Universidad
Popular Madres de Plaza de Mayo
ENRIQUE CARPINTERO
�Una democracia con la alegría de lo necesario�
Nos
enfrentamos a una especie de apuesta de Pascal: supongamos lo peor y seguramente
llegará; comprometámonos a luchar por la libertad y la justicia
y su causa podrá avanzar.
Noam Chomsky
Todo encantamiento
ha terminado: con ello el reino de la posibilidad reside por entero en
nuestras comunes y potentes manos.
Tony Negri
Hay
ciertas expresiones que son reveladoras al manifestar un contenido que
excede su intención. Nuevamente ha adquirido prestigio el concepto
de utopía, constituyéndose en uno de los lugares comunes
de un pensamiento que pretende transformar a la sociedad. Las enseñanzas
que nos ha dejado el siglo XX, al realizarse en nombre de la utopía
diferentes barbaries totalitarias, no deberían conducir a la valoración
de un aliento utópico. Este es un camino tan equivocado
como el de quienes desde un supuesto realismo político
terminan admitiendo las propuestas del capitalismo neoliberal.
Este éxito de la utopía se debe a su capacidad para
expresar una protesta de la subjetividad, un deseo inalcanzable e ilimitado
de otra cosa, de jugar el papel de una metáfora metafísica
llena de exaltación. Fe en el destino, en el progreso, en la historia,
en un salvador externo derivado del curso de las cosas. Es la sublimación
de un tiempo final (Juan Manuel Vera, 1999). Esta vertiente religiosa
de la utopía se afianza en la idea de la salvación y en
el retorno a una edad de oro cuya fuente la vamos a encontrar
en mitos arcaicos.
De esta manera pretendo dar cuenta de este tema sin apartarme de lo que
es mi práctica como psicoanalista. Por ello destaco la singularidad
de cada individuo en cuanto sujeto de un aparato psíquico sobredeterminado
por lo inconsciente, donde la utopía se inscribe en una trama narcisista.
Su resultado es el encuentro con lo imposible. Para ello voy a actualizar
algunas ideas que he escrito en diferentes artículos. Comenzaré
con la historia de este concepto tan antiguo como el ser humano. Solamente
me voy a limitar a destacar algunas de sus características, las
que definen lo central de su contradicción: depositar la esperanza
en un lugar imposible de ser realizada.
La utopía como porvenir de una ilusión
La mayoría de las religiones y las cosmogonías suponen
que en el principio de los tiempos la humanidad vivía en una felicidad
completa. Su origen lo podemos encontrar en los primeros textos sumerios,
donde se describe una legendaria Edad de Oro. La proyección de
este mito no se produce hacia el pasado sino hacia el futuro en tiempos
difíciles y críticos, imaginando un lugar en el mundo donde
vivir con una felicidad completa. Esta es la base imaginativa de las utopías
que se establecen ajenas al devenir de la historia.
La primera utopía la concibió Platón (428-347 a.
de C.) en La República. Allí afirma: Mi República
existe sólo en nuestra idea, puesto que no está en parte
alguna de la tierra, por lo menos como yo la imagino. Pero en el cielo
hay, probablemente, un modelo de ella.
San Agustín (354-430) escribe La ciudad de Dios. En el siglo XVI
Tomás Moro inventa una isla a la que llama Utopía. Francis
Bacon (1561-1626) redacta La nueva Atlántida. Es en este siglo
que se escribieron además dos utopías famosas, Cristianápolis,
del alemán Andrae y La ciudad Sol, del italiano Campanella. Mientras
en la Edad Media la utopía era traer el paraíso a la tierra,
en el siglo XVIII se la trataba de poner en práctica a través
de diferentes experiencias, como las utopías pedagógicas.
La más importante fue el Emilio, de Juan Jacobo Rousseau.
La Revolución Francesa (1789-1799) se consolidó con la victoria
exclusiva de la burguesía. La desilusión que provocó
en los sectores trabajadores tuvo como consecuencia la aparición
de los socialistas utópicos. El primero de ellos fue François-Noel
Babeuf. Luego le siguieron Saint-Simon, Charles Fourier y Robert Owen.
Es en esta perspectiva que Etienne Cabet escribe su Viaje a Icaria. Marx
y Engels se ocuparon en varios escritos de los socialistas utópicos,
alabando la crítica que hacen de la sociedad existente, pero acusándolos
de que sólo proponían ideales de sociedad abstractos, olvidando
el marco histórico concreto. Por el contrario, ellos se opusieron
a profetizar una futura sociedad socialista, ya que ésta era imposible
de prever.
