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La
belleza y la furia
POR
CLAUDIO ZEIGER
El considerable
impacto que tuvo el estreno de la película de Barbet Schroeder
La Virgen de los sicarios permite empezar a desenrollar el hilo que conduce
hacia la obra de Fernando Vallejo. Obra, todavía, poco difundida
aquí. El libro que originó el film (con guión del
propio Vallejo) había pasado casi inadvertido cuando se lo distribuyó
en la Argentina hacia 1994, pero en las últimas semanas entró
en más de una lista de best-sellers. Como se sabe, el film también
había causado mucho revuelo al exhibirse en Colombia, en parte
por las imágenes de extrema violencia con las que representa la
vida en Medellín, y en gran parte por las declaraciones con las
que Vallejo suele acompañar sus apariciones públicas: usualmente
llama a los jóvenes a destruir Colombia, a los pobres a no reproducirse
más y a los colombianos a abandonar el país en masa. Pero
La Virgen de los sicarios no lo es todo si se habla de Vallejo, ni tampoco
la veta escandalosa de sus dichos, que suelen ser de ese tenor cuando
se requiere su opinión en cuestiones políticas o sociales.
Además de algunos textos ensayísticos y de una gramática
del lenguaje literario (Logoi, en rigor su primer libro), seis novelas
más conforman la producción de este colombiano nacido en
1942 y que vive en México desde hace treinta años. Cinco
de ellas fueron agrupadas bajo el título general de El río
del tiempo (hay una edición especial de Alfaguara colombiana al
cuidado del autor, de 1999): Los días azules, El fuego secreto,
Los caminos a Roma, Años de indulgencia y Entre fantasmas; la última
es una novela posterior a La Virgen de los sicarios llamada El desbarrancadero,
donde según las escuetas palabras del autor se trata de la
muerte de mi papá, de mi hermano y de la mía propia.
El prólogo a El río del tiempo, firmado por el crítico
colombiano Javier Murillo, es una introducción a la obra y a la
personalidad de Vallejo que vale la pena reproducir: Profundo conocedor
de casi todo (biología, medicina, música, gramática,
literatura), Vallejo puede darse el lujo de jugar con todo, de maniobrar
con gracia y desenfado en lo que se proponga. Con la misma facilidad y
la misma pasión con que ama, destruye. Barba Jacob, el mensajero
(1984) y Chapolas negras (1995) son biografías hijas de sus amores.
La primera es un texto hermoso y a la vez una investigación ardua
y rigurosa de todos los personajes que hizo de sí mismo Barba Jacob:
el poeta, el periodista, el pícaro que se escabulle de país
en país y de identidad en identidad. La segunda persigue como a
una sombra a José Asunción Silva y dibuja a la provinciana
Bogotá de finales del siglo XIX. Como le da la gana escribe Vallejo
esta biografía. En sus biografías hay veces en que parece
interesarle más su comentario que la información que lo
origina. Su falta de bibliografía y sus ataques directos a las
grandes figuras y apellidos nacionales desconciertan a algunos y parecen
ocultar la importancia de su investigación.
Reténgase, entre otros conceptos, el que afirma que con la misma
facilidad con la que ama, destruye, porque este rasgo de pasión
dialéctica marca a fuego la narrativa de Vallejo: la permanente
destrucción de una narración aparentemente objetiva
(algo de lo que el autor descree fervientemente) mediante digresiones
cargadas de una subjetividad que suele rozar el solipsismo más
desenfadado. Todos sus libros, a grandes rasgos, abrevan en la fuente
de esta pulsión de amor-odio.
EL EXISTENCIALISMO
DE PACOTILLA
Vallejo, desde su casa del DF, es amable y escueto para responder
preguntas. Siempre lo hace por escrito, a través del correo electrónico
(aunque se puede conversar con él amistosamente fuera del rigor
de la entrevista). Además, lo hace con una elegancia bien educada
que uno intuye a la distancia: amabilidad y delicadeza que no quitan que
sus respuestas sean estiletes agudos y filosos. Con la misma actitud participa
en las mesas redondas a las que a pesar de todo lo invitan, en las que
toma el micrófono para largar una o dos de sus frasesmisilísticas
y volver a llamarse a silencio, mientras las reacciones airadas empiezan
a desatarse a su alrededor, tomándolo muy en serio.
Cuando se le pregunta sobre la reacción de sus compatriotas ante
sus ataques, él parece resignado: no va a rectificarse de ninguno
de sus dichos, pero termina diciendo: Ya los perdoné en mi
corazón, como si le debieran una vieja deuda que, a decir
verdad, nunca terminará de saldarse. Dentro de sus relaciones de
amor u odio, es evidente que Medellín su ciudad natal
y sus habitantes ocupan un lugar de privilegio.
