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Universidad Popular Madres de Plaza de Mayo

ULISES GORINI E INES VAZQUEZ
�Un camino hecho al andar�

Por Ulises Gorini

I. La creación de un espacio
Unos pocos meses antes del Mundial de Fútbol de 1978, realizado en plena dictadura de Videla, un periodista extranjero se acercó a un grupo de Madres de Plaza de Mayo para hacerles un reportaje. Ni ellas eran tan conocidas en el exterior como lo son hoy, ni estaban tan acostumbradas a que las entrevistaran, como empezaría a ocurrir pronto. Cuando el hombre formuló su primera pregunta, ellas se sintieron sorprendidas. ¿Que cuándo se habían fundado? Aunque para ellas no cabía duda de que el momento inicial de su movimiento había sido aquel primer día en que se reunieron en la Plaza de Mayo, ninguna pudo decir inmediatamente la fecha precisa. En realidad ellas habían concurrido a aquella cita con la idea de dar un paso más, entre tantos otros, en la búsqueda de sus hijos y no estaban pensando en fundar un movimiento, ni siquiera imaginaban entonces cuánto tiempo irían a permanecer allí.
Eso las diferenciaba fuertemente del resto del movimiento de derechos humanos. Las demás organizaciones, casi sin excepción, tenían una fecha de fundación, un nombre formal, e incluso la mayoría contaba con estatutos, declaración de principios y, finalmente, algunas hasta tenían personería jurídica.
A veces esas circunstancias las hacía sentirse en desventaja, en inferioridad de condiciones frente a los demás. Por eso la pregunta del periodista no sólo las toma de sorpresa sino que, también, las hace sentir en falta, como si fueran improvisadas.
Pero si ninguna recordó inmediatamente la fecha, nadie tuvo dudas acerca del hecho que marcaba el comienzo de su historia. Ese hecho inicial era el primer día en la Plaza de Mayo. Pero ¿cuándo había sido? Todas recordaban que las primeras catorce mujeres que concurrieron a la cita fueron allí un día sábado porque, precisamente, ese fue el motivo de una primera frustración.
La frustración era evidente. Cuando Azucena Villaflor de De Vincenti, la madre que había efectuado la convocatoria a la Plaza, propuso aquel encuentro sostuvo que tenían que hacerse ver claramente. Ese era el único medio para que el mismísimo Videla las recibiera y se sintiera obligado a contestar sus reclamos. Todas lo recordaban. “Madres, así no conseguimos nada. Nos mienten en todos lados. Tenemos que ir a la Plaza de Mayo. Juntar cien, doscientas, mil madres y después de cruzar la calle, llegar donde está Videla y hacer que nos escuche”, había dicho Azucena.
Pero el sábado el dictador no concurría a su despacho y los miles de oficinistas y empleados que a diario atraviesan la Plaza los días de semana no iban a su trabajo. Ni la policía reparó en sus presencias.
Sábado, pues. Y ¿el mes? Entre abril y mayo. ¿Quién sabía la fecha exacta? Alguna recordó que el encuentro sucedió el fin de semana anterior al cumpleaños del hijo de una de las madres y, consultando un viejo calendario del año anterior, llegaron a la fecha exacta: el 30 de abril de 1977. “Que fue el 30 de abril –explica Hebe de Bonafini– sacamos la cuenta mucho tiempo después. Por entonces, aquel día no fue más que una cita, a la que concurríamos como una tarea entre tantas que realizábamos en la búsqueda de nuestros hijos. Claro que entrevimos que se trataba de una alternativa nueva, distinta en gran medida a las que veníamos realizando. Pero su real significado lo comprendimos mucho después. Por eso, cuando tuvimos que destacar una circunstancia que indicara un momento en que empezamos a conformarnos como grupo separado del resto de los familiares y organismos, elegimos esa fecha que, en realidad, sacamos por deducción.” (1)
A primera vista podría parecer paradójico. Porque si aquel 30 de abril no habían concurrido con ninguna pretensión fundacional, y en principio aquellas catorce primeras mujeres no representaban numéricamente algo muy significativo en comparación a la cantidad de familiares de desaparecidos que peregrinaba por los más diversos lugares públicos y privados en busca de sus seres queridos, y hasta se habían equivocado en la elección del día por lo menos en relación a sus fines de repercusión social, ¿por qué elegirlo para establecer el comienzo de su propia historia grupal? ¿Por qué no elegir, incluso, otro episodio, ya sea anterior, como la propia convocatoria de Azucena que todas recordaban con claridad por la valentía de su gesto y por la convicción de sus palabras, o uno posterior, como la jornada de la semana siguiente, por ejemplo, cuando rectifican la elección del día, el número de familiares aumenta notablemente y ya sí sus presencias empiezan a ser percibidas?
