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1997


El doctor Ian Wilmot con la criatura que contribuyó a crear

El gran salto

Por Claudio Uriarte

Está de moda denostar al siglo XX como un caos de irracionalidad y de masacre, infamado por las atrocidades de Hitler, Stalin, Mao, Pol Pot, Pinochet y discípulos menores. También se resucitan extemporáneamente las diversas profecías de pauperización y recaída en la barbarie para dar cuenta de la irracionalidad y la polarización de ingresos que puede generar el capitalismo de libre mercado al interior de cada sociedad, o bien entre las desarrolladas y las pobres. La evidencia estadística más dura tiende a contradecir seriamente estos diagnósticos. Pese a todo sus horrores e injusticias, el siglo XX �que, desde cualquier perspectiva histórica, es una unidad numérica arbitraria� no ha sido en su conjunto un siglo de regresión: cualquier comparación de indicadores básicos �expectativas de vida, ingresos, producción� o bien sucesos tales como guerras, revoluciones, dictaduras, masacres, hambrunas �que solían ser lugares comunes en sectores enteros del mundo que hoy descontamos como civilizados y �pacificados�� dará por resultado que gran parte de la humanidad está mucho mejor que en 1900. O, dicho de otro modo, que hay dos siglos XX: el que termina aproximadamente en 1945, y el que empieza cerca de 1950. Sin negar para nada las desigualdades y contradicciones dialécticas de la modernización, esos avances aparecen potenciados de manera exponencial por un salto cualitativo de la ciencia. La clonación de una oveja por un científico británico pareció un hecho simple e inocuo, por un lado, y escandaloso por el otro. Simple, porque a quién le importa una oveja. Escandaloso, porque entreabrió la puerta a la clonación de seres humanos, o bien de órganos individuales, lo que sugirió el cruce del tabú que prohíbe al hombre superar la muerte, o crear vida de manera �artificial�. La Iglesia y los Estados recibieron la noticia con la repulsa propia de los poderes que necesitan de la certidumbre individual de la Muerte como principio fundamental de disuasión ante la posibilidad de un verdadero Reino de la Libertad: la primera perdía el mercado del Más Allá; los segundos sentían que se aflojaba su amenaza de la pena de muerte, cuya posibilidad integra la última ratio constitutiva de los Estados, que es su ejercicio del monopolio de la violencia. Una revolución tan fundamental como la inmortalidad cambiaría todas las condiciones de la existencia y nos dejaría elegir �si así queremos� el momento de nuestra propia muerte. Sin duda, esto implicaría una manipulación de la naturaleza, pero la naturaleza es de derecha, y fue en constante lucha contra ella que triunfó la especie humana. La liberación de fuerzas de esta revolución implicaría una amenaza directa contra la familia, el tiempo, la religión, la superstición, el derecho y el Estado. Lo que en el fondo quiere decir: contra toda represión. Ése es el verdadero punto de incertidumbre del Brave New World en ciernes: ya observó agudamente Freud que la represión es la base de la civilización; quizá su supresión �la de la represión� desate la anarquía. La puerta, sin embargo, ya ha sido abierta, y no puede cerrarse. Algunos progresistas somos optimistas o simplemente curiosos, y nos gusta que dicho progreso sea irreversible. Continúa

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