MARTA DILLON
Sucede
bastante seguido que no hay nada que decir. Es decir, los días
corren iguales, despertarse, andar, volver a casa, dormirse. Algunas
noches el amor nos hace hermosos como esculturas clásicas y el
placer ya no nos sobresalta sino que es nuestro, como el color de los
ojos que me enamoran, como el jardín que me hace feliz en las
mañanas. Sin estridencias, tengo lo que es mío y modulo
sus nombres con los labios porque no me animo a hacerlo en voz alta.
No es mía la palabra, todo es un préstamo transitorio,
el amor es un acuerdo, incluso el de mi hija. Entonces es necesario
saber regar esas flores. Pero de este terreno que he conseguido quiero
ser la jardinera y no usar guantes para hundir mis manos en la tierra.
Muy lentamente voy aprendiendo a darle aire a mis flores, aunque a veces
les pida a gritos que broten; o las ahogue con mi agua como un río
que se desborda. Quiero decir, muy lentamente aprendo a amar y aunque
ése nunca sea un saber completo, quiero ser la flor de otros
jardines.
Sucede bastante seguido que los días parecen iguales y los regalos
más sencillos se hacen invisibles. Y sin embargo no hay rutina
que contenga el vértigo de un encuentro, no hay nada que pueda
predecir, mucho menos el humor de mi hija cuando la busco para irnos
juntas a casa. Entonces es cuestión de arremangarse cada día
y disfrutar de aquellos que nos acunan sin sobresaltos. Y no mirar nunca
hacia otro lado. Los ojos abiertos y el corazón atento. La renuncia
siempre lista en el cajón, por las dudas, por si es necesario
para cambiar de estrategia, para salvar lo que necesita ser salvado
y sólo porque entendimos que nada nos pertenece y todo lo que
necesitamos, en definitiva, viaja con nosotros, caracoles que llevan
su casa a cuestas. Es fácil juntar palabras, pero difícil
que éstas lleguen a nombrar la emoción rebelde que agita
el alma. Sobre todo cuando la rutina se ofrece como el corralito en
el que el bebé hace lo que quiere porque está seguro.
¿Hace lo que quiere? Eso jamás, sólo unas pocas
veces coincide lo que queremos con lo que nos permiten. Y otras tantas
la voluntad o la pasión quiebran el límite y lo ensanchan.
Por esas tantas, nada más, vale la pena el dolor de derribar
los muros a golpes de puño, de destilar la gota que horada la
piedra y de cantar tan hondo que el sonido se cuele por las grietas.
Con el corazón abollado es como se aprende a dibujar los pasos
del propio camino.
A mí, ahora, me toca dar gracias. Porque con esta boca,
en este mundo, puedo decir que amo. Y no perder ningún
diente.