Universidad
Popular Madres de Plaza de Mayo
ALBERTO R. BONNET
�Aniversario blindado: una década de peso convertible�
¿Debemos
ir agendando, para marzo próximo, un aniversario blindado?
En marzo del 2001, el peso convertible cumpliría una década
de vida, es decir, de estragos entre los trabajadores, y los organismos
financieros internacionales parecen querer asegurarse de que llegue a
su cumpleaños en buen estado de salud. Sería de muy mal
gusto, convengamos, homenajear un cadáver.
Pero ¿qué están intentando blindar los organismos
financieros? No simplemente el peso, por cierto, sino una hegemonía
que el gran capital no había alcanzado en la Argentina desde hace
medio siglo. ¿Y de qué blindaje se trata? No se trata del
blindaje de las armas, de la coraza de coerción de la que en alguna
ocasión hablara Gramsci, sino de un blindaje de dinero.
Recuperando una vieja propuesta de Roque Fernández, en efecto,
la administración aliancista solicitó al FMI, a la cabeza
de un consorcio que incluiría al BM, al Estado español,
a grandes bancos internacionales y las AFJP, una Línea de
Crédito Contingente por un total que ascendería según
la propaganda oficial a casi unos U$S 40.000 millones. Esto es,
un crédito a ser desembolsado en caso de aprietos financieros,
que funcione como reaseguro del peso. El acontecimiento es en sí
mismo importante porque pone en evidencia que la presente es la crisis
más grave que atravesó el peso convertible desde que fuera
inventado hace ya casi una década. Y además, por esa misma
razón, es un buen punto de partida para realizar un balance retrospectivo
de la naturaleza y la evolución de ese peso convertible. En qué
medida estamos escribiendo propiamente un balance, a propósito
del aniversario que se avecinaría, o un obituario, nadie puede
saberlo de antemano.
En
el principio fue la hiperinflación
Este blindaje del dinero, como el de las armas, acoraza una hegemonía.
Es preciso no realizar distinciones demasiado rígidas entre las
armas y el dinero, entre la coerción y el consenso, para entender
este asunto. Una distinción tajante entre coerción y consenso
puede servirnos a veces como punto de partida para resaltar la importancia
que revisten ciertos mecanismos ideológicos de ejercicio del poder.
Sin embargo, no debemos aferrarnos a esquemas dualistas que impidan el
reconocimiento de ciertos modos de violencia centrales para ese ejercicio
del poder que, no obstante, no descansan en poner las armas en la calle.
Un caso, caro a nuestra realidad política, es la violencia de origen
económico ejercida por el desempleo.
La modalidad específica de violencia que fundó la hegemonía
menemista es una de esas modalidades de violencia que no recurren a las
armas. Cuando hablo de la hegemonía menemista, me refiero a la
hegemonía montada sobre la Convertibilidad y que se prolonga algo
maltrecha hasta nuestros días, sin importar, naturalmente, si los
administradores del Estado pertenecen a las bandas justicialistas o radicales.
La violencia que fundó esta hegemonía es, pues, la violencia
hiperinflacionaria.
Sucede que la lucha de clases se expresa bajo distintas formas y el dinero
como recordara hace poco Holloway en este mismo suplemento
es una de esas formas. Siendo la inflación la expresión
de una lucha de clases desarrollada alrededor de los precios relativos,
los procesos hiperinflacionarios deben entenderse como grandes ofensivas
expropiatorias del capital contra el salario de los trabajadores. La particularidad
del proceso hiperinflacionario argentino que va de 1989 a 1991 radica
en que instauró un chantaje que sustenta desde entonces la hegemonía
menemista. Este chantaje consiste en poner a los trabajadores frente a
la siguiente disyuntiva: aceptar la paz monetaria basada en la Convertibilidad
o volver a la guerra inflacionaria previa. Tanto el artífice de
la paz monetaria como el comandante de la guerra inflacionaria, naturalmente,
coinciden en la figura de la gran burguesía, de manera que aceptar
el chantaje es reconocer el papel hegemónico de esa gran burguesía.
