MARTA
DILLON
Se había
hecho de día sin que el día se diera cuenta. Cercadas
por la tormenta, nunca supimos qué hora era. Era sábado,
eso seguro, lo delataba una falta de urgencia a la que tenía
que recordar todo el tiempo. ¿Qué hago en la cama? ¿No
tendría que estar haciendo algo más? No, es sábado,
franco y tormenta de Santa Rosa: esa ecuación sólo podía
dar cama. Igual no alcanzaba para borrar un resto de culpa ese
sentimiento algo ajado, rugoso, como la corteza de la planta del pie.
Apenas servía para estar segura de que era sábado y que
llovía. La filosofía barata dicta que todo se va y yo
veía desde la ventana cómo algunas raíces empezaban
a desnudarse, la tierra empapada se resbalaba y las dejaba, impúdicas,
a la intemperie. Tengo que taparlas, pensé, urgente, en algún
momento ¿se sumaría esto a la lista de culpas?-.
Hay días que son noches dice Naná, descalza y buscando
algo que ponerle a un pan cortado al medio. No le gustan las tormentas,
les tiene miedo a los rayos. Porque caen, es inevitable, lo que cae
llega a la tierra, no es como el avión me discutía,
que va para arriba. Ajá. Qué puedo decir yo que les tengo
miedo a los vómitos. En serio, cada vez que me pasa me muero
de miedo, creo que me van a internar, que voy a pasar semanas en cama
y etc., etc. Hasta pienso que me puedo morir. Por suerte el miedo todavía
nos da risa. Ahora que se detuvieron, los vómitos y la tormenta,
la fragilidad parece tan imposible de divisar como Africa de este lado
del Atlántico. Pero ese sábado estaba ahí, haciéndonos
cosquillas en la nuca. Y ahí estábamos, otra vez en la
cocina, sin saber cuánto hacía que habíamos desayunado,
pero la vagancia es así, da hambre. Todo fue lento en ese sábado
en que también desafiamos la negrura de la mañana para
arrastrarnos por el súper, mi hija y yo como zombies. Habíamos
vuelto directo a la cama como si nos arrojáramos a una pileta,
abatidas por las bolsas, las tentaciones que resistimos y las que no,
y la incipiente inundación del jardín. Entonces se nos
antojó sopa de municiones, con queso derretido. Hacía
tanto que no tomábamos sopa de municiones. Y de pronto, al mismo
tiempo que ese reencuentro con la vieja sopa, el milagro. La tormenta
se abrió como si alguien hubiera encendido la luz. Salió
el sol, nítido sobre las superficies lavadas. Para cuando llegó
la sopa el sol dibujaba una cebra dorada sobre el pasto, atravesando
la sombra de unas ramas. Si alguien miraba al cielo entonces no podría
haber dicho que veinte minutos antes el cielo amenazaba con ahogarnos.
Todo tiene la banda de música del día después,
después de la guerra, después de la lluvia. Naná
toma su sopa en consecuencia, antes estaba tan oscuro que ni siquiera
nos dábamos cuenta de que teníamos hambre, si es feliz
con un plato de sopa, ¿por qué no le habré dado
tantos más? Una siempre se olvida de que las cosas más
simples son las que más te gustan dijo mi hija con profunda
sabiduría culinaria y de la otra, y después se arrepiente
por no recordarlo, al final son las más ricas. Ni que lo digas,
nena, ¡viva la sopa de municiones!
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