Cuando se le pregunta por los años de formación literaria
en su país, Vallejo refiere que viajó a estudiar a Bogotá:
Estudié dos años de Filosofía y Letras en la
Universidad Nacional y de Los Andes de Bogotá, donde ningún
profesor escribía ni sabía escribir. Lo que sé de
esto me lo enseñé yo solo escribiendo Logoi, que publicó
el Fondo de Cultura Económica de México y que trata de las
fórmulas y estructuras sintácticas de la prosa.
Sobre el clima intelectual de esos años de formación, recuerda:
El gran movimiento literario de Medellín y de Colombia en
mi juventud era el nadaísmo, un existencialismo criollo de pacotilla
en el que por lo demás no participé; en rigor no participé
en ése ni en nada. Cuando empecé a escribir, no tenía
un solo amigo escritor. De Colombia me fui a estudiar cine a Roma, al
Centro Experimental de Cinematografía. Perdí diez años
de mi vida con el embeleco del cine, un arte menor, si es que es un arte.
Pero para eso es la vida: para perderla.
Interrogado sobre sus relaciones con los escritores del boom dado
que su literatura parece construida al margen de ese fenómeno que
todavía hoy intenta perpetuarse en varios epígonos,
vuelve a disparar una de sus encantadoras provocaciones: Ninguno
de los escritores de esa mafia vale un carajo. Los que sí valen
estaban por fuera, como Borges y Mujica Lainez, el mejor prosista de este
idioma.
LA CAMA AMBULANTE
En los cinco libros que conforman El río del tiempo, Vallejo
va registrando los acontecimientos de su vida desde la infancia ya vuelta
utópica en la casa de campo de sus abuelos en las afueras de la
ciudad de Medellín, hasta los viajes del joven estudiante: a Roma
a estudiar cine (casualmente, como Manuel Puig), a Nueva York a vivir
la vida; entre ellas se da cuenta, en El fuego secreto, de los días
más salvajes de la juventud en Colombia, en medio de la bohemia
homosexual (usar la palabra gay para referirse a Vallejo suena totalmente
fuera de lugar) de Medellín, presidida por dos dioses paganos:
el impávido señor de las conciencias (el aguardiente)
y el humo de la santa paz que colma el gran silencio del alma
(la marihuana). Novela alucinante, sin dudas de lo mejor de su producción,
El fuego secreto quizás sea el humus sobre el cual se asentaría
unos años después La Virgen de los sicarios, aunque en ésta
el distanciamiento del narrador (a pesar de llamarse Vallejo, como en
todas) es mucho mayor.
Presidida por la célebre advertencia de Heráclito de Efeso
de que no volveremos a bañarnos en las aguas del mismo río,
El río del tiempo, sin embargo, no se hunde en la nostalgia por
el tiempo perdido. Frente a la fatalidad, parece querer expresar, sólo
queda recordar con ira.
El mundo que Vallejo recuerda retrospectivamente es tajante en su constitución,
inmodificable, tanto en el pasado como en el presente (el futuro, desde
luego, está anulado): los hombres se dividen en jovencitos (las
bellezas, los llama), cuya fecha de vencimiento no supera los diecisiete
años, y viejos de diecinueve o veinte hasta la muerte. Las mujeres
salvo las de la familia no cuentan para nada. El mundo de
Vallejo es, en este sentido, ciento por ciento masculino, a la manera
de una de las vertientes más duras de la literatura homoerótica,
como la de Genet. Con el tiempo, las bellezas desembocarán
en la primitiva figura del joven sicario, portador de una sexualidad intermasculina
que estabaprefigurada en esos jóvenes que llegaban del interior
colombiano a la gran ciudad buscando sexo y plata en las esquinas.
No mucho más que deseo o amor imposible es lo que generan estos
muchachos de Vallejo. Es interesante leer su literatura no sólo
a contrapelo del boom latinoamericano; aun hoy se la puede seguir leyendo
a contrapelo de la más aggiornada literatura gay, la que pone el
acento en las identidades sexuales. Vallejo parece tomar la sexualidad
como algo dado (o adquirido) desde la primera página hasta la última.
Así como un sicario no va a andar interrogándose sobre su
identidad sexual, tampoco lo hace Vallejo. Incluso en este sentido hay
un apartamiento de la escritura de Reinaldo Arenas, con quien puede pensarse
que Vallejo comparte la visión carnavalesca del sexo estallando
en los lugares más insospechados de la ciudad. Hay en El fuego
secreto una escena emblemática de la narrativa de Vallejo, en la
que recuerda las andanzas con su hermano Darío (el que volverá
a reaparecer, agonizando de sida, en El desbarrancadero):
Escándalo y oprobio de Medellín, rueda el Studebecker
cargado de bellezas y cervezas, con alegre complicidad. Un ventarrón
de libertad se levanta a su paso. La cama ambulante lo ha apodado esta
ciudad mendicante de alma ruin, para la que no hay mayor insulto que la
ajena felicidad. Todo la hiere, todo la ofende, todo la ultraja, nada
le complace como no sea el celibato de los curas y la desdicha ajena.