Esos procesos hiperinflacionarios no implicaron la convicción propia
del consenso (aunque generaron un ceñido consenso, chantaje mediante,
alrededor de la Convertibilidad) e implicaron violencia (aunque no sea
la violencia legítima monopolizada por el aparato represivo del
Estado). La violencia hiperinflacionaria es pues un modo económico
y privado de la violencia. Se diferencia de la violencia de Estado (del
genocidio a la maldita policía de todos los días) y también
de los constreñimientos normales de la acumulación capitalista
(como el desempleo arriba mencionado o el despotismo de los patrones en
los lugares de trabajo). Esta ambigüedad, modo de violencia sin sujeto
manifiesto o modo de violencia del dinero mismo, envuelve a la violencia
hiperinflacionaria en un aura mística particularmente eficiente
en cuanto a sus efectos de poder. Esta violencia es el modo de ejercicio
del poder que funda, en las condiciones específicas de la sociedad
argentina de la década de los 90, una nueva hegemonía
política.
Debemos enfatizar, para evitar malentendidos, que nos estamos refiriendo
a las condiciones específicas de nuestra sociedad en los 90. La
violencia armada de la dictadura militar entre 1976 y 1983, especialmente
en relación con las vanguardias sociales y políticas que
encabezaron las luchas clasistas desde fines de los años 60, sigue
siendo una condición de posibilidad insoslayable de esta hegemonía
y de la propia existencia del régimen democrático-burgués
en que se desenvuelve. Es imposible entender la existencia misma del alfonsinismo
y el menemismo prescindiendo de esa violencia armada, sistemáticamente
ejercida por el Estado, contra los trabajadores. Pero a la vez sería
un error suponer que esta violencia resulta una explicación suficiente
para todos los acontecimientos posteriores a 1983 y, en particular, para
la hegemonía menemista que aquí nos ocupa. Nos conduciría
a entender la transición hacia el régimen democrático
como un proceso armónico, pasando por alto la debacle económica
de la dictadura en la crisis de la deuda y su debacle política
en la derrota de la aventura de las Malvinas y en las movilizaciones democráticas
y de derechos humanos. Nos llevaría asimismo a menospreciar la
importancia de las luchas sociales desarrolladas durante el alfonsinismo
y los primeros dos años del menemismo. Y, especialmente, nos impediría
explicar sobre la base del desarrollo de la lucha de clases las diferencias
entre las políticas y los resultados del alfonsinismo y del menemismo.
Nuestra explicación quedaría reducida entonces a especulaciones,
propias de cierto progresismo, acerca de los supuestos perfiles
democrático del primero y autoritario del
segundo. Las consecuencias políticas serían lamentables.
Toda hegemonía supone, necesariamente, una alteración en
las relaciones de fuerzas entre las clases y las relaciones de fuerza
específicas emergentes del alfonsinismo debieron ser radicalmente
transformadas por los procesos hiperinflacionarios para elevar esta nueva
hegemonía menemista.
Debemos precisar asimismo el sujeto de esta hegemonía. La fracción
burguesa que encabeza esta hegemonía es una gran burguesía
constituida por un puñado de grandes capitales con intereses diversificados
en la producción agropecuaria e industrial, los servicios y las
finanzas. Esta gran burguesía es un engendro del proceso de concentración
y centralización del capital iniciado en la década de 1970,
que tuvo sus hitos fundamentales en los programas de promoción
industrial desde la década de 1960, la especulación financiera
a partir de la reforma de 1977 y el proceso de privatizaciones iniciado
en 1989, y que se trasnacionalizó crecientemente durante dicho
proceso. Entender esto es importante, a su vez, para evitar que los supuestos
capitalistas nacionales criados durante el proceso de industrialización
sustitutiva sean librados de culpa y cargo en el proceso a la hegemonía
menemista. La Convertibilidad, por lo demás, lograría encolumnar
a toda la burguesía detrás de éstas, sus fracciones
más concentradas, hasta un punto en que las fracciones subordinadas
resultaron completamente incapaces de articular un proyecto alternativo.
El poder del dinero
Ahora bien, nuestra vinculación entre hiperinflación
y hegemonía menemista puede resultar un poco extraña. Uno
puede preguntarse: ¿qué sentido tiene decir que los procesos
hiperinflacionarios son un modo de violencia? Y más aún:
¿qué sentido tiene decir que una política monetaria,
la Convertibilidad, constituye el eje de una nueva hegemonía?