A medida que en la civilización occidental la ciencia y la técnica
se desarrollan, las ciudades se transforman en megalópolis; se
realizan nuevos descubrimientos y la clase obrera entra en la escena histórica;
aumentan las críticas a la sociedad y se escriben numerosas novelas
utópicas. De estas últimas, las más importantes son
Una utopía moderna, de H. G. Welles; Un mundo feliz, de Aldous
Huxley que también es una antiutopía feroz contra
el progreso científico, y 1984, de G. Orwell.
Así, si la novela utópica fue la forma de desarrollar un
pensamiento crítico, las grandes novelas antiutópicas del
siglo XX permitieron el desarrollo de una crítica contra las consecuencias
de querer llevar adelante las ilusiones utópicas. En estas antiutopías
aparece un testimonio contra los totalitarismos modernos, la desconfianza
al desarrollo y la aplicación de las nuevas tecnologías.
Es evidente que estos textos se construyen en un siglo cuya peculiaridad
fue la destrucción: las dos guerras mundiales, los genocidios,
los fascismos, los campos de exterminio nazi, el Gulag del colectivismo
estalinista, Hiroshima, Nagasaki, Corea, Vietnam, el genocidio camboyano,
la guerra del Golfo, Bosnia, cientos de pequeñas guerras, las grandes
hambrunas africanas y del resto del tercer mundo en el siglo de mayor
abundancia en la historia de la humanidad.
El sueño de la razón produce monstruos
Es Quevedo quien traduce con claridad el término utopía
como no hay tal lugar. En lengua griega la partícula
u significa no, y topía, lugar.
Este no lugar también puede ser entendido como lugar perfecto.
Las características de la ciudad utópica son desarrolladas
por textos aparecidos en diferentes épocas y varían según
los rasgos particulares de cada período histórico, aunque
hay una constante que podría definir un modelo del pensamiento
utópico.
François Laplantine, en su estudio de la utopía como voz
de la imaginación colectiva, señala que este modelo está
centrado en tres aspectos:
a) La búsqueda de la perfección absoluta: ésta es
alcanzada de una vez y para siempre. La planificación rige todas
las áreas de la vida, ya que todo se ha previsto por anticipado.
De esta manera los hombres no tienen capricho alguno. Se organiza el trabajo,
el comercio, la información, la higiene, el descanso, el vestido,
los valores morales, las relaciones sexuales, el recreo, etc. Es decir,
los hombres deben ser sumisos y obedientes, y reprimir el sueño
la
colmena y el cuartel, donde impera el fanatismo del orden.
b) Anulación de lo que diferencia y personaliza en el sujeto: la
organización está puesta al servicio de que no quede fuera
el más mínimo detalle. De esta forma se nivelan a todos
los individuos, convirtiéndolos en piezas anónimas de una
máquina supuestamente perfecta.
c) Conformismo anti: las construcciones utópicas nunca
son una alternativa al orden establecido. Invierten la sociedad ambiente
y representan la imagen negativa que esa sociedad se devuelve a sí
misma. La ciudad de Tomás Moro es una anti-Londres. Esos escritores,
en su mayoría matemáticos y filósofos, se apropiaron
definitivamente del Saber, la Certidumbre y la Totalidad al imaginarse
una ciudad de felicidad en un mundo perfecto. De este modo pretendían
liberar al hombre de su deseo y de su angustia en tanto sujeto finito,
pero terminaron construyendo ciudades Estado semejantes a cárceles,
donde el hombre es transformado en una hormiga inteligente.
Hubo varios intentos de realizar la utopía. El descubrimiento de
América brindó a los europeos la posibilidad de encontrar
la utopía. En cambio se enfrentaron a civilizaciones cuya relación
con la naturaleza no estaba dictada por la lógica del razonamiento
del mundo europeo. La necesidad de organizar la utopía se llevó
a cabo a través del genocidio de esos pueblos cuya sola existencia
cuestionaba el orden imperante a fines del siglo XV. Lo importante es
interrogarse por las utopías que se realizaron durante el siglo
XX: el fascismo, el estalinismo y muchas características de las
democracias occidentales que actualmente reglamentan las libertades humanas
de acuerdo con modelos utópicos.
Es necesario destacar la relación entre estos modelos y el totalitarismo.
