Por Aurora Ravina * Sobran los dedos de una mano para contar los hechos y personas sobre los que puede decirse, sin temor a equivocación, que han logrado, por consenso unánime, el reconocimiento de los argentinos. La Revolución de Mayo porque abrió el camino hacia la emancipación y cambió el principio de la legitimidad del poder; la declaración del 9 de julio de 1816 porque hizo efectiva la independencia; Manuel Belgrano, porque fue el creador de la bandera y su trayectoria se admite como ejemplo de virtudes cívicas en el más amplio sentido de la expresión; finalmente San Martín, porque su acción militar y su lucidez política, libre de ambiciones personales espurias, puestas al servicio de la libertad de su país y de América hispana, permiten reconocerlo como un símbolo de la consolidación de los ideales contenidos en los acontecimientos fundadores del decenio de 1810. Hoy se cumple el sesquicentenario de la muerte de San Martín y la nación, una vez más, está rindiéndole homenaje. A un tiempo igual y distinto a los que se rindieron en otras épocas, la nación invoca, por un lado, la tutela de su espíritu para que ilumine las decisiones de quienes tienen la responsabilidad de regir sus destinos en cumplimiento del mandato que les acordó el voto de sus conciudadanos y, por otro, el recuerdo de su conducta para que sirva de ejemplo a las jóvenes generaciones. El ritual será satisfecho y será una más de tantas reactualizaciones de la construcción del mito unificador y de la identidad colectiva. Una construcción que comenzó el siglo pasado a doce años de su muerte cuando se inauguró su estatua en la plaza llamada Campo de Marte, que a partir de 1878, al cumplirse el primer centenario del nacimiento de San Martín, fue rebautizada con su nombre. Para entonces, habían cobrado nuevos impulsos las iniciativas para repatriar los restos y cumplir con el deseo expresado en su testamento (1844) de que su corazón descansara en Buenos Aires. La repatriación se concretó en 1880 y los restos se depositaron en un mausoleo en la catedral porteña. El centenario de San Martín se había cumplido cuando el país comenzaba a recuperarse de la crisis económica de 1873 y el retorno de sus restos había venido a consagrar, simbólicamente, el fin de las disputas por la federalización de Buenos Aires y la consiguiente consolidación de la unión nacional. Pocos años después, Bartolomé Mitre publicaba su Historia de San Martín y la emancipación sudamericana, constituyéndose la obra en la coronación intelectual de los fastos sanmartinianos. El mito se había entronizado definitivamente y los discursos y las acciones de la posteridad mostrarían hasta dónde, en el ancho campo de las ideologías, San Martín era la figura emblemática que podía comprender a todos. La escuela, alentada por el espíritu del catecismo patriótico nacido al calor del centenario de la Revolución de Mayo, no hizo sino cristalizar una imagen sanmartiniana que con el paso de los años, cuanto más declamaba el rescate del hombre, más destacaba su estatua. Por su lado, en la confluencia entre historia, cultura y política donde dos modelos calaron muy hondo, la educación ciudadana y el hombre político como gran hombre, conductor de pueblos e inspirador del alma colectiva San Martín revelaría, con independencia del ángulo ideológico desde el que se lo utilizara, la validez instrumental de tales modelos. Cada quien entresacó de las acciones y los gestos del prócer aquello que podía actuar como prueba eficiente de su visión de la historia. Mientras, desde 1933, por disposición del gobierno del general Justo, el 17 de agosto pasaba a ser feriado nacional en conmemoración del héroe magno de la nacionalidad, el revisionismo rosista de los años treinta levantó la donación del sable hecha por San Martín a Rosas como la convalidación de los méritos del gobernador de Buenos Aires para integrar el panteón nacional, cosa que le había negado, muy especialmente, la historiografía liberal y seguiría haciéndolo. Ni unos ni otros lo dijeron todo y por fin, no se trató sino de otro episodio de apropiación ideológica de la historia, que en cada época dirimió sus propias rencillas apoyándose en los hechos del pasado para justificar mejor o peor cuestiones de cada presente. Con la revolución de 1943, el Ejército, entonces al frente del Estado, se hizo cargo, absolutamente, de la administración de los honores a San Martín. Se instituyó, el 17 de agosto de ese año, la Orden del Libertador San Martín, condecoración destinada al reconocimiento de los servicios prestados al país o a la humanidad por personalidades extranjeras, asociando así el mayor premio otorgado por la Nación a la figura intachable del padre de la patria. Por otra parte, el Instituto Nacional Sanmartiniano, corporación surgida en 1933 por iniciativa privada, también pasó a depender del Ejército en 1944, después de la celebración del aniversario sanmartiniano de ese año. Perón asistió a la celebración en su calidad de vicepresidente de la Nación y en el desfile participaron, junto a los militares, delegaciones sindicales. El coronel sembraba y la cosecha sería abundante. En 1949, la ley 13.661 declaró a 1950, centenario de su muerte, Año del Libertador General San Martín. La apoteosis sanmartiniana se renovaría cada día de los 365 de 1950 y el general Perón, imbuido como militar y político, del fervor patriótico que convenía a un conductor de pueblos como él, encontró el escenario ideal para impulsar la causa de la reelección que le había habilitado la reforma constitucional. El culto al prócer le servía de maravillas para catequizar con el ejemplo de los grandes hombres y el respeto y la admiración debidas a quienes lo daban todo por la ventura de su patria. En 1978, año del bicentenario del nacimiento de San Martín, se llevaron a cabo dos celebraciones de muy distinto orden. El Campeonato Mundial de Fútbol y el II Congreso Internacional Sanmartiniano. El primero, de alcance masivo, serviría al autodenominado Proceso de Reorganización Nacional para más de un objetivo, entre otros asociar torpemente al triunfo deportivo a la buena gestión del gobierno. El segundo, donde la moderación de los discursos oficiales no alcanzó para ocultar el fondo de sus intenciones políticas y de su ideología, ofició de gran homenaje a San Martín y recogió las investigaciones tanto de experimentados como de jóvenes estudiosos del país y del extranjero y el quehacer de la historia contribuyó, por pocos días, a brindar alguna serenidad frente a las angustias de una sociedad castigada por la falta de garantías constitucionales, entre otras muchas calamidades. ¿Dónde está San Martín? A la luz de la Argentina actual, cuando la desocupación, el hambre, la desatención de la salud pública, el deterioro educativo y la pérdida del patrimonio nacional agudizan el descreimiento de la sociedad, su figura y su ejemplo no aparecen en primer plano, como se pregonó que debía ocurrir a lo largo del siglo que ya termina. El hombre común, si pudiera expresar su más íntimo sentir, creo que pediría que el único y verdadero homenaje a San Martín se tradujera en la conducta insospechable de los gobernantes, en el cumplimiento estricto y compartido de la austeridad que impone la gravedad de la situación económica, en la verdadera atención de los problemas grandes y pequeños que aquejan a la gente. Si en algún lado anida, en este momento, la herencia de San Martín, es en el esfuerzo silencioso de esa mayoría del país que cada día, convencida de los valores de la democracia, no proclama, pero sí ejerce la defensa de su dignidad y de su libertad. * Profesora de Historia del Conicet/UBA. Directora de las colecciones de historia de Página/12.
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