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Jueves 30 de Marzo de 2000
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LOS BEATLEMANIACOS DIAS DE LOS JOVENES ESTRELLA
DEL FUTBOL ARGENTINO

Barriletes cósmicos

En un país en el que las celebridades rockeras superan los cuarenta años, ese lugar reservado a los jóvenes-maravilla-productores de fortuna lo ocupan las figuras del deporte pasión de multitudes. La historia de Aimar, Riquelme, Saviola y Cambiasso, adolescentes o post adolescentes que brillan en sus equipos y que de pronto se ven acosados por fans, fotógrafos, managers, billetes y periodistas que les piden que opinen sobre todo. En algún sentido, sus vidas y la de Liam Gallagher se parecen bastante más de lo que creés. Mirá.

Textos: ALEJANDRO MARINELLI

Los sentaron a la mesa de prepo porque había un lugar vacío. Las niñas hacía tiempo que no gritaban por los noveles rockeros, y sus habitaciones estaban tapizadas con las caras de los cuarentones que también escuchaban sus madres. Algún grupo pasajero, pero sólo eso. Entonces entraron ellos en escena. Les hicieron sitio sin que se enteraran de qué se trataba. De repente estuvieron en las bocas de las jóvenes con exceso de estrógeno y sin saber para dónde correr. El cuento del glamour les queda tres talles grandes y están tratando de acomodarse, pero a algunos se les complica horrores. Se trata de futbolistas todavía adolescentes, conviene no olvidarlo.
Será que el parentesco del jugador con el músico no es lejano. Si se piensa un poco, el cocktail es más o menos el mismo: el lugar de privilegio en la escena; los coros en las tribunas y la exigencia de que transpiren la camiseta. Quizás ésa sea la clave del vínculo que varios artistas tienen con los pibes que llevan la pelota en los pies, especialmente los rockers de la generación chabón.
“Sí. No. Las cosas no salieron. Entramos a la cancha a ganar. No sé nada, el jugador es el último que se entera. Va a haber que trabajar más en la semana.” Un pequeño catálogo de respuestas con casete eran armas suficientes para los futbolistas de los ochenta. Rara vez salían del ruedo del deporte y con las respuestas de rigor les sobraba para enfrentarse a los micrófonos. Ahora reciben cartas de admiradoras, salen a la calle disfrazados y pulen las frases con remates recortados de algún libro que les recomendaron. La gimnasia de esta nueva profesión los obliga a responder por cosas que no estaban en el manual del futbolista. Pasen y vean.
El invierno pasado, una quinceañera tocó a la puerta de los Saviola. Los padres del jugador, recién desayunados en el rubro admiradoras, escucharon pacientes a una joven mercedina que rogaba conocer a su único hijo. La invitaron a entrar y esperaron a la llegada del delantero de River. Una vez hechas las presentaciones, pusieron un plato más para la visitante. Se hizo tarde, y la pequeña pidió quedarse porque la vuelta era muy larga. Pasó la noche en lo de los tíos de Javier y al otro día estalló la noticia: los padres de la chica no tenían idea de su paradero. Convencerla de que volviera al hogar no fue fácil. No hubo pedagogía que valiera. Y ella siguió llamando hasta el cansancio a la casa de la calle Dragones. Fue la primera vez que pensaron en cambiar el número del teléfono.
Estos pequeños maravilla ya dieron por perdida la batalla con las beatlemaníacas jovencitas que les montan guardia. En la Selección o en los clubes, no importa demasiado la geografía, arman piquetes que terminan con los empujones de algún uniformado. “Cuando llegamos al Sheraton de Mar del Plata, no podíamos creer lo que veíamos. Era un día de sol y las pibas lo habían pasado en la puerta, teniendo sus carteles, en lugar de ir a la playa. Recuerdo la cara de Pablo Aimar cuando bajó del micro. Primero lo agarraron del bolso, después de la remera y lo terminaron arañando. El se dio vuelta y les rogó: ‘Por favor suéltenme’”, relata un jugador del Sub23.