Detrás del pensamiento utópico aparece frecuentemente
el sueño reaccionario del cierre completo de lo social y la creencia
en el advenimiento de una sociedad ideal. El totalitarismo moderno tanto
el nazismo como el estalinismo ha manipulado vagas nociones humanas
milenarias, identificando al jefe con la emanación del Salvador
que anuncia la llegada del Gran Reino. La utopía conecta con el
totalitarismo en su defensa de lo homogéneo, lo puro, la estabilidad
final; en la creencia del orden definitivo, en su intento de fijar el
futuro (Juan Manuel Vera, 1999). En este sentido el colectivismo
estalinista recibió críticas agudas desde las ideas socialistas,
libertarias y trotskistas. Pero en la perspectiva que estoy desarrollando
en este artículo, el análisis más contundente lo
plantea Freud. Creo necesario citar algunos de sus comentarios: Yo
opino que mientras la virtud no sea recompensada ya sobre la Tierra, en
vano se predicará la ética. Paréceme también
indudable que un cambio real en las relaciones de los seres humanos con
la propiedad aportará aquí más socorro que cualquier
mandamiento ético; empero los socialistas, esta intelección
es enturbiada por un nuevo equívoco idealista acerca de la naturaleza
humana, y así pierde valor de aplicación.
Adelantándose cincuenta años a la caída del Muro
de Berlín, realiza este análisis de la experiencia en Rusia:
Por desdicha ni de nuestra duda, ni de nuestra fe fanática
de los otros surge indicio alguno sobre el futuro desenlace de este ensayo.
El porvenir lo enseñará; acaso muestre que el ensayo se
emprendió prematuramente, que una alteración completa del
régimen social tiene pocas perspectivas de éxito mientras
nuevos descubrimientos no hayan aumentado nuestro gobierno sobre las fuerzas
de la naturaleza, facilitando así la satisfacción de nuestras
necesidades. Acaso sólo entonces se volvería posible que
un nuevo régimen social no se limitara a desterrar el apremio material
de las masas sino que atendiera a las exigencias culturales del individuo.
Pero es indudable que aun en tal caso deberíamos luchar, durante
un lapso de longitud imprevisible, con las dificultades que el carácter
indominable de la naturaleza depara a cualquier clase de comunidad social.
Una nueva utopía: la felicidad privada
En todas las épocas el ser humano sintió la necesidad
de buscar su felicidad. Esta comporta un deseo y por lo tanto está
inscripta en el ideal del yo humano. Las dificultades para ser alcanzadas
son señaladas por Freud como provenientes de tres fuentes distintas:
la hiperpotencia de la naturaleza, la fragilidad de nuestro cuerpo y la
insuficiencia de las normas que regulan los vínculos recíprocos
entre los hombres en la familia, el Estado y la sociedad. Respecto de
las dos primeras, nuestro juicio no puede vacilar mucho; nos vemos constreñidos
a reconocer como inevitables estas fuentes de sufrimiento y desdicha.
Nunca dominaremos completamente a la naturaleza; nuestro organismo él
mismo parte de ella será siempre una forma perecedera, limitada
en su actuación y operación. Diferente es nuestra conducta
frente a la tercera fuente de sufrimiento: lo social. Lisa y llanamente
nos negamos a admitirla, no podemos entender la razón por la cual
las normas que nosotros mismos hemos creado no habrían más
bien de protegernos y beneficiarnos a todos. Hoy la felicidad sigue el
juego de la economía de mercado. Se ha privatizado. Se la puede
comprar en cómodas cuotas mensuales. De esta manera las relaciones
humanas se miden como una mercancía cuyas actividades se enuncian
como un buen o mal negocio. Podemos escuchar que alguien dice hice
un mal negocio en meterme con esta mujer, y también que otro
afirma que el negocio es estudiar computación, tenés
que abandonar la idea de seguir Letras. Cuántas veces escuchamos
en nuestra profesión: El psicoanálisis hoy no es negocio.
Lo que vende son las terapias alternativas. Lo paradójico
es que en este shopping en que se ha convertido nuestra sociedad, casi
nadie vende nada. Los negocios donde se ofrecen afectos, emociones, ideas,
conocimientos, amistad y sueños no funcionan. Algunos cierran y
se abren otros con nuevas vidrieras que se convierten en espejismos para
negar una realidad en la que impera el sálvese quien pueda. El
resultado que festejan los sectores dominantes es haber conseguido la
estabilidad gracias a la pobreza de grandes sectores de la población
y el deterioro del conjunto de las relaciones sociales. Es que una sociedad
no puede funcionar cuando se han roto las relaciones de solidaridad entre
los miembros que la componen. En ello reside esta nueva utopía,
en hacer creer que la felicidad privada da buenos dividendos en el mercado
de la oferta y la demanda. Como toda utopía, al pretender lo imposible
se encuentra con una realidad que nos dice de la falacia de sus intenciones:
el índice de desocupación y subocupación alcanza
a casi la mitad de la población, junto con el incremento de la
tasa de suicidios y adicciones, en especial en los adolescentes y jóvenes;
de la inseguridad y el miedo en las calles de las grandes ciudades; y
con el aumento de la población que vive sola y del deterioro de
los servicios de salud, el desmejoramiento de la calidad de vida, etc.
