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Jueves 16 de Noviembre de 2000

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convivir con virus

MARTA DILLON

Nos escapamos un rato a la costanera sur y enseguida sentí nostalgia. Queda poco de ese lugar en el que era posible refugiarse a cualquier hora, hacer citas para ver salir la luna detrás de la reserva ecológica o perderse entre los matorrales que todavía tenían alguna guarida mullida para ocultar un romance apurado. “¡Si habrás fifado entre los yuyos!”, me dice Carlitos con esa manera tan notable de tirar plumas que tiene cuando habla de sexo. Puedo recordar alguna escena en el exacto lugar que él señala, y también los malabares para ponerle el forro y la erupción que me salió en las rodillas y los mosquitos... Ahora prefiero las sábanas blancas, le digo para desilusionarlo, pero él insiste: “¡Callate! No hay nada mejor que los yuyos, se ve que tengo alma de perra”. Pero yo no le creo del todo, al menos me permito dudar. Hemos conversado poco, pero casi siempre de amor. Creo que la cuarta frase que me dijo fue “no sé qué voy a hacer cuando flashee”. Vaya palabra para decir enamorarse, casi le tuve que pedir traducción. Sus dudas tienen que ver con que en 1998 se enteró de que tiene vih y no es algo que le diga a todo el mundo. No a quienes le acercan alguna promesa de placer fugaz, por eso no sabe qué va a hacer cuando flashee. Mientras tanto se enamora de hombres heterosexuales, de imposibles que mantienen su deseo en llamas y su corazón roto. Esa es toda una pareja, pienso, casi de manual. ¿Para qué preocuparse por los propios sentimientos si hay tanto por hacer para convencer al imposible? Siempre me sentí atraída por lo que el vulgo llama histéricos, es decir esa clase de hombres y de mujeres que te ofrecen el cielo y te lo quitan en cuanto decidiste a aceptarlo. Un juego agotador y doloroso que me tienta, no puedo negarlo. Tanto que me cuesta creer que hay otras posibilidades, que hay quien sabe lo que quiere y no teme comprometerse o probar o jugar al amor o amar lisa y llanamente, porque el riesgo es un precio menor cuando lo que se quiere es atrapar un sueño. Carlos no está seguro, prefiere la teoría del flash, lo que no se puede contener, lo que sucede casi por arte de magia. “Aunque sé que es imposible, soy feliz cuando estoy cerca de él”, me dice. Pero no me convence, estoy segura de que semejante reina, que se ha levantado más de una vez de sus propias cenizas, merece mucho más que la frustración de quemarse solo en su particular hoguera. “¿Entonces vos creés que el amor es una construcción?” Sí, es lo que creo. Creo en el arrebato, creo en el desborde y en el mareo, creo también que hasta el agua de las cataratas más encrespadas llega a donde es lago y descansa, le hace un lugar para que los niños naden, para que habiten otros peces, otras fantasías, otros sueños. Sueños que ven más allá de la furia, sueños que saben deslizarse sobre la línea del horizonte como chicos que hacen piruetas sobre una llanura de arena, sabiendo que no hay peligro en esa mullida superficie.

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