Evidentemente, la señalización del 30 de abril como el día de la acción inicial de la historia es el resultado de una mirada retrospectiva, es decir, es la elección de un momento clave que, si bien cuando se produjo no fue vivido con la conciencia de su importancia, posteriormente es interpretado por ellas mismas como el paso inaugural del movimiento de las Madres.
Esa mirada retrospectiva les indicaba que aquel primer día en la Plaza, independientemente del número de concurrentes y del traspié en la elección del sábado, habían comenzado el proceso de emergencia de una nueva fuerza, de un nuevo movimiento social, cuyo signo de identidad se fundía con el propio sitio elegido para su despliegue público y le daba, en parte, su nombre. Como elemento identitario, la Plaza no sólo se constituía en indicador del nucleamiento en sí sino, también, en un indicador de diferenciación con el resto del movimiento de derechos humanos y, más vastamente, con el resto de la oposición a la dictadura.
La elección de la Plaza, en efecto, estableció una fuerte diferenciación con el resto de los movimientos. La diferencia era no por una cuestión espacial en sí misma, es claro, sino por el valor simbólico de ese sitio y su utilización para instalar públicamente una demanda que la dictadura, por todo los medios, trataba de silenciar o, en su defecto, de encauzar por caminos estériles y frustrantes. Esto otorgó a la resistencia encarnada por las Madres una calidad que otras no alcanzaron en ese momento, tanto por el grado de precisión en la identificación de su enemigo cuanto por el tipo de enfrentamiento que le plantearon a la dictadura.
Azucena lo había visto con anticipación. Y cuando lanzó su convocatoria lo explicó con todas las letras. Sostuvo que si la policía decía no buscarlos, los militares no tenerlos, los jueces no encontrarlos y la Iglesia recomendaba paciencia divina era porque todos les estaban mintiendo y que, entonces, había que abandonar ese camino de peregrinación individual por despachos oficiales, tan reiterado como inútil, e inventar algo nuevo. Y lo nuevo sería ir a la Plaza y ser cada día más.
De ese modo se daba el paso decisivo en dirección a instalar una oposición frontal a la dictadura en materia de denuncia de las violaciones a los derechos humanos. No era ni el primer signo de denuncia, ni el primer grupo o movimiento constituido al efecto, ni el más numeroso, pero sí el que decidía dar un paso que iba más allá de los límites permitidos para esa denuncia.
Política y dictadura
Porque sería equivocado pensar que la dictadura no permitía ningún tipo de oposición o crítica. Existía, por el contrario, un cierto espacio discursivo abierto, público para la polémica sobre ciertos temas. Una repasada rápida por los diarios de la época sirve para constatar que se podía criticar, por ejemplo, la oportunidad o inoportunidad de la realización del Mundial de Fútbol en la Argentina, pasando por el plan de erección de las autopistas porteñas pergeñado por el intendente de facto Cacciatore, hasta el estratégico plan económico instrumentado por José Alfredo Martínez de Hoz. Asimismo, una investigación histórica minuciosa revela una actividad política y social significativa en aquel primer año de gobierno dictatorial. Sin embargo, en materia de violaciones a los derechos humanos ese espacio se reducía a su mínima expresión, y, en todo caso, debía encauzarse por ciertos canales tan permitidos como frustrantes. Y si la acción iba más allá de lo discursivo o se salía de esos carriles, se empezaba a trasponer no sólo el límite de lo permitido sino el que separa la vida de la muerte. Pero el silenciamiento que rodeó en aquellos primeros años de la dictadura la desaparición de personas no fue un puro fenómeno de terror, sino el resultado también de una compleja trama de actitudes que van desde el oportunismo hasta la abierta complicidad.