Arruínese usted, envenénese, fracase, y sólo así
saldrá de la punta de su lengua venenosa. Mientras mayor sea su
desgracia más feliz la hará. ¡Pero a quién
se lo vienen a decir! A mí, que no nací para consecuentar
ciudades, la indignación ciudadana me provocaba una verdadera embriaguez!
¡Maricas!, nos grita Medellín desde una esquina cuando nos
ve pasar: cuando cruzábamos en el Studebecker el barrio de San
Javier, una noche.
Esta forma de sexo (bellezas-viejos: la clásica pederastia en estado
casi puro) se repite en todos los tomos como la forma de relación
entre hombres que emana de la propia experiencia, siempre invariable a
lo largo de los años del río del tiempo, hasta
alcanzar, aunque sea en forma retórica, un punto de originalidad
máxima cuando el narrador-viejo se pregunta si se acostaría
con el muchacho que fue: De ese lejano niño y muchacho he
olvidado los rasgos. Cierro fuerte los ojos para verlos y no me veo. Si
el tiempo burletero me deparara un encuentro, ahora, con el muchacho que
fui, ¿me lo llevaría al matorral? ¿Por qué
no? Con otros me ha pasado así, que sin saber los repito. ¿Pero
se iría él conmigo? Interrogo al recuerdo, y desde su fondo
opaco me responde sonriente, alcahuete, que sí: ¡con cuántos
viejos no te acostaste, animal!.
Hecha de movimientos sinuosos, de fintas y de curvas, de permanentes deslices
y digresiones, el conglomerado narrativo de El río del tiempo es,
además, una obra que visiblemente se radicaliza en la medida en
que se avanza en la lectura, sobre todo en el salto de la primera a la
segunda novela (de Los días azules a El fuego secreto) y después
en el rabioso relato neoyorquino, Años de indulgencia. Hasta que
la entrada en el quinto relato, Entre fantasmas, marca el progresivo hundimiento
en la disgregación, algo así como la consecuencia final
de los efectos del tiempo, la desembocadura del río.
Vallejo, a su manera, explicita el sentido de lo autobiográfico
en este libro-río. El primer tomo empieza con un niño
que se da de cabezazos contra el piso porque el mundo no quiere hacer
su voluntad. Con esa misma escena termina el quinto y último. Ésa
es una obra autobiográfica y la escribí, entre otras razones,
para borrarme de la cabeza una infinidad de recuerdos que me la tenían
muy atascada y no me la dejaban funcionar. Lo cual no significa que me
haya mejorado, sigo más bien mal. Ya dije en varias ocasiones que
detesto al narrador en tercera persona, al pobre hijo de vecino que se
cree Dios Padre y sabe todo lo que pasa en la oscuridad de los cuartos
y de las conciencias. Yo sólo sé lo que me pasa a mí,
y a veces ni eso.
EL HONOR DE UN SICARIO
El tiempo efectivamente pasa. No nos bañamos dos
veces en el mismo río. Las bellezas se marchitan y cada vez hay
más motivos para quejarse del rumbo de las cosas. El viejo gramático
Fernando Vallejo vuelve a la ciudad natal y encuentra todo dado vuelta.
La violencia ha entrado en la categoría del absurdo. Todo queda
simbolizado en un cartel colgado a la entrada de una finca que reza (en
la película y en el libro) Se prohíbe arrojar cadáveres.
El mundo es aun mucho peor de lo que hubiera podido imaginar el ya escéptico
Vallejo de El río del tiempo.
La Virgen de los sicarios es un relato perfecto sobre la imposibilidad
de atrapar a las personas en identidades fijas. Más bien, Vallejo
retoma aquí la hipótesis de que los seres humanos devienen
fantasmas fugitivos. Y a no engañarse: no sólo los viejos
que han vivido lo suyo son fantasmas, o muertos vivos. Los muy jóvenes,
en verdad, ya empiezan a tener mucho de fantasmagórico por más
que fumen crack, escuchen música a todo volumen y den la impresión
de estar extremadamente vivos. La Virgen de los sicarios es un largo diálogo
entre muertos y, a la vez, un monólogo sin respuesta. Además
es un relato sombrío sobre la ciudad en la que transcurrió
la juventud de El fuego secreto y un relato trágico sobre la imposibilidad
del amor entre varones. Cuando el viejo profesor decide dar el dramático
paso de recuperar el amor del muchacho muerto (Alexis) en la figura del
muchacho que lo mató (Wilmar), ni siquiera va a tener ese consuelo
porque, cerrando el círculo, el muchacho asesino será a
la vez asesinado.