Por ello, los políticos de los partidos tradicionales hacen promesas;
es decir proponen ilusiones que luego no cumplen. El resultado es la desesperanza,
la sensación de que no hay salida. Sin embargo, se ha instalado
un imaginario social que quiere seguir creyendo en la ilusión del
mercado: en los países desarrollados todos viven muy bien. Allí
es posible lograr lo que se necesita. Hay que irse del país. El
treinta por ciento de la población quiere emigrar. Nunca en nuestra
historia ha ocurrido una situación semejante. La fascinación
de la posible felicidad privada hace que se olviden los problemas que,
con diferentes características, abarcan el conjunto del planeta.
En este sentido, José Saramago nos advierte: Quizás
siempre hemos vivido en el mundo de la ilusión, pero es que ahora
construimos ese mundo y sólo damos crédito a lo que viene
de tal constructo. Por ello se hace necesario ir construyendo otro
imaginario, uno que permita luchar por transformar nuestras condiciones
de vida en el plano individual, familiar, grupal, institucional y social.
En esta tarea estamos todos comprometidos, pues en ella afirmamos nuestra
vida. Aunque algunos prefieran seguir vendiendo sus ofertas para conformarse
con sobrevivir.
La proyección fantástica de otro lugar
Como dijimos anteriormente la utopía se desarrolla en la imaginación
individual y colectiva cada vez que las sociedades viven momentos difíciles.
En ellas las crisis tienen características negativas en las cuales
el mundo pierde sentido, las formas institucionales en que se organizan
dichas sociedades se vacían, y se deja de creer en el porvenir.
Por eso una de las maneras de transformar la desesperación en esperanza
es la proyección fantástica de otro lugar donde
la felicidad de los hombres se organizaría en forma perfecta.
En la teoría psicoanalítica podemos encontrar algunos conceptos
que ubican esta idealización en el campo del narcisismo. Si Narciso
pudo enamorarse de su imagen fue por verla como la más hermosa
y por preferirla a todas las que lo rodeaban. Pero si bien es cierto que
estaba enamorado de su propia belleza, el mito seguiría teniendo
sentido si amara su propia infelicidad.
Sin embargo, se inclina al borde del agua, indiferente a la voz que le
pide que retroceda. Se acerca más y más a la imagen reflejada
en el agua y en el momento de esta unión consigo mismo, se ahoga.
La estructura emocional del mito es que cuando uno no puede distinguir
entre yo y otro, y trata a la realidad como una proyección del
yo, se encuentra en peligro. Este peligro está contenido en la
metáfora de la muerte de Narciso: se inclina tan cerca del espejo
de las aguas, su sentido del exterior está tan absorbido por los
reflejos de él mismo, que desaparece.
Si el narcisismo es constitutivo del sujeto, uno de sus efectos lo podemos
observar en la idealización, donde se atribuye a otro características
totalizadoras: se agranda al objeto sin dejar de respetar su naturaleza,
exaltándolo psíquicamente.
A través de este ideal se trata de recuperar el perdido narcisismo
de la infancia; de esta manera el ideal se ubica como meta que permitiría
volver a capturar ese momento de plenitud. Este yo-ideal de la omnipotencia
narcisista infantil es el niño para sus padres y para sí
mismo, es el objeto de amor para el enamorado, el líder para los
integrantes de una masa. Su efecto es generar una representación
idealizada en la que no funciona la crítica, pues todo estará
dotado de perfección absoluta. Los que participan de ellas depositan
un Saber en el que se aseguran una satisfacción narcisista. La
castración edípica es el articulador teórico de lo
que venimos desarrollando.
Desde el eje yo ideal-ideal del yo, podemos comprender los fenómenos
del sujeto que vive en comunidad, en el que además de un componente
individual encontramos un componente social: el ideal común de
una familia, una comunidad, un Estado, una nación. Desde ese ideal
la cultura dominante organiza el campo de la representación social
y política, que le permite generar las características de
la ilusión a través del poder de las instituciones que conforman
la sociedad. De esta manera, si todo grupo humano se sostiene en un soporte
imaginario en el que la ilusión permite que se constituyan los
lazos libidinales, ¿es posible atemperar los efectos de la misma?