Alguien puede incluso entusiasmarse y reclamar que no se mezclen las cosas
y que los asuntos económicos se mantengan separados
de los políticos en nuestros análisis. Pero
aceptar esto último equivaldría a conceder demasiado terreno
al enemigo. Los asuntos económicos seguirían
entonces en manos de tecnócratas (doctorados en ignorancia por
la Universidad de Chicago, por ejemplo) y los asuntos políticos,
en manos de los punteros (aggiornados por las agencias de marketing, por
supuesto). Todo esto debería ser obvio, pero las mistificaciones
de la propaganda neoconservadora calaron tan hondo que ya no sorprende
encontrar intelectuales críticos aceptando ingenuamente que una
cosa es la política y otra, la economía.
Las preguntas anteriores, sin embargo, son legítimas y merecen
una respuesta. Decimos que los tres procesos hiperinflacionarios que se
desarrollan entre febrero de 1989 y marzo de 1991 son un modo de violencia
porque constituyeron una expropiación masiva de los trabajadores.
Los precios aumentaban a diario (114 por ciento en junio y 199 por ciento
en julio de 1989), la capacidad adquisitiva de los salarios se deterioraba
hasta esfumarse (el salario real descendió un 35 por ciento acumulado
entre abril y julio) y el desempleo se disparaba hasta niveles inéditos
(15 por ciento en mayo). Masas de trabajadores se vieron obligados a lanzarse
al asalto de los supermercados para alimentar a sus familias.
Es cierto que los trabajadores somos expropiados a diario en nuestros
puestos de trabajo, pero esta expropiación hiperinflacionaria es
propiamente extraordinaria una suerte de acumulación originaria
reiterada, podríamos decir con Bonefeld. Ella no responde
a los mecanismos cotidianos de explotación que operan en nuestros
puestos de trabajo, sino a la expropiación del poder adquisitivo
del salario en el mercado mismo. Y, además, ella es incompatible
en el largo plazo con la propia continuidad de la acumulación capitalista.
Acaso pueda entreverse ahora por qué podemos decir que la política
monetaria que estabilizó el poder adquisitivo de la moneda, el
Plan de Convertibilidad, constituye el eje de una nueva hegemonía.
La política monetaria que lograra rescatar la moneda de la catástrofe
hiperinflacionaria parecía destinada de antemano a gozar de un
amplio consenso pasivo. Pero la capacidad de una política monetaria
de generar consenso radica en razones mucho más profundas.
En efecto, la política monetaria opera sobre el dinero y el dinero
es un elemento central y constitutivo de las relaciones sociales bajo
el capitalismo. La transformación de todas las relaciones
en relaciones de dinero (Marx), esto es, la mediación de
las relaciones sociales a través del dinero, desempeñó
ya un papel clave en la transición histórica hacia el capitalismo.
La mediación del dinero desempeña desde entonces un papel
decisivo en el reconocimiento social de nuestros trabajos privados en
el mercado de manera que, en el marco del capitalismo, nuestro nexo con
la sociedad lo llevamos con nosotros en el bolsillo (de nuevo
Marx). Operar políticamente sobre el dinero es así, en síntesis,
operar directamente sobre las relaciones sociales mismas.
La disciplina del peso convertible
La continuidad de la administración menemista durante una
década, con la profunda reestructuración capitalista que
impusiera, y la continuidad que caracterizó la transición
reciente hacia una administración aliancista serían realidades
incomprensibles si no se tuviera en cuenta esta hegemonía. Sería
incomprensible, por ejemplo, un acontecimiento como la reelección
en octubre de 1995 de un gobierno que había desmantelado drásticamente
el Estado populista con sus privatizaciones, que había desregulado
de hecho el mercado de trabajo, elevando los niveles de desempleo a alturas
inéditas, que había desregulado los mercados de capitales
sometiendo la economía a los flujos y reflujos del capital financiero,
que había desarrollado políticas de recomposición
de las ganancias congelamiento de salarios, reducción de
cargas patronales, impuestos regresivos aún más brutales
que las reaganianas, etc.
