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UN BALANCE DE LA DEBACLE CAPITALISTA QUE SIGUIO A LA SOCIALISTA EN RUSIA
¿Y si con el comunismo estábamos mejor?

El 85 por ciento de los rusos lamentan el fin de la Unión Soviética. El resultado de una encuesta basta para pintar de cuerpo entero lo que quedó de aquel gigante diez años después de su disolución. Ayer se cumplieron diez años del golpe fallido que marcó el principio del fin.


Boris Yeltsin alza el puño ante la multitud, en 1991.
 Más tarde, sería el símbolo del capitalismo corrupto que cunde en la Federación Rusa.

Por Seumas Milne *
Desde Londres

Durante toda la pasada década, se consideró un acto de fe en Occidente la creencia de que la implosión de la Unión Soviética representaba una liberación para su pueblo y una bendición para el resto del mundo. De un solo golpe, el Imperio del Mal había sido milagrosamente barrido y quedaba el terreno preparado para un gran salto hacia la libertad, la paz y la prosperidad. Hubo regocijo en todo el espectro político, desde los conservadores del libre mercado hasta la extrema izquierda. La amenaza nuclear había desaparecido y se había inaugurado un nuevo orden mundial con un gobierno democrático global. La historia había llegado a su fin y las masas sufrientes de Europa Oriental podrían finalmente liberarse del yugo comunista para gozar del capitalismo liberal (o genuino socialismo, en la versión izquierdista), que iba a ser la felicidad de la humanidad. 
Este fin de semana se cumplen 10 años del golpe operístico que precipitó la caída de Mijail Gorbachov, la proscripción del Partido Comunista soviético y la disolución de la URSS. A medida que el polvo y los escombros desaparecieron de los convulsionados hechos de 1989-91, la verdadera naturaleza de lo que provocaron se puso en foco. A pesar de toda la acción que ocurría en las calles, los cambios fueron manejados mayormente por secciones de la nomenklatura que se dieron cuenta de que el viejo sistema estaba en crisis y que vieron la oportunidad de enriquecerse. Lejos de abrir el camino a la emancipación, estos cambios llevaron a la miseria a la mayoría de los ciudadanos, introduciendo la caída económica más catastrófica de un país industrial en tiempo de paz en la historia. Bajo la bandera de la reforma y con la guía de la terapia de shock recetada por Norteamérica, la perestroika se convirtió en catastroika. La restauración capitalista aportó al comienzo una pauperización y desempleo masivo, salvajes extremos de desigualdad, crimen desenfrenado, violencia étnica y antisemitismo virulento, y todo eso combinado con gangsterismo legalizado en escala heroica y el saqueo de los bienes públicos. 
La escala del desastre social que sumergió a la ex Unión Soviética y gran parte de Europa occidental en los últimos 10 años, a menudo es subestimada en el exterior y aún por los visitantes a Moscú y otras ciudades relativamente prósperas del ex bloque soviético. Algunos de los hechos más asombrosos están expuestos en el libro Cruzada fallida, del profesor estadounidense de estudios rusos Stephen Cohen, una acusación salvaje a la ceguera de Occidente por lo que infligió sobre el mundo comunista. Para fines de la década de 1990, el PBI ruso había caído en más del 50 por ciento (debe compararse con la caída del 27 por ciento en la producción durante la gran depresión norteamericana), las inversiones en 80 por ciento, los salarios reales divididos por la mitad y la carne y los lácteos con aumentos del 75 por ciento. Cohen sostiene que la degradación de la agricultura es, en algunos aspectos, aún peor que durante la colectivización forzada del campo de Stalin en la década de 1930.
El número de gente que vive por debajo de la línea de pobreza en las ex repúblicas soviéticas aumentó de 14 millones en 1989 a 147 millones aún antes del crash financiero de 1998. El experimento de mercado produjo más huérfanos que los más de 20 millones de muertos en la guerra de Rusia, y mientras las epidemias de cólera y tifus han resurgido, millones de niños sufren de malnutrición y la expectativa de vida adulta se redujo. Mientras se desarrolla esta tragedia humana, los políticos occidentales y los banqueros acosaron a los líderes de Rusia para que sigan adelante más enérgicamente con la �reforma� y las privatizaciones: en muchas áreas, una transición a la edad premoderna. 