Al cordobés no le caen bien los flashes, los tironeos ni tampoco la prensa. Es una de las leyes del juego que no está dispuesto a aceptar. “¿Para qué quieren que hable cinco veces a la semana si no tengo nada para decir? El que piensa que soy vueltero o soberbio por eso, lo dice porque no respeta mi posición”, dice. Es raro charlar con él porque no pierde la inocencia de hermano menor. Disfruta de ese lugar y lo lleva con comodidad. Parece que por ahora no le interesa ponerse los pantalones largos en ese punto. Total, anda muy bien con los cortos. “Estoy bien como estoy. Todo lo que pasa alrededor, no lo genero yo. Así que sigo tranquilo en mi mundo.” Tiempo después de recibir a los Rolling Stones y a Charly García en Olivos, Carlos Menem le mandó una participación a Javier Saviola. Al Conejo no le entusiasmaba mucho la idea, pero cuando Tony Cuozzo le golpeó la puerta de su casa, no le quedó más remedio que ir. El ex presidente le regaló un bandoneón grabado con el escudo nacional y una colección de la historia del tango, que fue a parar abajo de sus Cd’s de Queen.
En la última visita de Andrés Calamaro a Buenos Aires, lo despiertan de su siesta para avisarle que Esteban Cambiasso lo aguarda en el camarín del Gran Rex. El honesto brutal se había levantado con una migraña excesiva, pero avisa que lo esperen, que va para ahí. “El comandante está en camino”, informa un colaborador. “Está bien. Si está ocupado, no hay problema”, responde el rubio de Independiente, con una docilidad que no se permitiría con nadie. Calamaro entra en cuadro con una cámara de mano. Se saludan y van para la prueba de sonido en el escenario. Los dos se conocieron en Europa. Cuando el jugador estaba en el Real Madrid, pasaron varias sobremesas en el restaurante De María, un reducto argentino en la capital española. Al músico parece no importarle mucho cómo se escuchan los instrumentos, toca un par de acordes y vuelve a atender al huésped. “Este es Cambiasso, el crack de Independiente y del Real Madrid”, le dice al resto de la banda. La reunión termina con cambio de camisetas y promesas de volverse a ver.
Juan Román Riquelme guarda como objeto preciado el gorro negro que le regaló en un recital Joaquín Sabina, confeso hincha de Boca y del jugador. “Hace que la pelota juegue como más le gusta. ¿Cómo no va andar siempre por sus pies?” “Nadie escribe canciones como él.” No hace falta decir quién dijo qué. El exiliado Sorín es otro de los que tuvo su romance con el rock. Su mujer fue la cara bonita del video de los Caballeros de la Quema (“Avanti morocha”) y por eso las salidas con Iván Noble y compañía se hicieron frecuentes hasta que el defensor se mudó a Brasil.
Esquina de Pueyrredón y Perón a las seis de la tarde. Joven argentino que tiene entre 18 y 20 se para delante de la marquesina de una casa de electrodomésticos. Habla con un periodista, en tanto esperan al fotógrafo dentro de un remise. Mientras señala un televisor de 70 pulgadas, su cara aparece en las 30 pantallas que están a la venta. Se queda duro, ni se acuerda de dónde son las imágenes ni a quién le dio la nota que está al aire. Otro compra valijas para ir a Las Vegas. El viaje es para tomarse revancha del verano anterior, cuando lo dejaron fuera del Casino por tener tan sólo 17. En Estados Unidos no se preocupan por el South American Soccer, así que pasar inadvertido será tarea fácil. La llegada a la ciudad del juego lo encandila. Hoteles de 7 mil habitaciones, con reproducciones de los canales venecianos, tragamonedas, autos de cinco puertas en línea. Demasiado. La salida de compras lo lleva a una casa de ropas. Después de un breve recorrido entre las perchas, saca sus dólares del bolsillo. Una cajera de indisimulable origen latino le pregunta: “¿Vos sos el que juega al fútbol?”. Nuestro personaje no responde. “Te dije que es el que pasan por la televisión todos los lunes”, le comenta a otro la cajera. Nuestro personaje es Saviola.
Pocos de estos niños terribles empiezan a leer bien el juego (parafraseando la filosofía passarelleana). Y con el paso del tiempo aprenderán a sacarle el jugo a la más mínima exposición. Hasta los movimientos después de los tiros al arco comienzan a ser premeditados. En esos cinco segundos que la cámara de TV se toma para volver al partido son el centro de la transmisión. Y con un par de frases de alto impacto, saben que sus acciones suben. No son la mayoría, pero están en expansión. Quizás en corto tiempo hasta se los vea tomando clases de teatro.