Pero ¿en qué consiste esta hegemonía? La hegemonía
menemista descansa sobre la capacidad disciplinante del peso convertible.
El capitalismo argentino se desarrolló durante medio siglo de manera
inflacionaria, atravesando ciclos expansivos con alza creciente de los
precios interrumpidos, periódicamente, por planes de ajuste recesivos
destinados a controlar la inflación. El valor del dinero estaba
entonces sometido a las luchas entre patronales y sindicatos y, hasta
cierto punto, la inflación era admitida como parte de las reglas
de juego vigentes para la integración de clase.
El menemismo aspiró, en cambio, a sustraer el dinero de la lucha
de clases para intentar utilizarlo permanentemente como un arma de disciplinamiento
de la sociedad en su conjunto. Esta estrategia, naturalmente, no era de
marca registrada en La Rioja. Se trataba de la esencia de la respuesta
neoconservadora a la crisis estanflacionaria del capitalismo keynesiano
de posguerra a escala mundial. El empeño monetarista en restringir
la cantidad de dinero las políticas iniciales de Thatcher
y Reagan y, una vez fracasado, la jugarreta de instaurar bancos
centrales independientes como el Bundesbank y ahora el Banco Central
Europeo son sus principales manifestaciones. Podría decirse
entonces que la hegemonía menemista contiene implícitas
nuevas reglas de juego, las reglas de una disciplina dineraria que encadena
los salarios a la productividad del trabajo y somete las ganancias de
la mayor parte de los capitalistas a los márgenes permitidos por
los precios internacionales.
Los primeros años de vigencia del peso convertible (de 1991 a fines
de 1994) fueron en cierto sentido años de bonanza.
Se caracterizaron por la expansión económica, una expansión
en parte ficticia, resultante del ingreso de capitales externos debido
a las altas tasas de interés locales y a las oportunidades de ganancias
extraordinarias abiertas por las privatizaciones, pero también
en parte real, debida a la recuperación de la inversión
productiva y al aumento del consumo a crédito de los sectores medios
y altos de la sociedad. A lo largo de esos años, la hegemonía
menemista fue consolidándose paso a paso, pues la disciplina del
peso redundaba para los trabajadores empleados en unos salarios relativamente
estables en su capacidad de compra y en un restablecimiento del crédito
y, para los capitalistas, en unas ganancias que podían incrementar
por medio de una brutal racionalización del trabajo.
Pero la Convertibilidad había puesto en marcha en realidad una
desesperada carrera del peso detrás del dólar, una carrera
que como invirtiendo aquella famosa paradoja de Zenón
permanecía oculta tras la aparente estabilidad debida a la Convertibilidad
por ley del peso en dólar. Esto no significa por supuesto,
dentro de ciertos límites que el peso no fuera convertible
ni que no hubiera estabilidad alguna. Significa más bien que, en
abril de 1991, se inició una carrera cuya meta consiste en la mutación
de la Convertibilidad por ley en una convertibilidad sustentada en unos
niveles sin precedentes de productividad y de competitividad de la economía
argentina en el mercado mundial. La convertibilidad del peso, en otras
palabras, no puede descansar indefinidamente sobre la ley 23.928, sino
que debe ser sustentada por una explotación sin precedentes del
trabajo.
El Plan de Convertibilidad como dejara entrever el propio Cavallo
en numerosas oportunidades es entonces mucho más que una
mera política antiinflacionaria. Es en verdad una política
de disciplinamiento social generalizado que opera con la estabilidad monetaria
como una de sus herramientas centrales. Es una política que apunta
a incidir sobre el comportamiento económico de las clases, forzando
al conjunto de los trabajadores a incrementar su productividad a riesgo
de ver reducidos sus salarios o quedar desempleados, obligando a las fracciones
subordinadas de la burguesía a reconvertirse bajo amenaza de quiebra,
prohibiendo a ambas clases, en definitiva, dirimir su antagonismo de una
manera inflacionaria en la esfera distributiva. Desregulación interna
y apertura externa mediante, la Convertibilidad se convirtió así
en una carrera coercitiva que descalifica como incompetente a una porción
cada vez mayor de sus participantes: en primer lugar, a los trabajadores
desocupados, subocupados y ocupados en las más variadas y degradantes
condiciones de precariedad del trabajo.
