Por Patricia Pasquali * Existe hoy un legítimo deseo colectivo de aproximación al conocimiento de los protagonistas de nuestro pasado tal como fueron. Hay una exigencia generalizada de descubrir a los hombres reales y creíbles, que durante mucho tiempo han permanecido escondidos tras las efigies pétreas, lejanas e incólumes que se fabricaron de ellos, y que al tornarlos inverosímiles sólo generaron escepticismo y desconocimiento. Pero, actualmente, con el mal uso y abuso del género de la biografía novelada se ha ido a parar exactamente en el otro extremo de la tendencia sacralizadora precedente, por sólo hacer hincapié en los supuestos aspectos oscuros o puntos débiles y criticables que ellos habrían tenido; de tal suerte que los prohombres que siempre tuvimos por referentes históricos debido a ciertas características que los hicieron superiores y admirables diferenciándolos del resto, por algunas de sus grandes realizaciones o incluso tan sólo por su índole visionaria aunque hubiesen fracasado en su tiempo a nivel de las concreciones, quedan convertidos, con la excusa de quitarles la pátina de bronce, en personajes menores, mediocres, reprobables, en fin, en pésimas caricaturas de lo que en realidad fueron. Se ha ido así, en una especie de bandazo, de la deificación hasta el nihilismo, de la hagiografía hasta la difamación, recurriendo a cualquier medio con tal de responder a las exigencias del marketing y ganar protagonismo por la vía del escándalo. Pareciera que lo único que importa es producir el golpe de efecto, el impacto en el potencial lector, sin importar cómo: si es preciso tergiversar los hechos, se lo hace; si se requiere fabular con tal de condimentar el relato y tornarlo más atractivo, no se duda en echar mano de la licencia literaria como justificativo válido, etc. Así, se asiste hoy a una escalada de banalización y chismografía dentro de la narrativa histórica argentina, que nada tiene que ver con la humanización de los próceres. Y los historiadores de formación y oficio son en gran parte responsables de este lamentable fenómeno, porque se han divorciado de la gente, porque no han cumplido su compromiso social insoslayable de conectar a la comunidad con su pasado. Encerrados en sus torres de marfil, utilizando un lenguaje críptico para iniciados, escribiendo para sus pares, incrementando el conocimiento histórico pero despreocupándose de hacerlo vigente y operante en la conciencia colectiva, contribuyen a su progresivo vaciamiento, a que subsistan viejos mitos o que ocupen su lugar versiones antojadizas e infundadas de las más diversas layas. Me asiste la convicción de que la sociedad argentina es mucho más madura de lo que suele creerse y que terminará rechazando ya ha comenzado a hacerlo esta insustancial tendencia iconoclasta por instintivo patriotismo, que en su sentido más profundo implica una defensa de la propia identidad. Los héroes existieron, existen y existirán. Según el diccionario son aquellos capaces de realizar grandes hazañas (¿acaso alguien puede dudar de que el cruce de los Andes y la liberación de Chile y de la mitad del Perú lo fueron?), pero esas hazañas son tales porque precisamente son hombres los que las hacen, hombres limitados como los demás pero con una capacidad especial de entrega a una causa. No son semidioses, no mueven como taumaturgos los hilos de la historia. Si así fuera, ¿qué mérito tendrían? Pero si bien no pueden a fuerza de voluntarismo cambiar por sí mismos la orientación de las fuerzas sociales de su tiempo, sí pueden cumplir una función dinamizante en el proceso histórico, extrayendo la máxima potencialidad de ellas y organizarlas de la forma más eficiente posible para acelerar la concreción de la meta colectiva a cuya cabeza se ponen. Eso fue lo que hizo San Martín. En lo estrictamente personal y cotidiano pueden ser, como todos y cada uno de nosotros, injustos, coléricos, contradictorios, codiciosos, soberbios, lujuriosos, abandónicos, etcétera; aunque en general tienen la capacidad de superar o sobreponerse a esas desviaciones si interfieren en la realización del objetivo propuesto, por el que sienten una fidelidad irrenunciable y están comprometidos a cumplir a todo trance. ¿Quién fue realmente el Libertador y qué debemos rescatar los argentinos de su lección de vida? Inmerso en un tiempo de cambio signado por la lucha de las fuerzas liberales contra el absolutismo y la dependencia colonial, San Martín, luego de pasar casi toda la primera mitad de su vida en España, abandonó su carrera y su familia para ponerse al servicio de la independencia de la tierra en la que accidentalmente había nacido, mientras la península prácticamente había sucumbido a la invasión napoleónica, quedando como último reducto de la resistencia la ciudad de Cádiz en la que él se hallaba. Además, allí su carrera había llegado a un tope que era casi imposible sobrepasar, dada la estructura estamental del ejército que vedaba el acceso a las altos mandos a quienes carecían de la condición nobiliaria, como era su caso; mientras un ancho campo se abría allende el océano a su noble ambición de conductor militar en potencia, pero sin chance de realización en aquel estrecho escenario: parafraseándolo, puede decirse que en Sudamérica San Martín podía ser lo que intuía que era; si permanecía en la metrópoli, no sería nada. De vigorosa racionalidad y mentalidad universalista había adherido por su formación masónica a la causa de la autodeterminación de los pueblos y vio en América la Patria en la que era posible la realización de su ideal de libertad fraterna, mientras Europa sucumbía presa del despotismo. Por eso tomó la crucial y meditada decisión que puso una bisagra a su vida: se pasó de filas y sintiéndose un instrumento de la justicia puso su espada al servicio de la causa emancipadora que dio sentido a toda su existencia, convertida en una misión que llevó a cabo con una voluntad de hierro. El pensaba en grande, en americano e inevitablemente tuvo que enfrentar el localismo de cortas miras y las ambiciones personales, así como también debió luchar a brazo partido contra la desconfianza y la maledicencia que más de una vez pusieron en peligro la realización de su empresa. Su limpia y fría lógica en el orden de prioridades le hizo sacrificar a quienes lo rodeaban su esposa, sus amigos de la logia, sus viejos camaradas del ejército de los Andes hasta llegar a autoexcluirse para que su misión triunfara, porque nunca antepuso a ella su propio protagonismo. Frente a la incomprensión de sus contemporáneos que vituperaron su nombre, se recluyó en un amargo silencio, soportando con entereza y templanza la soledad que precedió a su gloria. La suya fue, pues, una vida puesta al servicio de un ideal del que nada ni nadie lo pudo desviar. La imperturbable coherencia de su conducta, su espíritu tolerante, su condena de la lucha fratricida y su desapego al poder lo constituyen en un raro y poco imitado ejemplo, sobre todo en estos tiempos de doble discurso, de espíritu faccioso y de ambiciosa venalidad. * Historiadora, autora de San Martín confidencial (Editorial Sudamericana).
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