Fina estampa
Román hubiera preferido jugar toda la vida en la Primera C, y en un equipo que quedara cerca de su casa, para no moverse lejos. Le da lo mismo entrar al Maracaná que a la cancha de Excursionistas, y ésa es, curiosamente, su gran virtud. La tarde en que Boca jugó con el Barcelona en España, Riquelme estaba cómodamente sentado en el banco. Lejos de poner cara de fastidio por mirar desde afuera, la cámara lo mostraba bromeando con un compañero y sin prestar mucha atención. Entonces, el técnico lo llamó para que precalentara. Lo estaban llamando al frente a dar lección, pero siguió de recreo. Levantó la mano y pidió la primera pelota, se sacó a un holandés de encima y puso un pase a medida. Acababa de cambiar el partido y nadie se daba cuenta aún. Dos jugadas más tarde, enganchó y entró al área. Esperó medio siglo para que llegara Palermo y la picó por arriba del arquero. El rubio del flequillo sólo puso la cabeza. Román se dio vuelta y caminó como si nada hasta mitad de cancha.
Fuera de la cancha, Riquelme no llama la atención. En enero del ‘98, la Comisión Directiva de Boca había aprobado dar un permiso para vender al volante al Real Madrid de España. Cuando se conoció la noticia, todos los medios mandaron a sus enviados especiales en la costa a encontrar a la más fina promesa xeneize, que disfrutaba de sus vacaciones en Villa Gesell. El rastrillaje duró todo un día. De un lado a otro de la calle 3, no dejaron lugar por recorrer. Otros fueron por los balnearios desde la entrada a la ciudad, hasta donde las calles empiezan a perder los números. Todos se lo debieron imaginar con el buzo azul y amarillo y la botinera en la mano. Porque el diez de Boca pasó la tarde delante de los periodistas, con una gorrita roja y sin remera, como todos los que estaban de paseo en la playa. En un momento, un fotógrafo lo vio y dudó. No podía creer que estuviera ahí, en medio de un grupo de amigos y que no sobresaliera del resto. “¿Vos sos Riquelme?” “No me saqués fotos”. Que sí. Que no. Que no. “Me levanto y me la sacás caminando, como si no te hubiera visto. Listo, Tigre, apuráte así no viene nadie más.” Se levantó y se fue a la playa, pero nadie más lo encontró ese día
.

La edad de la inocencia
Se fue a Europa a los quince, pero sin mochila ni Euralpass. Llegó a Madrid para jugar al fútbol, con un hermano arquero como única compañía. Entonces lo acomodaron en un barrio residencial, justo en la casa que dejaba el chileno Zamorano. Así el Cuchu Cambiasso llegó en la edad de la inocencia al lugar que todos quieren. Pasearon dos años por las calles de Madrid en BMW (el be-eme-uve, como se acostumbró a decirle). Ya le habían agarrado la mano al trayecto del barrio del Pilar hasta el estadio Santiago Bernabeu. Cada vez menos tiempo les tomaba y amenazaban con plantar un record en ese recorrido urbano. La vida social en la capital española no fue exagerada: de las prácticas matutinas a la casa y de ahí de nuevo a ponerse los cortos por la tarde. Si les quedaba un rato libre se lo dedicaban al encuentro con la legión argentina. Las churrasquerías o los bares de tango se convirtieron en una embajada en la que se encontraban los exiliados por razones deportivas: Redondo, Valdano, Angel Cappa, Menotti u otro ocasional comensal. No hubo domingos en los puestos del Rastro ni giras noctámbulas por los bares de Malasaña. Finalmente la escapada al Viejo Mundo era para probar suerte en el Real Madrid. No fue tema de diván la vuelta a casa. A pesar de que los hermanos vivían solos allá y tenían que volver a la casita de los viejos, el regreso no fue traumático. Nunca se terminaron de hacer a la idea de estar lejos y sin los fideos de la mamma. Incluso durante los dos años de estadía, los Cambiasso padres fueron y vinieron permanentemente a visitar a sus niños.
La llegada a Baires lo ubicó en un nuevo terreno. En Madrid viajaba sin que nadie lo reconociera y de este lado del Atlántico pasó lo que todos saben. Unos días después de la llegada a Ezeiza, un periodista le preguntó al rubio si le sorprendían los alaridos de las groupies y se llevó esta respuesta: “Ahora no tanto; las cosas cambiaron. Los futbolistas son un poco los modelos de las mujeres. De todas formas, yo prefiero siempre un buen comentario de un hincha a un lindo elogio de una chica”.