Ahora bien, el peso se mantuvo convertible, durante estos diez años,
en gran medida gracias al ingreso de dólares derivado de las privatizaciones
y de un endeudamiento externo siempre creciente. Pero es sabido que ambas
fuentes de ingreso de dólares tienen límites: la casi totalidad
de las privatizaciones viables ya ha sido realizada y la disponibilidad
de financiamiento externo que acompañó los primeros años
de la Convertibilidad está sometida a los vaivenes de los mercados
financieros internacionales. Hubo ciertamente un aumento en la productividad
del trabajo, pero esta mayor productividad apenas se tradujo en un crecimiento
significativo de la competitividad, debido a la persistente sobrevaluación
del peso. La sobrevaluación del peso, atado a un dólar en
permanente revaluación respecto de otras monedas debido a la expansión
de la economía norteamericana, arrojó como saldo, entonces,
un masivo proceso de importaciones y un creciente déficit comercial
que mina el mantenimiento de la Convertibilidad.
Así es como, desde mediados de 1994, aquel cuadro de bonanza empezó
a cambiar. La corrida motivada por la devaluación mexicana de diciembre
ratificó este cambio: habían comenzado los años
malos de la Convertibilidad, que se prolongarían, casi sin
solución de continuidad, hasta nuestros días. Pero la disciplina
del peso significa algo muy diferente en tiempos de recesión. Significa
tendencias deflacionarias, recortes en los salarios nominales y desempleo
galopante, consecuencias sociales que apenas podrían ser comparadas
con las secuelas de la crisis del 30.
La carrera del peso
La carrera del peso se iría convirtiendo poco a poco, desde
entonces, en una carrera en piloto automático hacia ninguna parte.
Y esto acarrearía importantes consecuencias en relación
con la situación política.
A pesar de que la administración menemista pudo sortear con éxito
la sacudida de la crisis mexicana de 1994-95, el mantenimiento del peso
convertible exigiría desde entonces una mecánica de ajustes
recesivos que suscitarían una resistencia creciente de parte de
los trabajadores, generaría permanentes divisiones en la burguesía
y limitaría severamente la capacidad de maniobra del Estado. Ya
sería reveladora de este cambio de situación, vista retrospectivamente,
la crítica coyuntura de mediados de 1996: el ajuste del 17 de julio,
la movilización del 26 de julio y el paro nacional del 8 de agosto,
y la renuncia de Cavallo.
El progresivo desmembramiento de los proyectos de re-reelección
de Menem, que fue acompañado por incontables luchas facciosas en
el interior del PJ, y el comienzo de una restauración del bipartidismo
inherente a la conformación de la Alianza entre el Frepaso y la
UCR para las elecciones legislativas de 1997 deben analizarse en este
contexto. La administración menemista parecía cada vez más
agotada en su capacidad de mantener la iniciativa política. Las
clases dominantes reclamaban un recambio de administradores, siempre sobre
la base de la hegemonía alcanzada, para enfrentar las tareas que
la nueva etapa impondría. Y la Alianza, desde luego, estaba presta.
La incorporación de la flexibilización laboral en su programa
económico por parte de Machinea (Clarín, 8/8/97) y las declaraciones
de sus principales dirigentes, De la Rúa y Alvarez, intentando
subordinar las crecientes luchas sociales esto es: el paro del 14
de agosto y los cortes de ruta y numerosas puebladas del interior
a los mecanismos democrático-parlamentarios (Clarín, 11/8/97)
eran reveladoras en este sentido.
La Alianza se presentaba entonces como representante político de
un programa de reformas de segunda generación, esa
especie de correctivo, diseñado por el BM presidido por Wolfenshon
en Montevideo en julio de 1997, de las reformas neoliberales impulsadas
por los mismos organismos durante los 80. Es decir, un programa que emparchara
las reformas realizadas por la administración menemista con algunas
medidas ante el desempleo, de regulación de los servicios públicos
privatizados, de apoyo a las pymes, etc. Aspiraba así a inscribirse
en una ola más amplia de ascenso al gobierno de fuerzas posneoconservadoras,
que tenían en Clinton y Blair sus referentes centrales y que en
Latinoamérica adoptaba la modalidad de una reconstrucción
del bipartidismo mediante la formación de coaliciones opositoras
para hacer frente, a la manera mexicana o boliviana, a los partidos hegemónicos.