Quizás la película La Virgen de los sicarios pueda llevar
a algunos equívocos con respecto a la posición ideológica
y estética de Vallejo. El exceso de violencia en el film (multiplicada
en el libro, si se la mide en número de asesinatos) podría
ser interpretada como simbólica: un intento de parábola
de la realidad colombiana de la última década. Podría
creerse así que a Vallejo le interesa discutir el tema de la violencia
en Colombia (como puede creerse que por la sexualidad expresada en sus
libros le interesaría discutir el tema de la identidad sexual).
Estas suposiciones son, por lo menos, excesivas. Vallejo, una vez más,
remite a su experiencia personal cuando se habla de La Virgen de los sicarios
y no a la intención de sostener una posición sobre la sociedad,
el narco, la violencia, o algo que merezca un civilizado debate en una
mesa redonda. Vallejo (a contrapelo de la imagen que puedan tener de él
los colombianos) no parece ser un intelectual provocador sino un escritor
que dice lo que siente, sobre todo cuando se lo preguntan.
Lo que sí llama un poco la atención es que sea particularmente
tan duro al hablar de los sicarios (al fin y al cabo, ellos son bellezas
bien cotizadas): Un sicario es alguien que a duras penas sabe hablar.
¿Cómo se puede escribir entonces un libro sobre los sicarios
en primera persona? Se resuelve haciendo que sean el instrumento del narrador,
sostiene sin mucho sentimentalismo y menos populismo.
RISA Y MUERTE
En El desbarrancadero, el hermano Darío, con quien atravesaba
las noches de la juventud en la cama ambulante, se está muriendo
de sida en Medellín. Los dos hermanos, según la nomenclatura
biológica del autor, ya son viejos. Fernando viaja desde México
para llevarle un remedio o, en el peor de los casos, ayudarlo a bien morir.
La cubierta del libro es, como se informa en la edición colombiana,
una foto de Fernando Vallejo (a la derecha) con su hermano Darío,
foto tomada por su tío Argemito (son, desde luego, los dos
chicos de la tapa de este suplemento).
Hay demasiada muerte y demasiada risa en este nuevo episodio de la lucha
de Vallejo contra los fantasmas (un Vallejo que parece sobrevivir a todo,
incluso a la muerte de su adorada perra Bruja, que en la realidad, cuenta
por teléfono, lo sumió en una horrible depresión).
Pareciera un intento desesperante por abarcar los más diversos
registros de la muerte, desde la sensación de absurdo hasta el
grotesco, del más rancio sentimentalismo aldistanciamiento mediante
el humor negro. Decididamente es el libro más carnavalesco y deshilvanado
de Vallejo. Vuelven aquí los recuerdos de la juventud en la ciudad,
cada vez más brumosos. Vuelve el dedo índice a alzarse para
despotricar contra Dios y el Papa, los presidentes colombianos, Simón
Bolívar y los pobres que no quieren trabajar y sólo se reproducen.
Pero, sobre todo, vuelven las imágenes de disgregación de
la vida, que en las últimas imágenes del libro se disuelve
en la lluvia, en el recuerdo y en la nada.
Vallejo afirma que la vejez es la antesala de la nada, pero que a la vez
es lo único que le da a las personas una perspectiva amplia
del gran desastre que es la vida. Haber sobrevivido deja un tibio
consuelo al sobreviviente. Y un derecho. Sólo los viejos
tienen derecho a escribir, dice Vallejo, una vez más en el
borde de la provocación. Pero es parte de la vejez no querer
nada ni creer en nada, amplía. Y como al quinto tomo
ya estaba harto de El río del tiempo y de mi vida, que era lo que
contaba en la pentalogía, decidí terminarla matando a todos
los que había mencionado: abuelos, padres, amigos, primos, hermanos...
Pero resulta que, si bien el libro se acabó, yo no me morí
con él sino que seguí vivo. Vivo y desocupado. Entonces,
por llenar el tiempo, seguí con La Virgen de los sicarios y El
desbarrancadero y otros que no entraban en El río del tiempo porque
ése había quedado cerrado con un niño que se da cabezazos
contra el piso por su inconmensurable necedad. A lo que parece sigo vivo,
aunque no estoy muy seguro.
Condenado a seguir viviendo, aunque toda belleza perezca, Vallejo escribe.
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