Recién con el aumento de los precios del petróleo, la devaluación del rublo y la misericordiosa ida de Boris Yeltsin, comenzó a revertirse la caída económica. Y en Europa Oriental, sólo las estrellas como Polonia han logrado volver a los niveles de producción logrados antes de 1989 y aúnasi, con el costo de millones de desempleados, pobreza y regresión social. Algunos que han defendido el salto de una economía centralizada de propiedad pública al capitalismo del barón ladrón de la Rusia de hoy, sin duda se consolarán con el pensamiento de que estas siniestras cifras exageran el costo del cambio e ignoran la mayor libertad, las estructuras democráticas y la mejor calidad de bienes que hay ahora disponibles. Pero esas libertades y elecciones competitivas, muy circunscriptas como lo son, son en gran parte el fruto de la era Gorbachov y son anteriores a la caída soviética, mientras que para la mayoría de los rusos y otros ex ciudadanos soviéticos, el más amplio espectro de bienes están fuera de su alcance por los precios. Es por eso que gente que vivía en condiciones de pleno empleo, con costos bajos para alquileres y transporte y tenía acceso a la salud básica y la provisión social, mayormente dice a las encuestas de opinión que ahora están peor que bajo el régimen comunista. No es sorprendente bajo estas circunstancias que el 85 por ciento de los rusos lamenten la disolución de la Unión Soviética. Tampoco es sorprendente que Leonid Brezhnev, líder soviético en la década de 1970, conocida como la era de la paralización, pero también un período en que los niveles de vida subían, fuera elegido como el político más sobresaliente del siglo XX.
Los rusos han visto a su país reducido de una superpotencia a un tacho de basura nuclear en una década y el odio a Occidente ha crecido a medida que se veía su rol en ese proceso. Para el resto del mundo, el impacto de la abdicación soviética hace una década no ha sido menos profunda. La remoción del único estado que podía desafiar el poder de las armas de Estados Unidos, aunque se desangrara haciéndolo, achicó drásticamente el espacio de maniobra para todos los demás. El fin de la confrontación nuclear y estratégica bajo Gorbachov le permitió a estados como Gran Bretaña recortar los gastos militares, pero también creó las condiciones para el ilimitado poder de Estados Unidos en un mundo unipolar, mientras surgían amenazas nucleares potencialmente más volátiles. Es difícil imaginar la Guerra del Golfo de 1991 y el subsecuente estrangulamiento de Irak o el desmembramiento y las guerras étnicas internas de Yugoslavia, para no hablar del apuro actual de Bush por el unilateralismo, si la Unión Soviética no hubiera estado de rodillas o extinta. 
Para los países en desarrollo, en especial, la destrucción de la segunda superpotencia, que había defendido el movimiento anticolonialista y más tarde las causas del Tercer Mundo, cerró el espectro para que se formaran diferentes alianzas y fuentes de asistencia y aumentó agudamente su dependencia de Occidente. A través del mundo, la remoción del desafío ideológico representado por la Unión Soviética debilitó drásticamente el movimiento laborista y la izquierda, y hasta la confianza en las ideas políticas de todo tipo, algo que recién ahora está comenzando a cambiar. Quizás sea muy pronto, como dijo el líder comunista chino Chou En Lai de la Revolución Francesa, para hacer una evaluación considerada de los 70 años del poder soviético: sus logros, fracasos y crímenes, su legado a las políticas progresistas y la búsqueda de un modelo social alternativo.
La particular forma de sociedad que creó nunca sera repetida, ni tampoco las condiciones que la hicieron emerger. Pero los efectos de su destrucción estarán con nosotros durante las décadas por venir.