La capacidad de semejante programa para canalizar los reclamos sociales
generados por las consecuencias de la reestructuración capitalista
en curso, naturalmente, quedaba por verse. Pero más aún.
También quedaba por verse la propia compatibilidad entre dicho
programa de reformas y un peso convertible que, sumido en los avatares
de la recesión desatada por la crisis iniciada a mediados de 1997
en el sudeste asiático y sus repercusiones en Brasil, reclamaba
un ajuste tras otro para seguir sobreviviendo.
Y no resultaron compatibles. En este marco, las elecciones de 1999 constriñieron
a los candidatos burgueses a disputar simplemente acerca de quién
representaba con mayor fidelidad la continuidad de la administración
menemista. Menem debía ser re-reelecto. La cuestión a dirimir
en la elecciones era si debía serlo disfrazado de De la Rúa
o de Duhalde. Y durante la campaña electoral se evidenció
que el disfraz de De la Rúa le sentaba mucho mejor. En efecto,
a Duhalde se le ocurrió incorporar una prenda a su vestuario que
no le sentaba, ni a sí mismo ni a Menem, a saber: la renegociación
con los acreedores de la deuda externa. La gran burguesía nativa
y foránea que comanda el crédito respondió de inmediato:
shock bursátil y massmediático, derrumbe en las encuestas
y adiós disfraz duhaldista (véase Página/12, Suplemento
Cash, 24/10/99 y Ambito Financiero, 26/10/99).
Nada. Claro que no el desmantelamiento de la Convertibilidad y la reestructuración
capitalista encarada por Menem. Pero tampoco su continuidad acompañada
de correctivos propios de la cosmetología del Banco Mundial. Ni
siquiera un retroceso de la corrupción (coimas a los senadores),
del circo (Antonito y Shakira en Miami) y del cinismo (los pobres no se
preocupan por el aumento de los boletos porque andan a pie) propios del
menemismo. Nada diferenciaría a la administración aliancista.
Salvo, quizás, esa suerte de incapacidad congénita para
el gobierno con la que parecen cargar desde siempre los radicales.
La carrera del peso en piloto automático es, no obstante, el hilo
de Ariadna de esta continuidad entre administraciones. En un contexto
recesivo que suma ya 30 meses, con un virtual estancamiento del producto,
deflación, retroceso de la inversión y el consumo, caída
de los salarios nominales, ascenso del desempleo y déficit galopantes,
la carrera del peso convertible redujo la capacidad de maniobra del gobierno
aliancista hasta el absurdo. Su política a lo largo de su primer
año de existencia puede hoy sintetizarse en una fórmula
simple: Ajustar, reprimir si es necesario, y esperar.
El peso blindado
Uno no puede, pues, dejar de preguntarse: ¿qué están
esperando los administradores aliancistas? Una respuesta, que puede resultar
sorprendente a primera vista, pero que no necesariamente es disparatada,
sería que no tienen ni la menor idea. Otra respuesta, si atendemos
a las declaraciones diarias de Machinea, es que esperan la recuperación.
Una y otra respuesta son equivalentes, por supuesto, siempre que no se
especifiquen las medidas y las condiciones que deberían reunirse
para alcanzar dicha recuperación. Sea como fuere, la administración
aliancista sigue esperando, y ajustando.
Pero cada día parece quedarse más sola en su espera y en
sus ajustes. Los mercados financieros, las calificadoras de riesgo y las
consultoras se fueron volviendo cada día más impacientes
y más susceptibles acerca de la verdadera capacidad del Estado
argentino de honrar su deuda externa. El pago de una deuda externa, cuyos
vencimientos, entre capital e intereses, ascenderían a unos U$S
26.500 millones durante el 2001, comienza a parecerles incompatible con
la preservación de la gobernabilidad por parte de un
gobierno aliancista cada día más desprestigiado. Es revelador,
en este sentido, el hecho de que el anuncio del tercer ajuste aliancista,
a mediados de noviembre, no haya impedido que Moodys y Standard
& Poors revisaran hacia abajo sus perspectivas sobre el riesgo-país
argentino (véase Ambito Financiero, 22/11/00), ni que los spreads
de los fondos levantados en la segunda quincena superaran entre 500 y
600 puntos a los vigentes un mes antes. Los funcionarios de los organismos
financieros internacionales, mientras tanto, vislumbran escenarios de
conflictos sociales y default y comienzan a probarse de nuevo sus trajes
de bomberos (véase Página/12, 16/11/00).
