquiri es un romántico incurable, por ejemplo. Hace tres años que es fletero y ya tiene su servicio integral de fletes, La hormiga del asfalto. Lo único que pide es una senda para que los motoqueros circulen con menos peligro. Con eso bastaría para seguir, dice. “Cada vez me gusta más y no pienso parar nunca...”, dice y enseguida agrega con una sonrisa. “Si no se me cruza un camión o un avión de LAPA”.

Breve diccionario Gil: hombre o mujer que no mira. Abre puertas, cruza sin mirar, se acerca al caño de escape caliente. Enroscado: fletero que maneja muy rápido. En la panchera: todo lo que se demora, un trámite, una salida. El bajón: la goma pinchada. El pijazo: un viaje feo, muy lejos, a trasmano. San copete: viernes a la tarde, día de escabio. Pony/caballo/cadáver: moto. Un corto: viaje de pocos kilómetros. Un fijo: empresa para la que se trabaja con horario y sueldo fijo. Ella
En Bartolomé Mitre y Florida, una pelirroja bronceada estaciona su Honda NX125 y camina apurada a hacer trámites. Es Karina Nolasco, tiene 28 años y cinco de fletera. Empezó como muchos, por una cuestión de números. “Tenía dos trabajos, en un locutorio atendía gente y hacía tareas administrativas para una empresa de ascensores. Me quedé sin el de la empresa de ascensores y no podía vivir con lo que me pagaban en el otro. Tenía moto porque siempre me gustó, dejé el otro trabajo y decidí ser motociclista”. Para ella las ventajas son económicas, de libertad, y de placer también. Sin embargo, está pensando en cambiar. Se casó hace tres años y quiere tener un hijo. Karina no tuvo accidentes, salvo caídas tontas. Las mujeres, dice, son más prudentes. “La vez que he estado en agencia siempre han pedido mi moto, prefieren a una mujer porque es mucho más responsable”, cuenta, interrumpida varias veces por el celular. No es la única chica sobre dos ruedas. Los varones ya se acostumbraron a verlas. “Son muy solidarios y te ven como un hombre más”, dice, aunque nunca para en los lugares de encuentro de fleteros. Dice: “Yo por sobre todas las cosas soy mujer. No me junto con ellos, aunque tampoco me puedo aislar. Si pincho una goma, ¿qué hago, la ato a un palo?, necesito que alguien me dé una mano”.
Los favoritos de Pity
La Honda Transalp se bambolea. Baja Diego Castelli, pelo rubio y lacio larguísimo, por abajo de la cintura, con anteojos negros y la camiseta de Boca. Cuando no está sobre la moto, Diego abraza el bajo. Es que los motoqueros tienen su propia banda de rock. Eso dicen los pibes de la parada del Obelisco, que siguen a Mad a cuanta concentración, encuentro, motorrock o pub vaya. Está formada por fleteros. Además de Diego, Pelusa y Julián, las dos violas, y Tomy, la voz, viven de la moto. Hace “rock and roll puro, tipo AC/DC, lo que nos gusta a todos”, se jacta Diego. Eufórico habla de su primer disco en la calle, dedicado a los fleteros del Obelisco, que ya vendió 600 copias: “Lo empezamos a grabar en un quincho y ahora Mario (Pergolini) nos está pasando a pleno”. Por eso cada vez trabajan menos en la calle. “Ahora estoy viendo billetes de la banda”, cuenta, porque en cuanto la música se lo permita él dejará de pertenecer a la tribu. “Obvio que pienso dejar la moto. Me gusta, pero me cansé. Hace cuatro años que fleteo, pero lo mío es la música, toco desde los seis”. Las concentraciones de motos son el escenario más frecuente para los shows de Mad desde su fundación, hace dos años. Ahora piensa en su próxima gira al interior, por Tucumán, Santiago y Salta. Y no deja de entusiasmarse: “¡El otro día pongo MuchMusic y el Piti de las Viejas Locas dice que lo único que escucha de acá es Mad! ¡No lo podía creer!”.