POR DOLORES GRAÑA Barrio de la Boca. Anochecer de un día acalorado. María José Gabin entra en el Teatro de la Ribera, saluda y anuncia que se va a cambiar para las fotos. �Cinco minutos, nomás�, dice, sobre lo que le lleva transformarse en Mamá Cora, el personaje que interpreta en la nueva versión teatral de Esperando la carroza, la obra de Jacobo Langsner, dirigida por José María Paolantonio. Mientras la fotógrafa instala las luces y hojea los flamantes ejemplares de 1964 que componen la escenografía, el tiempo pasa y Gabin no aparece. Comienzan las dudas acerca del presunto dominio que dice tener la actriz sobre su personaje. Ocho minutos. Diez. Y de pronto se oye una voz que anuncia desde bastidores: �¡No van a creer lo que me acaba de pasar!�. Acto seguido, Gabin entra semiconvertida en Mamá Cora, con los gestos de la vieja, pero con su propia voz, algo extraño de observar. Especialmente cuando sonríe, se da vuelta y entrega un plano completo de la espalda del personaje: decíamos que estaba vestida como Mamá Cora. Bueno, casi. �El vestido se lo llevaron para lavar. Menos mal que el delantal estaba�, comenta y todo sigue adelante como si nada. Salvo que las fotos serán todas de frente. CON FALDAS Y A LO LOCO Quizá sea inevitable empezar una entrevista con María José Gabin por la historia de las Gambas al Ajillo, grupo que integró desde sus comienzos y del que, contra lo que podría pensarse, adora hablar. Más aún: Gabin dedicó un tiempo especialmente turbulento de su carrera a escribir su biografía no autorizada (�Empezó como empiezan muchos libros de actores: por falta de trabajo. No sabía qué hacer de mi vida, estaba al borde del suicidio y pensé: Mejor escribir�), repleto de pequeñas victorias y fracasos desopilantes, narrados con el mismo tono juguetón que emplea Gabin cada vez que siente que está hablando demasiado en serio: �Es la única crónica que hay, de primera mano, sobre los charcos del Parakultural�. En uno de sus capítulos, Gabin revisita sus comienzos: �Cuando empezamos a trabajar juntas, nuestras edades estaban en escalera. Laura (Market) tenía 28; Verónica (Llinás) 27; Alejandra (Flechner) 26 y yo 25. Los finales de nuestra adolescencia hacia fines de los 70 nos habían dado una pizca de Flower Power, un chorrito de Che Guevara y unas gotas de pop art. Lo que no queríamos era a nadie dando órdenes, de manera que empezamos a trabajar sin director, cosa muy común en los grupos que se formaron a partir de la apertura democrática. Entre nosotras decidiríamos qué hacer, cuándo y cómo. No entregaríamos nuestra materia gris, ni nuestra fibra muscular, ni siquiera nuestra fibra óptica a nadie. Y, cuando bajábamos del escenario, hasta se nos veía más bonitas de lo que nos mostrábamos�. La variable cuota de reconocimiento que les tocó a las Gambas al Ajillo durante los 80 no estaba medida por las cantidades industriales de purpurina y jabón en el pelo (�si para la capital éramos raras, para Mar del Plata directamente éramos putas�) que documentaban las revistas de la época, sino en su agudísima radiografía de todo tipo de mujeres al borde de un ataque existencial, que ha resistido notablemente al paso del tiempo. La historia de cómo las Gambas al Ajillo se conocieron e hicieron historia es, también, parte de la historia colectiva que hizo historia como �la década del 80�. Como todos los que alguna vez pisaron esa década tratando de dejar bien marcada su huella, Gabin tiene una teoría al respecto: �Lo nuestro fue un poco coyuntural. Había un montón de gente que esperaba que se abrieran espacios. Cosa que se dio con el advenimiento de la democracia y la apertura del Parakultural. Yo había trabajado en Teatro Abierto, en Danza Abierta, en los finales de la dictadura. El punto de partida de todo ese movimiento que se dio en llamar underground tuvo que ver con Teatro Abierto, y con la ruptura que se generó después: no hablar más de política de manera tan directa, sino tomar un punto de vista, a mi criterio, mucho más social. Lo que nos interesaba eran los tipos sociales sometidos a la marginación: las feministas, las viejas, las monjas, las paralíticas. Y no es casual que los actores tomaran el lugar de los directores y autores de teatro, improvisando o escribiendo: todo esto tenía que ver con una necesidad expresiva, así como el hecho de que sentíamos que ellos no representaban a nuestra generación. Estábamos hartos de escuchar hablar de política de esa manera. Y ahí empieza a aparecer el humor con mucha fuerza, mucho más cutre y más grotesco. Los personajes están perdidos, igual que antes, pero ahora se ríen de eso, como nuestras sifilíticas (las �lisiadas�, para el público), que con muletas y cuello ortopédico disfrutaban enormemente de su dolor. Todo era muy marginal, o