Las cosas, desde luego, no andan mejor por casa. La Alianza atraviesa
una profunda crisis (Alvarez renuncia; Alfonsín rezonga) y un amplio
desprestigio (De la Rúa toca fondo en las encuestas). La UIA aprende
a mostrarse indignada ante las presiones de los ajustes fondomonetaristas
(véase por ejemplo la nota de Rial en Clarín, 15/11/00).
Los burócratas sindicales oficialistas de cualquier gobierno de
turno también se acuerdan de protestar (el reportaje a Daer en
Página/12, 27/11/00, es un buen ejemplo). Y la Iglesia, ahora,
manda oradores a los actos de Moyano.
En todo este espectáculo puesto en escena por los dueños
del orden y sus lacayos pueden descubrirse los indicios, cada vez más
notorios, de una posible desintegración de la hegemonía
que construyera el menemismo alrededor del peso convertible. Los aliancistas
hicieron todos los deberes que les mandaron para gozar de las ventajas
de esa hegemonía y, sin embargo, parece que no podrán hacerlo.
Llegaron tarde a la fiesta.
Pero es necesario a esta altura que seamos nosotros los que nos preguntemos:
¿hacia dónde vamos? ¿Hacia dónde nos conduce,
en definitiva, esta carrera en piloto automático del peso convertible?
La respuesta más sencilla es, naturalmente, que conduce hacia la
muerte del peso convertible en medio de una crisis financiera tanto o
más grave aún en sus consecuencias que la crisis de la deuda
externa abierta en 1982. La tendencia hacia una crisis financiera semejante
es, en realidad, inseparable de la manera en que se desarrolla la carrera
del peso convertible desde que la naturaleza recesiva inherente a la Convertibilidad
se pusiera de manifiesto con la crisis mexicana de 1994-95. La única
novedad radica, en esta coyuntura, en que esa tendencia puede materializarse,
no sólo a partir de un shock causado por una crisis en los mercados
financieros internacionales como podría haber sucedido cuando
las crisis mexicana y brasileña, sino también a partir
de acontecimientos internos, y desde aquí extenderse a su vez hacia
los mercados financieros internacionales. El establisment ya está
previendo esta posibilidad. Podemos suponer incluso que ya debe haberla
bautizado, digamos, como el efecto caña Legui o alguna
tontería semejante.
Las consecuencias para los trabajadores, en términos de empleo
y salarios, de que semejante crisis financiera estalle en el seno de una
economía recesiva como la nuestra, son sin más impredecibles.
Ni siquiera la profunda depresión en que se hundió la economía
mexicana tras la devaluación del peso en diciembre de 1994 puede
servirnos de referente, porque, a diferencia de la argentina, la economía
mexicana venía de un sostenido proceso de expansión y contaría
con el marco del Nafta para su posterior recuperación.
Pero también puede suceder que aquella tendencia no se materialice.
Las respuestas posibles a nuestras preguntas podrían ser, en ese
caso, que la carrera del peso convertible desembocará en su muerte
en el dólar, en la dolarización, o que no conducirá
hacia ninguna parte y seguirá siendo oxigenada mediante intervenciones
de los organismos financieros internacionales en espera de una recuperación,
el blindaje.
