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1959


Fidel Castro recibe una sorpresiva manifestación de
simpatía por la revolución

El futuro de la revolución

Por Luis Gusmán

No se podrían reducir cuarenta años a una foto. Y mucho menos una revolución. Toda la foto plantea la contradicción entre una imagen congelada y el movimiento como una espacialización del tiempo. Es difícil mirar la foto sin que la foto nos mire, nos interpele con el ojo de la historia y nos transforme en testigo de ella. En el fondo, bajo la forma de un cuadro que nos ofrece un paisaje de veleros en un puerto de cualquier lugar del mundo, aparece la foto dentro de la foto. Y vemos cómo toda la escena se duplica. Si uno piensa la composición en términos geométricos es posible detectar una figura triangular, donde un niño mira a Fidel, que a su vez mira a otro niño. Los chicos, que están acompañados por una especie de dama de compañía, llevan puestas barbas postizas �que, con los años, se volverán reales� y muestran lo que en toda foto no está. Pero si miramos detenidamente la imagen, nos encontramos con esos niños de otro tiempo que se hicieron revolucionarios antes de poder decidirlo. No se trata de La Cruzada de los Niños, ya que a veces la historia no suele ofrecer opciones. La foto nos anticipa también una idea de duplicación y de multiplicación que revela el carácter siniestro de la reproducción en serie. La escena contrasta con la imagen de Fidel, ese líder solitariamente social, obstinado en principios con los que pudo hacer una revolución, sostenido en un estilo político que excede cualquier rasgo que se quiera reducir a una característica personal, como el carisma. Seguramente, esos niños hoy son hombres. Sus gorras los vuelven un poco soviéticos. Está el que mira con curiosidad a Fidel, pero por la composición también está el otro niño que mira el ojo fascinante de la cámara. Se podría decir que Fidel avizoraba en esos rostros el futuro de la revolución y que ellos, que ignoraban el suyo, sólo veían un hombre llamado Fidel.

Verano del 59


Liz Taylor en la adaptación cinematográfica de
Súbitamente el último verano

Por Daniel Link

Ella, una de las mujeres más lindas de la historia del cine, una belleza pesada que ha conocido todos los excesos, está sentada en un bar de mala muerte en una playa seguramente latinoamericana, como si estuviera en alguna piazza esperando su capuchino, perdida, ignorante de lo que sucede, sin saber la profundidad moral de su hundimiento. La acompaña un hombre. O mejor dicho: ella acompaña a un hombre. Su trabajo es acompañarlo y �lo sabremos al final de la truculenta pieza de Tennessee Williams Súbitamente el último verano� servirle de pantalla para sus cacerías homosexuales. Presa como está de una vida falsa, ella no ve las manos de la miseria, pidiendo (reclamando) detrás de una alambrada. Elige no mirar esos cuerpos deshechos de rencor, pero no puede no oírlos gritar, aunque no los comprenda. Hay una tensión en su cara y en la mano apoyada sobre su pecho y esa tensión expresa como ningún otro signo los dramas de la conciencia que el Arte del siglo XX utilizó como motor. De algún modo, ella comienza a comprender el papel que juega en la tragedia de ese hombre, hasta dónde sería capaz él de llegar para satisfacer sus apetitos, el valor de un par de monedas en un país subdesarrollado. Lo que ninguno de los dos ha calculado �es 1959, y Súbitamente el último verano comparte estrellato fotográfico con el ascendente Fidel Castro� es el furor de esos cuerpos al borde de la humanidad, fuera de cuadro. Esos que terminarán por matar al hombre a pedradas y devorarán sus restos, en un acto que relaciona canibalismo, lucha de clases y deseo tan melodramáticamente como ninguno de los herederos de la imaginación barroca y el extraño sentido del humor de Tennessee Williams �Almodóvar, Fassbinder� se hubieran atrevido a postular. La tragedia envuelve a esa mujer atrapada en una red de mentiras ajenas. El pecado de todos los personajes involucrados en el drama es precisamente la frivolidad: haber quedado presos en un sistema de convenciones ajenas, de los otros. Sólo un milagro (la verdad) salvará a la bella de la cárcel o la lobotomía. A los otros, no los salva ni Castro.Continúa

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