Como lugar del inconsciente, el cuerpo trasciende sus propios límites,
para ampliarlos a un espacio imaginario donde aparece nuestra capacidad
de tomar lo ajeno como propio. En este sentido, ¿cómo encontrar
realmente al otro? El otro exterior surgirá en la medida en que
se produzca una ruptura de esa relación especular y por lo tanto
idealizada. Desde el ideal del yo va existir una distancia a alcanzar
entre el yo y el ideal, un inconformismo en el que la búsqueda
de la felicidad individual y social es una función anhelante: de
lo que se nos ofrece nada puede bastar. La felicidad es posible en tanto
búsqueda permanente, ya que al decir quiero ser feliz
en realidad afirmamos quiero ser (Fernando Savater, 1987).
La utopía, por el contrario, va a constituirse para el sujeto,
desde el encierro narcisista, en la búsqueda del paraíso
perdido, solución planteada en la política como éxito
posible. Como se suele decir, se aguardaba el Reino y llegó la
Iglesia.
El porvenir de una desilusión
La cultura está atravesada por un malestar que es propio de la
constitución del sujeto: la pulsión de muerte. En este sentido,
Eros tiene la función de ligar la pulsión de muerte para
así desarrollar las posibilidades creativas del sujeto, quien se
encuentra con una cultura que puede permitir este proceso o bien inhibirlo.
Al producirse una difusión entre las pulsiones, la pulsión
de muerte se libera al exterior como agresión, o trae como consecuencia
un incremento de la autodestrucción, enlazándose con un
goce narcisista cuyo fin es cumplir deseos omnipotentes infantiles. La
cultura vuelve inofensiva esta pulsión interiorizándola
a través del superyó que como conciencia moral
ejerce sobre el yo la agresión que hubiera ejercido sobre otros.
Esta tensión entre el yo y el superyó se llama conciencia
de culpa.
Por ello la constitución de la cultura es renuncia a lo pulsional
que deriva de la culpa individual y colectiva, en tanto a lo que se renuncia
es al parricidio y al incesto. En este sentido, el sentimiento de
culpa es el problema más importante para el desarrollo cultural,
ya que es el precio que el progreso de la cultura dominante exige al sujeto,
que debe pagarlo con un déficit de felicidad provocado por la elevación
de ese mismo sentimiento de culpa.
Esta contradicción aparece en una cultura que impone una ética
como principio moral, donde lo único que puede ofrecer como ideal
es la satisfacción narcisista de tener derecho a considerarse
mejor que los demás. Su consecuencia es una denegación
cultural de la realidad pulsional que constituye al sujeto. Esto
va en contra de las necesidades del mismo de dar libertad a su potencia
pulsional, pero desarrolla sus posibilidades creativas mediante la sublimación
de las pulsiones sexuales y canalización de las pulsiones agresivas.
En Totem y Tabú, Freud se refiere a la prohibición que instituye
la cultura. En Psicología de las masas y análisis del yo,
los hijos del Padre muerto se constituyen en grupo desde la idealización
del Padre. Allí crean una religión, Porvenir de una ilusión
que está en crisis en la actualidad de nuestra cultura.
Desde esta crisis nos planteamos algunos interrogantes. ¿Se puede
pensar otro poder fuera de esa convergencia en un grupo de sujetos sometidos
a un yo-ideal? Si la imperfección es propia de toda actividad humana,
y por lo tanto generadora de la misma, ¿qué creencias puede
desarrollar un grupo para evitar el conformismo de lo posible? ¿Cómo
puede el sujeto enfrentar las injusticias si su rebelión queda
reducida al campo de las fantasías? Y por último, ¿con
qué criterio de eficacia se puede discernir la ilusión en
los procesos sociales? Intentar contestar estas preguntas requiere que
no reduzcamos los procesos colectivos a categorías individuales.
Tampoco se puede dar cuenta de los primeros sin pensar en el sujeto del
inconsciente. Es en este sentido que pretendo aludir a un aspecto de esta
problemática que debe incluir otras perspectivas de investigación,
con las cuales se pueda construir un pensamiento complejo y renovador;
un pensamiento democrático capaz de pensar propuestas liberadoras
en un contexto contradictorio y simultáneo de orden y desorden,
de organización y crisis. En cambio, en la cultura dominante se
intenta domesticar los efectos de la pulsión de muerte a través
de la ilusión.