Quizás un ejemplo suficientemente ilustrativo sobre lo que acabamos de decir se encuentre en un artículo aparecido en el diario La Opinión, en un suplemento especial publicado apenas un mes antes de aquel primer día en la Plaza de Mayo, en ocasión de cumplirse el primer aniversario del golpe de Estado, el 24 de marzo de 1977. El trabajo hace una especie de relevamiento de opinión entre los políticos sobre la situación que se está viviendo. Es muy interesante examinar no sólo lo que dicen los políticos sino lo que expone el propio periodista que hizo el relevamiento. Fanor Díaz, él es el periodista, al presentar el artículo, sostiene que “el status de los partidos políticos y de los políticos durante este primer año militar es atípico, los partidos no han sido disueltos como en Chile, sus apoderados están legalmente reconocidos y tienen un trato regular con el Ministerio del Interior y si bien la actividad partidista está vedada, el pensamiento político no ha sido desterrado ni los políticos fueron enviados a las catacumbas. Estos últimos meses hombres que hasta el 24 de marzo de 1976 habían tenido un rol destacado en la política formulan declaraciones, dirigen periódicos y revistas donde exponen sus posiciones y aparecen por las pantallas de televisión”. Agrega sugestivamente que “será muy difícil explicar fuera del país la situación de los políticos bajo el régimen militar e inclusive tampoco es fácil de precisar dentro del país cuáles son los límites porque sobre todo en los últimos tiempos se ha ido acentuando la permisividad y también los estímulos para que los políticos se manifiesten frente a los problemas comunes. Prácticamente en los últimos tres meses se viene insinuando un debate sobre el futuro de la participación política y no es arriesgado suponer que este año, coincidentemente con la etapa del fin del silencio, la confrontación de ideas se haga más explícita”. Al concluir la presentación, Fanor Díaz, uno de los periodistas políticos más destacados de ese momento, anticipa una coincidencia clave entre los políticos que él entrevistó. “Hay, dice, una confluencia de opiniones en cuanto a que se reserva a las FF.AA. el rol de destruir la subversión ultrista de derecha e izquierda. Lo que se reclama es que la represión se centralice y opere legalmente para evitar losexcesos de aquellos a quienes el Dr. Pugliese llama los colaboradores.” ¿Quiénes son estos políticos que así coinciden? En primer lugar Angel Federico Robledo, ex ministro del Interior del depuesto gobierno justicialista; Juan Carlos Pugliese, ex senador de la UCR y vicepresidente del Senado hasta el golpe; Rogelio Frigerio del Movimiento de Integración y Desarrollo –MID– que había sido parte del Frente Justicialista de Liberación; Fernando Nadra, apoderado del Partido Comunista y Raúl Alfonsín, dirigente de la llamada corriente progresista del la UCR (2).
Ya en el ámbito del denominado movimiento de derechos humanos, es necesario recordar lo que por aquellos días hacía uno de esos organismos, en este caso, la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (A.P.D.H.). En agosto de 1976, la Asamblea invita a Videla a participar en un seminario sobre derechos humanos y, aunque el dictador no concurrió, envió sí una carta de saludo a la iniciativa. La Asamblea respondió, a su vez, esa misiva con una nueva carta fechada el 10 de diciembre de ese mismo año. Por razones de espacio, reproducimos solamente una parte de dicho documento, que en nuestra opinión, es suficientemente reveladora. “En ocasión de la iniciación de sus jornadas sobre Derechos Humanos, el Consejo de la Presidencia de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos tuvo el honor de dirigirse a su Excelencia dando a conocer la naturaleza y propósitos de nuestra acción e invitándolo a participar en la inauguración de estas jornadas. Su amable respuesta de entonces, señor Presidente, confirma su interés y preocupación, frecuentemente reiterados, por este tema de trascendental importancia, pues no hay duda que el reconocimiento y la vigencia de los derechos de la persona marca el nivel de desarrollo humanos e institucional de un país.” (3) Entre los firmantes de este documento están el ex presidente Raúl Alfonsín, el intransigente Oscar Alende y la socialista Alicia Moreau de Justo.
La idea de que no se podía ni debía responsabilizar a la Junta Militar y, particularmente, a Videla por los crímenes que ocurrían era moneda corriente en los medios de comunicación. Y, por ejemplo, en vez de denunciar a los máximos responsables de la dictadura militar por una masacre de militantes populares ocurrida en Pilar, el que algunos años después sería el vocero del presidente Alfonsín, el periodista José Ignacio López, le señalaba al gobierno de Videla, en un artículo publicado en el diario La Opinión, que “si el Estado no recupera el monopolio de la fuerza, crece el peligro de aislamiento” (4).