marginado. En los bordes, como dice Pavlovsky�. LA NIÑA QUE GRITó PIJA Las Gambas al Ajillo siguen siendo recordadas como una de las cosas más francamente desopilantes e inteligentes que hayan pisado un escenario (basta citar el detalle de que sólo hicieron cuatro obras en ocho años). Sus proezas frente al decoro, la mente biempensante y el feminismo ortodoxo se han trasladado intactas a la generación siguiente sin perder un ápice de eso que en algún momento se dio en llamar �transgresión�. Palabra que a esta altura ha perdido toda elocuencia a la hora de las definiciones, pero que ciertamente era la muletilla mediática para tratar de explicar al público qué esperar si se aventuraban a presenciar esas obras (�Las palabrotas, denuestos and Co. que machacan las orejas a lo largo de la hora cuarenta de show tampoco conlleva novedad revolucionaria�, advertía Gente en 1990). La última incursión fue Las gambas gauchas, en 1994, una suerte de reunión dirigida por Helena Tritek con la que muchos se enteraron demasiado tarde de que no habían estado en el momento indicado en el lugar indicado. Y si bien el �fue bueno mientras duró�, ejerce algún tipo de consuelo ochentista, hubo otros que prefieren dedicar sus esfuerzos nostálgicos a descubrir el preciso momento en el que todo empezó a terminar. Puesta a pensar en el principio del fin de las Gambas al Ajillo, María José Gabin se ríe, piensa un poco y dice que sí, lo de Susana Giménez puede muy bien llenar todos los requisitos: �Fue en medio de la temporada de La debacle show (1989). Lo que sucedió, en realidad, fue un ejercicio automático de mi parte, una de esas cosas del entrenamiento actoral, de hablar sin pensar. Estábamos participando de un juego tipo adivine la película, Yuyito González dibuja una forma tipo salchichón y a mí me salió gritar pija, de lo locas que estábamos. Pero el programa era en vivo, y todo el estudio enmudeció. Susana se empezó a apantallar con las preguntas. Pasó como una hora hasta que finalmente dijo: Seguí, Yuyito, seguí. Y la mina terminó dibujando a Cleopatra. ¡Qué sé yo por qué había empezado por el salchichón! Sería una de las trenzas... La cuestión fue que, al otro día, Ambito Financiero puso en tapa: Las palabras más soeces que se hayan escuchado jamás en la televisión argentina. Con sólo decir la palabrita mágica no nos invitaron más a ningún programa, pero llenamos el teatro durante semanas. En un sentido, fue una decantación natural: en la temporada de La debacle show la gente ya venía con tapados de piel y autos importados a vernos. Era plena hiperinflación, y fue la primera vez que ganamos dinero con el teatro. Muy increíble. Cuando llegó el verano, decidimos hacer Mar del Plata. Como que nos habíamos agrandado. Bueno, fuimos y fracasamos. Ya estábamos agotadas del trabajo, muy desorganizadas y cada nuevo espectáculo nos llevaba muchísimo tiempo de preparación, porque lo hacíamos todo solas. A eso hay que sumarle que terminaban los 80 y los noventa traían otros pensamientos, otras necesidades, otras inquietudes. Y otro país, en el que ya no estábamos�. Y YO CON ESTA CARA Ese país en el que la palabrita mágica de Gabin escandalizaba desde la tapa de los diarios �cuando ahora alcanzaría, como mucho, a un minuto de �PNP�� vio reacomodarse a los integrantes del destape argentino en los protectores, pero demandantes brazos de la TV y el teatro más o menos comercial. El physique du rol de María José Gabin (ese que le hace decir �con esta cara no me quedaba otra que dedicarme a esto�) y sus capacidades interpretativas le permitieron aparecer regularmente en tiras televisivas ��Amigovios�, �Verano del �98�, �Pan Caliente�, y actualmente �Buenos vecinos�� encarnando personajes que bien podrían ser los modelos en que se basaban las Gambas para crear sus números vitriólicos. La pregunta es cómo evitar la tentación de parodiarse a sí misma. �Siempre siento que me falta mucho por aprender. La TV se maneja con estereotipos y repeticiones, eso es lo que imprime en la gente. Yo, como actriz, trato de abrir la mayor cantidad de puntas posibles. A veces es difícil, pero la TV siempre funciona como un entrenamiento alucinante: cinco o seis escenas por día leyendo el libro prácticamente en el momento. En general, digamos que me han tirado las puntas generales del personaje y la historia, y yo trabajé desde ahí. Las cosas son medio complicadas a veces, porque �Buenos vecinos� es un melodrama realista y un grotesco naturalista a la vez. Qué sé yo: ahora, justo cuando me secuestraron a mi hermano, a mi hijo se lo están por llevar a Italia y al padre le agarró una descompensación y, como si todo esto fuera poco, me están por embargar la casa. Un exceso. Y de ahí pasás a otro capítulo en el que tenés dos