La propuesta de la dolarización fue presentada en sociedad por
Menem, durante la segunda quincena de enero de 1999 y en medio de las
repercusiones reales y eventuales de la crisis brasileña
y de la devaluación del real, aunque ya la venían evaluando
en otras latitudes. Y ganó un nuevo impulso con la experiencia
ecuatoriana un año más tarde. Esta dolarización,
que suprimiría los riesgos de crisis cambiaria, no significaría
en verdad sino empujar hasta sus últimas consecuencias la propia
convertibilidad ya existente entre el peso y el dólar. Si revistamos
detenidamente las huestes azules de la Campaña del Desierto, y
en caso de que aún podamos acceder a algún billete de ese
monto, acaso descubramos la cara verde de Washington. Pero esto no significa,
de ninguna manera, que una dolarización completa carecería
de consecuencias para los trabajadores. Ella consolidaría y tendería
a perpetuar todos los mecanismos de disciplinamiento de los trabajadores,
propios de la Convertibilidad, que mencionamos antes. Ella pondría
en marcha una nueva expropiación masiva de los trabajadores parecida
a la hiperinflacionaria si, como en el caso ecuatoriano, fuera acompañada
por una devaluación.
Sin embargo, la dolarización no parece gozar aún de suficiente
consenso en algunas fracciones de las clases dominantes argentina y norteamericana.
Parece restar entonces y es propiamente eso: un resto la posibilidad
de que la carrera del peso siga adelante, por lo menos durante algún
tiempo, gracias a las intervenciones de unos organismos financieros internacionales
que no quieren cargar con el desprestigio derivado del fracaso de otro
de sus países-modelo y que, sobre todo, habida cuenta
de la experiencia acumulada durante la década de los 90, no quieren
encontrarse ante una nueva crisis financiera mundial cuyas consecuencias
amenazan ser aún más catastróficas que las precedentes.
El blindaje del peso apunta en este sentido. El cuerpo de bomberos internacionales
encabezado por el FMI parece haber optado por manguerear la Convertibilidad
argentina antes de que se inicie su incendio. En efecto, el blindaje no
significa sino un salvataje de los organismos financieros internacionales,
como el operado en México en 1995 o en Brasil en 1998, pero avant
la lettre y por ende encubierto. Mientras tanto, el gobierno aliancista
sigue esperando la recuperación y, de vez en cuando, auscultando
ansioso el cielo.
Los trabajadores, en cambio, no tenemos nada que esperar del peso convertible,
sus cajeros y sus bomberos, como no sea mayores niveles de explotación
y desempleo. Nada tendremos para festejar en marzo del 2001, en caso de
que el peso homenajeado siga vivo y que alguien quiera festejar su aniversario.
Pero tampoco tenemos mucho que esperar de una devaluación del peso
que apunte en el sentido de una resurrección del viejo modelo populista.
Después de una década de acelerada reestructuración
capitalista en la Argentina, apenas si queda alguna ruina de los templos
populistas del pasado. Su reconstrucción, suponiendo que siga siendo
posible en el marco del capitalismo contemporáneo, sería
una tarea extremadamente difícil.
Pero mucho más importante aún pues no vamos a aceptar
que sean las dificultades y ni siquiera las imposibilidades las que decidan
nuestros proyectos políticos, se trataría de una tarea
decididamente reaccionaria. La nostalgia neopopulista o primordialista,
como diría Negri, que en cada crisis renace como los hongos
en los rincones, es sencillamente reaccionaria. Sus nuevas entregas de
la vieja mitología populista, poblada ahora de estados-nación
protectores que enfrentan a los capitales globales, de heroicos empresarios
nacionales, usualmente pequeños y no obstante muy productivos,
que pugnan contra los especuladores foráneos, entre tantas otras
bestias exóticas, huelen a humedad y no saben a ninguna gloria.
Sería mejor, entonces, decidirse a avanzar. ¿Hacia dónde?
En verdad, no lo sabemos y no tenemos ningún inconveniente en reconocer,
como los zapatistas, que preguntando caminamos. Pero recordemos
que no caminamos solos. Los zapatistas, está claro, caminan con
nosotros. Y también caminan con nosotros los campesinos brasileños,
los indígenas ecuatorianos, los obreros coreanos. Y también
caminan con nosotros en Seattle, en Praga, en Londres y en tantos otros
sitios.
Al capital y sus sirvientes comienza a preocuparles nuestra marcha. Enhorabuena.
Sigamos caminando.
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Licenciado en Filosofía y Master en Economía UBA. Docente
de la UBA, UNQ y de la Universidad Popular Madres de Plaza de Mayo
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Universidad
Popular Madres de Plaza de Mayo
Rectora: Hebe de Bonafini
Director Académico: Vicente Zito Lema |
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