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Jueves 14 de Septiembre de 2000

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convivir con virus

MARTA DILLON

Se había hecho de día sin que el día se diera cuenta. Cercadas por la tormenta, nunca supimos qué hora era. Era sábado, eso seguro, lo delataba una falta de urgencia a la que tenía que recordar todo el tiempo. ¿Qué hago en la cama? ¿No tendría que estar haciendo algo más? No, es sábado, franco y tormenta de Santa Rosa: esa ecuación sólo podía dar cama. Igual no alcanzaba para borrar un resto de culpa –ese sentimiento algo ajado, rugoso, como la corteza de la planta del pie–. Apenas servía para estar segura de que era sábado y que llovía. La filosofía barata dicta que todo se va y yo veía desde la ventana cómo algunas raíces empezaban a desnudarse, la tierra empapada se resbalaba y las dejaba, impúdicas, a la intemperie. Tengo que taparlas, pensé, urgente, en algún momento –¿se sumaría esto a la lista de culpas?-. Hay días que son noches dice Naná, descalza y buscando algo que ponerle a un pan cortado al medio. No le gustan las tormentas, les tiene miedo a los rayos. Porque caen, es inevitable, lo que cae llega a la tierra, no es como el avión –me discutía–, que va para arriba. Ajá. Qué puedo decir yo que les tengo miedo a los vómitos. En serio, cada vez que me pasa me muero de miedo, creo que me van a internar, que voy a pasar semanas en cama y etc., etc. Hasta pienso que me puedo morir. Por suerte el miedo todavía nos da risa. Ahora que se detuvieron, los vómitos y la tormenta, la fragilidad parece tan imposible de divisar como Africa de este lado del Atlántico. Pero ese sábado estaba ahí, haciéndonos cosquillas en la nuca. Y ahí estábamos, otra vez en la cocina, sin saber cuánto hacía que habíamos desayunado, pero la vagancia es así, da hambre. Todo fue lento en ese sábado en que también desafiamos la negrura de la mañana para arrastrarnos por el súper, mi hija y yo como zombies. Habíamos vuelto directo a la cama como si nos arrojáramos a una pileta, abatidas por las bolsas, las tentaciones que resistimos y las que no, y la incipiente inundación del jardín. Entonces se nos antojó sopa de municiones, con queso derretido. Hacía tanto que no tomábamos sopa de municiones. Y de pronto, al mismo tiempo que ese reencuentro con la vieja sopa, el milagro. La tormenta se abrió como si alguien hubiera encendido la luz. Salió el sol, nítido sobre las superficies lavadas. Para cuando llegó la sopa el sol dibujaba una cebra dorada sobre el pasto, atravesando la sombra de unas ramas. Si alguien miraba al cielo entonces no podría haber dicho que veinte minutos antes el cielo amenazaba con ahogarnos. Todo tiene la banda de música del día después, después de la guerra, después de la lluvia. Naná toma su sopa en consecuencia, antes estaba tan oscuro que ni siquiera nos dábamos cuenta de que teníamos hambre, si es feliz con un plato de sopa, ¿por qué no le habré dado tantos más? Una siempre se olvida de que las cosas más simples son las que más te gustan –dijo mi hija con profunda sabiduría culinaria y de la otra–, y después se arrepiente por no recordarlo, al final son las más ricas. Ni que lo digas, nena, ¡viva la sopa de municiones!

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