escenas, una de las cuales consiste en entrar y decir: Che, te están buscando en la esquina. Eso, para una actriz, es un verdadero entrenamiento. Y en un lenguaje naturalista que yo no utilizo muy seguido, donde la expresión pasa casi exclusivamente por la cara. O, si tenés suerte, por el pecho. No tengo la posibilidad de desplegar el plástico cuerpo que todos me dicen que tengo�. Gabin empezó a los seis años, estudiando danzas clásicas españolas (�con mi maestra Lolita, en el club, en la Boca, de donde soy prácticamente oriunda�). Siguió en la Escuela Nacional y a los once años tuvo un accidente automovilístico que la dejó dos años en cama con una fractura de fémur. �Tenía un yeso hasta la cintura y otro en los hombros, porque me descoloqué la clavícula. Sólo podía mover los brazos hasta el codo y los dedos de los pies. Estaba preciosa. Cuando me sacaron el yeso, en mi primer cumpleaños, bailé con muletas. De ahí salieron las sifilíticas�, recuerda Gabin. La rehabilitación fue tan completa que Gabin entró en la Escuela de Danza del Colón (�Donde más te vale estar rehabilitada porque es como la colimba�), adonde se quedaría hasta que fue convocada para Danza Abierta. UN LAXANTE PARA MAMA CORA Hay quienes creen que mientras haya un público dispuesto a mirar, la experiencia teatral puede lograrse en cualquier parte, incluso en la presentación de un laxante, hecho que Gabin ha podido comprobar en alguna ocasión, que evidentemente no esperaba recordar: �Ya no lo hago más. Formó parte de toda la época en la que trabajaba prácticamente sólo en el teatro. Fue en unas jornadas de visitadores médicos, que hacían un aprendizaje sobre el laxante. Había un show que coronaba el encuentro, a mi cargo. Yo venía de hacer revista en el Maipo (con Pinti), que fue un hito para mí, y trabajaba básicamente con la complicidad del público. Después me siguieron llamando para esas cosas, pero el período de juventud se había terminado. El trabajo dignifica, decía el general, y yo adhiero totalmente. La verdad es que no reniego de nada�. También hay quienes dicen que la distancia entre la comedia y la tragedia es inexistente: que sólo depende de la reacción del público. Que los actores que han logrado reconocimiento profesional haciendo reír esperan ansiosamente la oportunidad de demostrar que también pueden hacer llorar. En algún sentido, hacer llorar parece lo más cercano a la demostración cabal de �saber actuar�. Puesta a reconsiderar el pobre lugar que ocupa la carcajada en la escala de valores dramáticos, Gabin considera que es todo cuestión de apreciaciones académicas: �Los que ganan el Oscar siempre son personajes al borde de la muerte. Y es cierto que una película cómica es menos valorada que una trágica. No sé si es porque la gente necesita ver sufrir al otro para creer que es una persona de carne y hueso. También es cierto que el humor distancia: si realmente creyeras que esa persona está sufriendo, no te reirías. Lo interesante es descubrir de dónde viene la risa del público. Como intérprete, me entusiasma mucho la posibilidad de esa parte trágica que queda tapada por la comicidad. Poder hacer una melodrama tragicómico, como una novela mexicana intencional. Una combinación muy argentina�. Pocas invenciones teatrales argentinas logran tocar el nervio nacional como Mamá Cora, y al plástico cuerpo de Gabin por una vez le toca encarnar el agarrotamiento de esta mujer que sobrevuela como una presencia trágica la pieza de Jacobo Langsner (en la que también actúan Lucrecia Capello, Salo Pasik, Rubén Stella y Gonzalo Urtizberea). Pero, claro, el primer problema de Gabin, y de la puesta de Paolantonio en general, era encontrar la manera de borrar del inconsciente a esa viejita que gritaba serenísima �¡Te hice flancitos!� en la versión cinematográfica de Alejandro Doria.�La obra es muy buena, mejor todavía que la película, en mi opinión. Langsner habla de una hipocresía, de un egoísmo, histórico en nosotros. Un país en el que cada uno está arañando por tener su lugar, sin importarle qué les quita a los otros. En mi caso, todo se centró en descubrir la tragedia de esta vieja, que en la obra no tiene desarrollo dramático alguno. Y la vieja que yo hago es tierna. Está vieja, no es mala. Es el único personaje en la obra que no tiene mala intención. Ya no le queda ni ese deseo de mantener un lugar en esa familia; sólo quiere seguir viviendo. Y todo gira alrededor de ¿cómo nos la sacamos de encima? Lo raro es que yo hice casi prácticamente todos protagónicos en mi carrera; éste es el primer personaje chiquito que hago, porque era un gran desafío. Aparezco sólo seis minutos al principio y cuatro al final. El resto del tiempo leo como loca. Para formarme.�
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