El inventor
Gatorade había pedido un testeo para encontrar la cara de una nueva campaña. Al terminar el trabajo, la agencia publicitaria sólo tenía un candidato. “Pablo Aimar, jugador de fútbol, 20 años”, detallaba en las conclusiones. La pequeña esperanza blanca de River se revelaba como el perfil indicado para el comercial. El estudio lo definía como la imagen del novio que todas las madres quieren para sus hijas. “Respetuoso, poco conflictivo, simpático. Su imagen excede la camiseta de su club”, sugería la descripción. En el aviso de tevé que se filmó después, el alma de Pablito, que queda en la cancha al final de un partido, vuelve despacio hasta su cuerpo agotado. Y el reencuentro se produce, por supuesto, cuando toma la poción mágica.
Pablo inventa el juego. Es un diez a la vieja usanza, pero mucho más mentiroso. Se lleva a tres defensores y cuando los rivales se convencen de que el peligro viene por donde anda el cordobés, regala un pase a domicilio para un compañero que entra por la otra punta. Nunca es lo que parece, si no sería muy fácil. En el Mundial Sub-17 del ‘95, cuando el volante tenía 15 años, un ignoto técnico de Costa Rica intentó definirlo: “Uno pagaría la entrada exclusivamente para verlo jugar. Y esto no se puede decir de muchos”.
Si uno llama a lo de los Aimar y tiene la suerte de que el más chico lo atienda, enseguida va a ser sometido a un breve interrogatorio. No le gusta nada que su número telefónico ande dando vueltas. Poco le gustan las notas y sale de los lugares de entretenimientos por la puerta de atrás para no cruzarse con los grabadores. Con la gente que lo para es distinto: firma, agradece, besa, posa y despide. Y hasta se queda de madrugada, navegando en Internet para chatear con sus admiradores.
El departamento de Ciudad de la Paz no es más que eso, un departamento. La cuenta que crece en el banco no se invierte en el mobiliario. Aimar vive bien acompañado. Su hermana Laura es la mujer del hogar y quien cocina para los amigos cordobeses que llegan a la ciudad. La supervivencia se le vuelve cuesta arriba para Pablo cuando Laura viaja a Córdoba el fin de semana. El lunes las cajas de la rotisería compiten con las pilas de los platos para ver cuál es más alta. Mientras, los muchachos del delivery agradecen la ausencia fraterna y la gentileza en la propina.

Robledo Puch del área
En el fútbol doméstico hace mucho que no aparece un delantero como Saviola. Este mimado de la hinchada de River es una especie de Robledo Puch de área adentro, un asesino serial con cara de niño, que no tiene contemplación con los arqueros. A la hora de definir, sangre fría y ojos bien abiertos. Producto típico de clase media urbana, el joven Saviola pasó una infancia de hijo único en una casa con patio trasero. Con lo justo para el colectivo y el Tupper lleno de milanesas, en caso de que la jornada fuera larga. Sin sobresaltos, jugaba en las inferiores, entre otras cosas, para ver a sus amigos. Pero de pronto llegó el primer sacudón a su dulce adolescencia: no se fue de viaje de egresados. Tenía que quedarse para entrenar con la Primera. Ahí se acabó el cuento infantil.
Por capricho de los tabloides, su cara se hacía más conocida. Ya le había contado su compadre Aimar de qué se trataba la historia, pero le llegó toda junta y tuvo que hacerse cargo.
La tarde de la entrega de los Olimpia, Javier estaba bastante nervioso. Ponerse saco y corbata ya lo incomodaba. Esa era sólo disciplina escolar o de fiesta de quince. Al vestirse de gala se convencía de que iba a pasar algo importante. Cuando lo llamaron para entregarle el premio, sintió que alguien le chistaba desde una puerta: “Che, Saviola, master, ¿te sacás una foto con Dalma y Gianina?”. El enano se quedó tieso y no atinó a hacer otra cosa que posar. “Gracias”, dijo Saviola, confundido. “No, gracias a vos”, contestaron las hijas del argentino más famoso. Segundos después lo metieron al escenario y le pusieron una estatuilla en la mano.
El ritual de las napolitanas en casa sigue, y la lista de amigos que lo frecuentan no es muy distinta de la de antes. Javier se resiste a los cambios. A pesar de que las salidas de los entrenamientos están plagadas de bellas cazafortunas, su chica es la misma de siempre. En las últimas vacaciones en Punta del Este, cuando inauguró su relación con los paparazzi, el hombrecito de River apareció en una piscina abrazado a su Penélope de barrio y sin prestarles atención a las supermodelos que hacen juego con las sombrillas.
Si los domingos no estuviera concentrado, iría temprano a misa. De chico le dijeron que tenía que creer en Dios y que su mamá rezó mucho para que él llegara. Después de perder dos embarazos, no se animaba a una nueva frustración. Por eso el arribo del pequeño se lo atribuyeron a algún origen divino. “Creo en Dios, Jesús, en los santos y, bueno, en todas las creencias católicas. Para mí todo eso es sagrado”, ensaya con convicción. Dice que pide por los suyos y por la salud, que dentro de la cancha se las arregla él solo.