MARTA
DILLON
El camino
se hacía eterno, demasiado largo para tanta urgencia por tocarse
todo lo que se pudiera tocar. Con la vista al frente, fija en las líneas
blancas que marcaban el sendero correcto, él estiraba la mano
más allá de la palanca de cambios, más adentro
entre las piernas de ella, ahí donde la humedad hacía
resbalar a sus dedos enredados en el pubis, perdidos en el pubis como
perdido estaba su corazón en ese momento, en esa noche, en esa
mujer. No era la música lo único que movía las
caderas de ella, hacia arriba y hacia abajo, envolviendo los dedos de
él en su centro, no era la música aunque ayudaba esa estridencia
de los parlantes del auto a que se sintiera en una película en
la que era la estrella, una estrella porno tal vez, que se mete los
dedos en la boca y se la moja y se lo chupa, una estrella entre las
manos de él que saben hacerla brillar como un diamante loco,
como una bestia pop, se chupa el dedo que antes metió en la boca
de él, que jugó con su lengua, se lo chupa como anticipando,
mordiéndose los labios, buscando agua en su propia boca para
poder hacer flotar lo que vendrá. Un gesto, siempre el mismo,
algo obvio, que saca una chispa irrepetible en el cruce de los ojos,
no más que un relámpago del que oiremos su sonido mucho
más tarde. Un ruido en el bajo vientre, ese es el eco de los
ojos que se cruzan un instante, para no perder el camino. El no la puede
mirar, ella lo ve de atrás, se hunde en su nuca, lo muerde, le
toca el sexo entre las piernas con el brazo estirado, lo palpa, lo libera.
El camino es eterno pero les gusta, están en llamas. Ella se
desabrocha las treinta perlas de su vestido, aparece la piel como un
río entre la tela. Una mano en el volante, la otra buscando,
él sólo puede espiar. A veces se huele los dedos, respira
y arde la nariz, ella ya lo está probando, lo prueba, lo traga,
el auto va a paso de hombre. Hay que llegar, se componen, se ríen,
se sujeta otra vez la hilera de botones, baja el espejo, se mira, los
ojos se cruzan, está de nuevo ese destello que imprime otra forma
a las cosas, que tiende puentes y a la vez los derriba. Falta poco.
Hay algo que hacer antes. Cuando se detienen en la estación de
servicio, baja ella, sin dudarlo, hay que apurarse, hay que llegar para
poder tomarse su tiempo. Cuando vuelve al auto se miran francamente,
se besan largo y mojado. Él mira la bolsa que ella trajo y paladea:
forros y coca cola, qué buena compra dice él, la compra
perfecta. A esa hora, en ese punto del camino, es todo lo que necesitan
para apagar el fuego.
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