El estudio que Freud realiza de la religión como forma de la ilusión
lo podemos extender a otros patrimonios culturales, como los científicos,
políticos e ideológicos, que pretenden conformarse en una
cosmovisión del mundo. Su planteo es demostrar no que la ilusión
es falsa, sino que es el resultado de un deseo de plenitud, y como tal
una distorsión de lo real. La ilusión es lo que el deseo
da por realizado. De esta manera la unión entre los miembros de
una masa no reside en la solidaridad, sino en esos deseos de ilusión.
En este sentido, el malestar en la cultura no puede encontrar solución
en la bondad y en la solidaridad, en tanto estas virtudes sean el resultado
de la idealización. Por ello esta tesis de Freud, que quizá
por ser tan evidente es rechazada: no es posible hacer el bien en nombre
de una ilusión. Dar cuenta de la cuestión irresuelta de
la inequidad social y ecológica en la cual se inscribe la subjetividad
implica apelar a la razón y a la verdad. No como saberes absolutos,
sino como un acto de reflexión en la búsqueda de respuestas.
Estas no aluden a un realismo ingenuo en la búsqueda de lo posible,
así como tampoco a un racionalismo que cree poder explicarlo todo
dejando de lado al sujeto como núcleo de verdad histórica.
La esperanza es una forma de la memoria
La cultura se constituye como un espacio soporte de la pulsión
de muerte al servicio de la vida. ¿Qué ocurre cuando la
cultura genera a través de sus manifestaciones inseguridad y miedo?
Es que los grandes peligros ecológicos, atómicos, químicos
y genéticos sitúan hoy a la humanidad ante una situación
completamente nueva que es vivida con gran incertidumbre. El actual sistema
económico mundial ha dado lugar a un modelo de desarrollo que es
absolutamente ruinoso para la humanidad. El consumo de recursos que implica
conducirá, de extenderse al conjunto de la humanidad, a su colapso.
Un solo ejemplo es suficiente para corroborar esta afirmación:
si la totalidad del planeta tuviera el nivel de consumo que tiene EE.UU.,
se necesitarían siete planetas para satisfacerlo. Por ello la otra
cara del bienestar de las grandes metrópolis son las dimensiones
del hambre y la miseria que se extiende a todas las regiones del planeta.
Estas no disminuyen sino que aumentan. La conclusión es: como modelo
susceptible de asegurar al conjunto de la humanidad un futuro habitable,
el actual sistema capitalista que impera en el planeta no sólo
es inservible, sino absolutamente destructivo. Esta realidad ha producido
un estallido de las relaciones de solidaridad, ya que imposibilita la
dialéctica en que las mismas se fundan. Su consecuencia es vivir
la actualidad de nuestra cultura con una sensación de desintegración
que conduce a un estado de angustia social que se convierte en insostenible
si no se divide en miedos particulares que son temibles pero tienen un
nombre, se los puede explicar, se puede pensar en ellos y clasificarlos
a través de racionalizaciones.
Jean Delumeau, cuando analiza la función del miedo en diferentes
épocas históricas, los clasifica en miedos espontáneos
y reflejados. Los primeros son aquellos que surgen por sí mismos
ante una situación de la realidad. Los segundos derivan de una
interrogación sobre las desgracias de la época y son promovidos
por los directores de la conciencia colectiva con el fin de ser utilizados
para perpetuarse en el poder: nosotros o el fin del mundo.
La sensación de catástrofe que producen las manifestaciones
de la actual civilización intensifica la paralización del
potencial individual ante la complejidad de las múltiples amenazas
que se viven en la vida cotidiana. Esto conlleva la sensación de
inutilidad de cualquier acción individual, desencadenando un acceso
de miedo que termina siendo suprimido por un reforzamiento de mecanismos
inconscientes que preservan la siempre latente vivencia del miedo. Por
ello la paralización, miedo y defensa frente al miedo constituyen
un todo interrelacionado. Es que el miedo suscita no sólo una paralización
de las posibilidades individuales y colectivas de acción, sino
también una paralización de las posibilidades emocionales
de expresión. El miedo no sólo produce parálisis
motoras, sino afectivas. Cuanto menos afectos sean accesibles a la vivencia,
menor será la posibilidad de encarar las situaciones amenazadoras
de manera que surja una motivación para la acción, pues
sentir implica participar.