*De The Guardian de Gran Bretaña Especial para Página/12
Traducción: Celita Doyhambéhère

SUBRAYADO
El otro Dios que falló
por Claudio Uriarte

 

Ni vencedores ni vencidos

El acercamiento de posiciones entre los �vencedores� y los �vencidos� del �91 explica por qué hoy casi todos ellos, desde el general Valentin Varennikov, entonces viceministro de Defensa, hasta Mijail Gorbachov, se encuentran a gusto con la política de consolidación del Estado del presidente Vladimir Putin. A Varennikov, veterano de la Segunda Guerra Mundial, de Afganistán, Angola y otras guerras, la elección de Putin le parece lo más positivo que ha sucedido en estos 10 años. El presidente lo ha convocado en varias ocasiones, lo ha invitado a viajar con él a provincias y lo ha incluido en un consejo de ayuda social a las familias de militares. Putin también ha tenido deferencias para con Vladimir Kriuchkov, su antiguo jefe de la KGB. De los golpistas, solo el ex secretario del Comité Central Oleg Chenin se mantiene en la oposición de izquierda radical, al frente de una asociación de partidos comunistas de las repúblicas ex soviéticas. Chenin, que va de vacaciones a Corea del Norte, rechaza la vía parlamentaria y cree que fue una equivocación no �eliminar a Gorbachov en primer lugar�. Los golpistas del pasado son hoy personajes respetados con su lugar en la sociedad. El comunista Anatoli Lukianov es presidente del Comité de Legislación de la Duma, y el ex presidente del gobierno soviético, Valentin Pavlov, es vicepresidente la Asociación Libre de Economistas Rusos. En su céntrico despacho moscovita, asegura que el error de Gorbachov fue el no haber hecho la reforma de la estructura de precios prevista en los años �80 por miedo a revueltas populares. El entonces ministro de Defensa, Dmitri Yazov, estuvo en la delegación oficial que recibió a Kim Jong-Il en Moscú en calidad de amigo del difunto padre del líder norcoreano y Oleg Baklanov, vicepresidente del Consejo de Defensa en 1991, es miembro de la directiva de la Academia de Cosmonáutica.

El �suicidio� del mariscal

El mariscal Serguei Ajromeyev, consejero militar del presidente Mijail Gorbachov para temas militares, interrumpió sus vacaciones en Sochi en el Mar Negro, tomó un avión y se presentó voluntariamente al vicepresidente Yanayev para dirigir el Estado Mayor de los golpistas. Era el 20 de agosto y el mariscal actuaba movido por su concepción del patriotismo soviético. El 24 de agosto, Ajromeyev se ahorcó colgándose de un manubrio en la ventana de su despacho del Kremlin. Leonid Proschin, por entonces investigador de casos de especial importancia en la Fiscalía de la URSS, recibió orden de levantar el cadáver. �Fue la tragedia de un oficial honrado que veía cómo se destruía todo aquello a lo que había dedicado su vida�, señala Proschin, según el cual a Ajromeyev se le rompió la cuerda en un primer intento. Antes de conseguir su propósito, llamó a su casa y habló por teléfono con una de sus hijas. Ajromeyev dejó cinco notas. La más impresionante era una carta muy larga dirigida a Mijail Gorbachov, que se incorporó al expediente de la investigación sobre el golpe y en la que el oficial reflexionaba sobre aquel mundo que había sido el suyo y se descomponía ahora y hacía reproches al presidente. �Es una carta dura�, dice Proschin, según el cual el mariscal no se pudo pegar un tiro porque cuando había abandonado el puesto de jefe del Estado mayor, había entregado todas sus armas y la única que le quedaba era una pistola sin cargador. Como no era cazador, no pudo hacer como el ministro del Interior, Boris Pugo, que se había suicidado unos días antes y había matado antes a su mujer con una de las pistolas de su colección, señala Proschin, que también levantó el cadáver del ministro del Interior. Pugo tenía junto a la cama una revista literaria donde se publicaban las memorias de uno de los participantes en la conspiración contra Nikita Khruschev.

 

 

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