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1966
Rusos POR DIEGO FISCHERMAN Un viejo chiste de la época de la Guerra Fría definía a un cuarteto de cuerdas soviético como una orquesta sinfónica que volvía de actuar en Occidente. Mstislav Rostropovich, Premio Lenin 1964, se radicó en Estados Unidos diez años después y llegó a ser el director titular de la Sinfónica Nacional de Washington. Igor Stravinsky lo había hecho antes, en 1945, después de haber huido de la Revolución y de sus estadías en París y Suiza. El primero, cellista y director de orquesta, sigue siendo uno de los intérpretes más idolatrados por el mundo y el próximo 25 de enero estrenará en Madrid una puesta revolucionaria de una de sus óperas preferidas, Lady Macbeth del Distrito de Msensk de Shostakovich, junto a un equipo totalmente argentino (Tito Egurza en el diseño multimedia, Renata Schussheim como vestuarista y Sergio Renán como régisseur). El segundo, muerto hace más de dos décadas, sigue siendo el compositor más importante, el único indiscutido �sobre todo por una sola obra, La consagración de la primavera� del siglo que terminó anteayer. En algún momento de 1966 ambos músicos se encontraron en Estados Unidos, donde �según Clint Eastwood� Charlie Parker espiaba a Stravinsky desde la verja de la mansión del compositor. En la foto, Stravinsky tiene dos pares de anteojos superpuestos. Rostropovich, uno solo; aún no se había exiliado. El compositor acababa de abandonar nuevamente a sus seguidores y de desorientar por tercera vez a quienes creían comprenderlo: esperó que muriera Schönberg, su vecino en Beverly Hills, para abrazar la causa del dodecafonismo. Y como ya había sucedido antes �cuando abandonó la furia rítmica de La consagración... para inventar el posmodernismo con sus vueltas a Pergolesi, Gesualdo, Mozart y Tchaikovski�, su nuevo estilo sonaba, otra vez, como inconfundiblemente stravinskiano. El cellista, próximo a dejar los honores de músico soviético oficial, se aprestaba a comenzar la tarea de defensor de Shostakovich (y, luego, de Alfred Schnittke) en Occidente. También empezaba la interminable tarea de tocar una y otra vez �y acercarse cada vez más al absoluto� las seis suites que Johann Sebastian Bach escribió para su instrumento. Mujeriego, cascarrabias, amado en Estados Unidos hasta el límite de lo posible, Rostropovich encarna, todavía, esa extraña raza de intérprete humanista. Stravinsky, el que se animó a sostener que el arte debía ser impersonal, sigue siendo el autor más personal del siglo pasado. El único, tal vez, en que el estilo fue más fuerte que la idea.Continúa |