Por eso el control de los afectos y la parálisis de la acción
están tan interrelacionados entre sí, ya que son capaces
de amplificarse mutuamente. Ambos son fuente de miedo, y por tanto suscitan
defensas frente al mismo: la tendencia al aislamiento y la violencia destructiva
y autodestructiva. Es que el ser humano, al investir al otro por amor
y en el ideal, permite el predominio del Eros en su unión con la
comunidad y el desarrollo de una historia común. Por supuesto eso
significa una unión entre los humanos unidos por el amor y el odio,
la rivalidad y la solidaridad. ¿Cómo encontramos una respuesta
que permita esta posibilidad? Tarea ardua, sin duda, en la que el psicoanálisis
puede aportar desde su campo específico algunas conceptualizaciones
que lo coloquen a la altura de las necesidades que la crisis de nuestra
cultura plantea.
Frederich Hölderlin decía que en el propio peligro crece lo
que nos salva. Es decir, en todas las situaciones de crisis vamos a encontrar
la respuesta para su resolución.
Por ello sabemos que la misma no puede generarse a través de una
ilusión. La ilusión remite al yo-ideal de la omnipotencia
narcisística infantil. Allí no hay distancia entre el yo
y el ideal. Este se sustenta en una verdad absoluta propia de los delirios,
las creencias y las religiones. En cambio, la esperanza remite al ideal
del yo, permitiendo la búsqueda de una verdad en permanente construcción,
es decir, de una verdad que articula sentidos, que posibilita la elaboración
al construir el pasado dando cuenta en el presente de la historia que
lo constituye para de esta forma permitir la memoria. Por ello la esperanza
es una de las formas de la memoria, pues nos recuerda nuestros logros
y fracasos, nuestros límites y posibilidades, nuestros sueños
y realidades, nuestros deseos y fantasías. Cuando aparece el olvido
la ilusión se levanta como un velo para transformar la esperanza
en un sueño imposible. Es decir, la esperanza en la ilusión.
Es que cuando se acepta la posibilidad de olvidar deviene no sólo
la repetición sino el acto de resignar valores que hacen a nuestra
condición humana. Recordar no es una actividad que nos lleve meramente
al recuerdo fáctico sino al recuerdo de las razones por las cuales
esos valores no forman parte de nuestra cultura.
En este sentido la vida se significa en el ser humano al ligarse a algún
proyecto que lo temporalice como pasado a superar y futuro a realizar.
Esta necesidad de creer, propia de los seres humanos, puede deslizarse
a través de una ilusión o sostenerse en una esperanza.
Es cierto que, como manifestó Spinoza, mientras el ser humano deposite
sus deseos, esperanzas y miedos en cosas inciertas, más tenderá
a imaginar poderes absolutos que le salvarán la vida. Por ello
no existe esperanza sin miedo, ni miedo sin esperanza. Ambos son expresión
de la inseguridad y la incertidumbre. Aunque en una cultura donde predomina
el miedo, la esperanza es necesaria para construir una política
basada en una razón apasionada.
Transformar la ilusión de la utopía en una topía
de las pasiones alegres
En un ensayo denominado El síndrome de Platón, Luis
Salazar Carrión plantea que dicho síndrome implica la reducción
de los problemas éticos y políticos a cuestiones referidas
al conocimiento. Así, el desorden, la maldad, los conflictos y
la violencia en el mundo se derivarían de las opiniones falsas.
Es Spinoza quien, en el siglo XVII, se opone a las concesiones cartesianas,
trata de superar el dualismo platónico y su mundo trascendente
de las ideas, así como el finalismo cosmológico aristotélico.
Para ello plantea el problema del poder y su legitimidad en el terreno
efectivo y problemático de las pasiones humanas oponiéndose
a la quimera (que) sólo podría instaurarse en el país
de la Utopía o en el siglo de oro de los poetas, es decir, allí
donde no hace falta.
Es así como el proyecto ético espinozista está basado
en la oposición de la imaginación pasiva y el entendimiento
activo como un modo de afirmación de la potencia de ser. Entendido
el ser como un verbo, una expresión de actividad o
potencia de afectar y ser afectado en un colectivo social que Spinoza
denomina multitudo. Este conocimiento no puede ser inmediato
y directo, ya que cuando digo, por ejemplo, que siento el calor del sol,
estoy emitiendo un juicio equivocado, pues lo que experimento es el calor
de mi piel, no el del sol. No obstante, por un razonamiento subterráneo,
no explícito, atribuimos tal afección al sol. En este sentido
la experiencia, sin la ayuda de razonamientos explícitos de apoyo,
no nos enseña nada de la naturaleza o de la esencia de ningún
cuerpo exterior. Sin embargo algo nos enseña, y es el estado
actual de nuestro cuerpo afectado. Por ello el conocimiento racional se
conquista como resultado de una reflexión de esa experiencia trunca,
limitada e insatisfactoria que nos toca vivir cada día. Así,
lo que plantea Spinoza es no negar la experiencia sino comprender no sólo
la del otro sino y fundamentalmente la nuestra. Esto es posible
en un multitudo donde nuestro cuerpo afecta y es afectado
por otros cuerpos. Es allí donde vamos a encontrar nuestros deseos
y pasiones para realizar una utilización de éstas que conviertan
las pasiones tristes (el odio, el egoísmo, la depresión,
etc.) que limitan nuestra potencia de ser en pasiones alegres (el amor,
la solidaridad, etc.) que la potencian.