Aquello de las bandas de ultraderecha descontroladas había sido una táctica hábilmente desarrollada por los golpistas, usada para desviar y desorientar, al menos por un tiempo, las denuncias contra el terrorismo de Estado. Precisamente una de las mejoras de los métodos de represión estatal consistía –ya desde la lucha contrainsurgente en Argelia, a fines de los ‘50– en que los crímenes políticos no se pudieran atribuir al gobierno, sino que se imputaran a grupos parapoliciales y paramilitares, mientras el propio gobierno protestaba públicamente por esos crímenes. Aunque en alguna medida, en los primeros tiempos, el método de la desaparición forzada tomó por sorpresa a la mayoría de los sectores populares e, inclusive, a buena parte de los sectores revolucionarios, ya a esa altura de los acontecimientos no se podía sostener con seriedad que no existía responsabilidad de la Junta Militar.
Rodolfo Walsh, casi aislado y en las precarias condiciones de información que le imponía la clandestinidad, en su Carta Abierta a la Junta Militar, el 24 de marzo de 1977, el mismo día del mencionado artículo de La Opinión, desbarataba la trampa. Decía: “[En la magnitud de los crímenes] se agota la ficción de bandas de derecha, presuntas herederas de las Tres A de López Rega, capaces de atravesar la mayor guarnición del país en caminos militares, de alfombrar de muertos el Río de la Plata, o de arrojar prisioneros al mar desde los transportes de laPrimera Brigada Aérea, sin que se entere el general Videla, el almirante Massera o el brigadier Agosti. Las Tres A son hoy las Tres Armas, y la Junta que ustedes presiden no es el fiel de la balanza entre ‘violencias de distintos signos’ ni el árbitro justo entre ‘dos terrorismos’, sino la fuente misma del terror que ha perdido el rumbo y sólo puede balbucear el discurso de la muerte” (5).
La resistencia
La instalación que hacen las Madres de la demanda por la vigencia de los derechos humanos en la propia Plaza de Mayo se salía del laberinto de intrincados pasillos oficiales, judiciales y administrativos, antesalas de políticos y religiosos, que terminaban frustrando la denuncia de los crímenes e interpelaba directamente al poder político central y planteaba un enfrentamiento público que elevó el carácter de la resistencia a la dictadura.
La mayoría de los partidos políticos, organizaciones sociales y, particularmente, la totalidad de organismos de derechos humanos, no acompañó a las Madres en su presencia en la Plaza. Más aún, la criticaban abierta o solapadamente y hasta adhirió al calificativo acuñado por la dictadura que las señalaba como locas que no entendían nada de política.
También se ha argumentado que ellas pudieron hacer lo que hicieron en ese momento bajo el amparo de la figura de la madre, que encuadra en un rol consagrado y amparado por la ideología y el sistema dominantes. Ahora, si bien es cierto que de algún modo ellas comienzan su búsqueda de los hijos casi como una prolongación de sus deberes de madres, la presencia y permanencia en la Plaza y toda su lucha a partir de allí no sólo pone en cuestión la figura tradicional de la madre sino que la hace estallar por los aires (6). Y pronto ellas mismas estarían atravesando los mismos riesgos que atravesaban otras mujeres militantes. Pero lo hicieron a su modo. Hebe de Bonafini lo explica: “Yo decía que hay que hacerlo de día. Muchas veces intentó gente que nosotras no hiciéramos las cosas tan abiertamente. Decían ‘y no conviene’. Nuestra única locura era que si a los chicos clandestinos y todo eso les habían pasado tantas cosas, nosotros teníamos que hacer todo al revés para probar otro camino que no fuera ni clandestino, ni oculto, ni nada. Y hacerlo a la luz del día y enfrentando y diciendo las peores, pero no importa. Por esas cosas de intentar otro camino” (7).
Durante meses (y luego durante años) ellas defendieron con valentía e imaginación ese espacio que habían empezado a crear un 30 de abril de 1977. Hubo allí verdaderas batallas campales entre viejas locas y policías armados hasta los dientes; detenciones, intimidaciones, simulacros públicos de fusilamientos y hasta la infiltración de Alfredo Astiz que conduciría al secuestro de tres madres, el 8 y 10 de diciembre de 1977, entre ellas, la propia Azucena Villaflor de De Vincenti, junto a varios militantes populares.
