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1964
La gesta del pelo suelto Por Matilde Sánchez El mentón levantado, abiertos o cerrados, los ojos siempre húmedos, en trance �el punto de vista debajo de su objeto produce una cara como en escorzo�, es el gesto de la adoratriz, el retrato de la pasión femenina. Pero ésta es también la historia del peinado, la marcha del pelo suelto. En los 60, las mujeres abandonaron para siempre la naturaleza, en favor de una artificialidad liberadora. La industria química les reservaba, entre otros adelantos, la laca en spray y el fijador sintético, en reemplazo del nauseabundo olor de la cerveza, usada durante siglos para sostener el batido. La sexualidad se soltaba así, con dos gestos en un solo tiempo: ellas ya podían perder la cabeza sin despeinarse, ofrecer su pasión a quien quisieran y asumir, seguras, el primer plano... Hace años conocí a una exiliada en singular; una exiliada de la pasión por los Beatles. Quisiera ubicarla ahora en esta primera fila de fanáticas. Ella está bien y vive, bajo un increíble nombre, en Rhode Island. Es cónsul honoraria en Providence, una ciudad que tiene más de provincia que de providencia y no está a la altura de su fama, que debe, por capricho, a una película genial. Zoila Guerra tiene unos ojos enormes, con el típico sesgo triste de las cabezas de piedra olmecas. Viniendo de una familia acomodada de Guatemala, sintió muy pronto el llamado a ser moderna. En plena Beatlemanía, en febrero de 1964, al enterarse de que los Beatles harían su primera gira en los Estados Unidos, consiguió una visa de ingreso a través de un tío influyente. Ocurrió que, mientras ella vivía sus días de furor en Norteamérica, colada en el club de fans que seguía a la banda a todas partes (ella, con la cabecita suelta pero bien fijada a la laca en medio del tumulto), estallaba en su país uno de los tantos levantamientos militares. Los mundos paralelos, el de un golpe militar y el de la apoteosis discográfica. A raíz del golpe, por unos meses Zoila no pudo volver. Un año después su familia, muy activa políticamente, todavía sufría persecución. Con su figura de duende de volcanes y esos ojos de plato, Zoila se resignó a una larga temporada en el extranjero. Yo había quedado varada en una vida que no me pertenecía, dijo la noche que la conocí. Pero no había ninguna tragedia, el episodio era, en verdad, de lo más ridículo. Y yo no vivía como una refugiada, sino como una especie de agente, infiltrada en la modernidad. Acto seguido desarrolló una teoría muy graciosa sobre la sustitución de su destino por otro fortuito, usurpador, que había puesto la psicodelia en el lugar de la política, el LSD en el del TNT, el libreto de una comedia a cambio del drama. (Después nos contó de una peluquería frente al Carnegie Hall, que ofrecía el corte de pelo de la banda de Liverpool, de manera que todo el día se veía salir a los muchachos americanos peinados a lo Beatle.) Zoila �¡pero es que yo era hippie, Zoila Guerra era la paz!� acabó desafectándose por completo de los torbellinos de su país, donde los acontecimientos no le parecían un signo de progreso ni nada. Vio recitales de los Beatles y después a otros, su propio nombre se le había vuelto extraño. De hecho, después del primer azar, decidió desterrar cualquier sorpresa de su vida. Cuando la conocí acababan de cumplirse treinta años de su emigración forzada, de aquella gira histórica de los Beatles y, por lo tanto, de uno de los muchos levantamientos de su país, al que no volvió cuando su tío, Vinicio Cerezo, asumió como presidente, más que una vez, en ocasión de la muerte de su madre. Y ya me hice a todo lo de aquí, como si hubiera nacido otra vez, en la vereda soleada de la Guerra Fría. Y ésa fue, en pocas palabras, mi gesta personal del pelo suelto.Continúa |