De esta manera la perspectiva de Spinoza no es amoldar a patrones universales
y eternos una realidad carente de sentido. Por el contrario, es entender
las causas de la realidad entendiendo que nada puede verse como puramente
negativo o maligno y comprenderse como defecto. Al afirmar que todo
está mal se termina por negar toda posibilidad de entender
positivamente lo existente, declarándolo consecuencia de delirios
de la humanidad. Mientras que lo que está bien se reduce
a un modelo ideal, utópico, voluntarista, cuya realización
es posible sustituyendo las falsas opiniones por las racionalmente construidas.
Tampoco se trataría de apostar a la irracionalidad de las emociones
y las pasiones tristes como el odio y el resentimiento, sino de reconocer
las limitaciones de nuestro conocimiento racional para que, sosteniéndonos
en la experiencia, podamos pasar de la servidumbre a la libertad individual
y colectiva y de la impotencia a la potencia de ser.
Dicho de otra manera, las frases que anuncian los peligros que acechan
a la humanidad y las denuncias sobre las inequidades de la sociedad, son
necesarias en la medida en que no se transformen en una verdad sobre la
malignidad del mundo. Por el contrario, su importancia reside en que permitan
entender positivamente las razones que causaron esos peligros e inequidades,
de modo que se pueda ir construyendo un pensamiento que cree comunidad
y libere las relaciones. Un pensamiento complejo que dé cuenta
de una realidad inagotable y multifacética. Un pensamiento que,
como plantea Edgar Morin, privilegie la estrategia y no el programa. La
misma consiste en ir construyendo un lugar, una topía en la que
predominen los lazos de solidaridad necesarios para vivir en comunidad.
Es decir, construir una democracia de la alegría de lo necesario
donde exista una distribución equitativa de los bienes materiales
y no materiales. Su posibilidad depende de todos nosotros. Por ello, para
finalizar, quisiera relatar el mito de Sísifo. Este fue analizado
por Albert Camus para destacar cómo lo absurdo y la dicha son inseparables
y forman parte de la condición humana. Los dioses habían
condenado a Sísifo a rodar para siempre una roca hasta la cima
de una montaña desde donde volvía a caer por su propio peso.
Habían pensado que no hay castigo más terrible que el trabajo
inútil y sin esperanza: se le reprochaba haber revelado los secretos
de los dioses; también, haber encadenado a la muerte y querer disfrutar
de los placeres de la tierra. Es por eso que su desprecio de los dioses,
su odio a la muerte y su apasionamiento por la vida le valieron ese suplicio.
Si este mito es trágico, lo es porque Sísifo tiene conciencia.
De esta manera, lo que debería constituir su tormento es al mismo
tiempo su victoria. El mito nos enseña que no ha sido agotado todo.
El destino es un asunto humano que debe ser arreglado entre humanos. La
alegría silenciosa de Sísifo es porque su destino le pertenece.
Lo importante es el esfuerzo por llegar a la cima. Lo importante es la
lucha. En esa lucha vence a los dioses. Por ello escribe Camus: ...Así,
persuadido del origen enteramente humano de todo lo humano, ciego que
desea ver y que sabe que la noche no tiene fin, está siempre en
marcha, la roca sigue rodando... Sísifo enseña la fidelidad
superior que niega a los dioses y levanta a las rocas. El también
juzga que todo esto está bien. Este universo, en adelante sin amor,
no le parece estéril ni fútil. En este camino absurdo
Sísifo puede encontrar la posibilidad de construir un mundo sin
dioses donde lo importante es la pasión por la vida.
*
Psicoanalista. Director de la revista Topía. Profesor de la Universidad
Popular Madres de Plaza de Mayo.
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Universidad
Popular Madres de Plaza de Mayo
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