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1981
Big Mac en Wimbledon POR ALAN PAULS Hay público, fotógrafos, una cámara de televisión, un ballboy y hasta una mitad de juez de línea con una corbata a lunares. Pero lo que está en el centro exacto de la foto es mucho más que un jugador de tenis de 22 años, famoso por su talento y sus desplantes, llamado John Patrick McEnroe, al que la cámara captura en una ¿tregua? de la memorable final de Wimbledon que le ganó a Bjorn Borg (4-6, 7-6, 7-6 y 6-4) y lo consagró ese año �1981� número uno del mundo. Es un artista sorprendido in fraganti, en esa intimidad obscena y ejemplar, casi siempre vedada a los ojos de los profanos, donde los artistas violentan sus instrumentos, llevándolos a un límite ante el cual todos los demás �colegas, críticos, público, instituciones� suelen palidecer de espanto. Al probar con el pie la resistencia última de su raqueta, al coquetear con la idea de doblarla o romperla, el enfurecido McEnroe no hace algo muy distinto de lo que mantuvo atareada a la cultura de vanguardia a lo largo del siglo XX: llevar la propia práctica a un extremo, a un punto de incandescencia tal que el medio que la sostiene corra el riesgo de perecer, y que lo que aparezca del otro lado sea una experiencia completamente nueva. Suspendida en un filo de incertidumbre �¿se romperá?�, la raqueta de McEnroe (el tratamiento peculiar que McEnroe le prodiga a su raqueta) es en ese sentido un emblema de esa experiencia del borde, siempre entre el éxtasis y el fracaso, que promovieron, a su modo, el color en la pintura contemporánea o el sonido distorsionado de una guitarra eléctrica, dos momentos de la cultura del siglo en los que el uso abusivo de un instrumento puso en peligro la existencia de un arte y al mismo tiempo lo renovó por completo. �Malhumor�, �irrespetuosidad�, �inconducta�, �malos modales�, �facilidad para la blasfemia� fueron los pobres resultados a los que llegaron umpires y periodistas después de traducir toda la agresividad y la invención que McEnroe desplegaba en una cancha de tenis al idioma del resentimiento. Pero esas imputaciones no podían disimular �más bien subrayaban� lo esencial: 1) que había nacido una nueva criatura tenística, una figura hipersensible y neurasténica, capaz de burlarse de la potencia y la rapidez físicas con la velocidad y la intensidad de una sinapsis que unía un cerebro con la muñeca de un brazo izquierdo; 2) que el tenis podía ser otra cosa: una comedia de la levedad, de la sorpresa y la agilidad, de la anticipación, y no ese plan quinquenal de esfuerzos y eficacias en el que Borg pretendía convertirlo para siempre; y 3) que con McEnroe (con la dimensión agresiva e histriónica de McEnroe, que de algún modo reproducía en su cuerpo los chispazos de su estilo de juego) era todo el tenis el que entraba en una década y una era nuevas: la era del tenis televisado. Una era de campeones, sin duda, pero ya no de caballeros, donde la elegancia sería menos importante que el exhibicionismo y los jugadores, envalentonados por un ejército de cámaras capaces de repetir, ralentar, filmar el backcourt o las caras sedientas de los jugadores en cada cambio de lado, fabricarían los gestos y actuarían, por fin, una agresividad y una violencia que el tenis siempre había reprimido con el mito civilizado del deporte blanco. Continúa |