Mientras se desarrollaba todo este proceso, la mayoría de los medios de comunicación, partícipes decisivos de la trama de complicidad y silencio, nada decían. El vespertino La Razón, por ejemplo, construía la visión de una plaza idílica y hasta pastoril, muy lejana –decía– de aquella otra en la que las multitudes se agolpaban pisoteando hasta los canteros con flores y metiendo las patas en las fuentes. En un artículo de tapa se refería a la laboriosidad de un hornero que había construido su nido en la propia Pirámide de Mayo. Sostenía que el trabajo del hornero “sirvió para congregar en torno a la tradicional Pirámide a considerable cantidad de gente que transitaba por ella y observar algo inusual”. El diario que parecía no haber visto la dura e intensa lucha de calles que sostenían las Locas de la Plaza de Mayo contra la policía resaltaba el clima de pazreinante, probado con la propia presencia del hornerito, “cuyo ejemplo de laboriosidad... debería ser imitado por muchos..., marcando el camino por el que debería transitar de continuo el país: el del trabajo” (8).
Pero el acierto de las Madres, al instalar su denuncia en ese espacio, tuvo su momento de reconocimiento acuñado en esa consigna que corearon y todavía corean miles de argentinos: “La plaza es de las Madres y no de los cobardes”. Quizá ya sea la hora, también, de hacerle nuestro reconocimiento y desagravio al hornerito, diciendo que en vez de falso símbolo de paz y laboriosidad en tiempos del terror, él es símbolo de los que un día, muy temprano en su caso, decidieron sumarse a la plaza de las Madres.

Notas
(1) Bonafini, Hebe. Entrevista de Oscar Castelnovo y el autor de este artículo.
(2) Díaz, Fanor, “El silencio de los políticos”, en La Opinión, 24 de marzo de 1977.
(3) Carta de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos a Videla, 10 de diciembre de 1976. Copia en el archivo del autor.
(4) López, Ignacio José, en contratapa de La Opinión, 22 de agosto de 1976.
(5) Walsh, Rodolfo, “Carta abierta de Rodolfo Walsh a la Junta Militar”, en Operación Masacre, Ediciones de la Flor, Buenos Aires, 1984, pág. 209.
(6) Ver Rossi, Laura. “Las Madres de Plaza de Mayo o cómo quitarle la careta a la hipocresía burguesa”, en Alternativa feminista. Publicación bimestral. Año I, Nº 1, 8 de marzo de 1985.
(7) Bonafini, Hebe. Entrevista de Oscar Castelnovo y el autor de este artículo.
(8) La Razón, 10 de agosto de 1977.
Por Inés Vázquez
II. La única plaza que se
pierde es la que se abandona
Venimos de analizar el registro borroso de un inicio. En ese registro, la plaza aparece como un escenario preexistente, abierto, plano, porque permite apoyarse en él, caminarlo, y a la vez, con perspectiva, atravesado por la dimensión histórica que resuena en el fondo político-cultural de las mujeres que acuden a él. Una plaza que parece el envés del terror burocrático: está enfrente del Ministerio del Interior, desde donde, en pleno estado dictatorial, se reparten desalientos, engaños y burlas hacia los familiares de desaparecidos. Como ya hemos visto, aunque en el instante de su concreción no existe más conciencia que la de “realizar una tarea más” en la búsqueda de sus hijos, hay un acontecimiento social, político, histórico en la decisión de ir hacia la Plaza de Mayo, que encuentra su desarrollo en esa otra decisión de volver, cada semana, a la Plaza. Entre el ir y el volver se irá tejiendo una trama inédita, como el movimiento mismo, que sustentará una práctica singular y con ella, al propio tiempo, construirá una identidad colectiva de múltiples significados, todavía hoy, productivos. Movimiento y acción se irán entrelazando y autoimplicándose.
En pocos meses, no más de cuatro, cuando las Madres ya reúnen unas cuantas decenas, se produce un episodio de confrontación directa con el gobierno dictatorial, que, entre otras muchas consecuencias, lleva a que ese grupo de mujeres, quizá por vez primera, se pronuncien, internamente, sobre su propia práctica pública. Harguindeguy, entonces ministro de Interior, como respuesta a la carta que entregaran a Videla meses antes, recibe a un grupo de cuatro madres, entre las que se encuentra Azucena Villaflor. En su despacho tiene lugar un diálogo que culmina cuando Azucena acusa al general de estar mintiendo y este las echa a los gritos de su oficina. Las Madres, que ya han escuchado a muchos funcionarios y militares, pero nunca a alguien de tal jerarquía y responsabilidad en el gobierno, salen del despacho a la plaza diciéndose que ese lugar diferente, opuesto a la fortaleza de los dictadores –la plaza–, tendrá que contenerlas hasta que logren hacerse oír. Una reflexión instantánea, breve, pero que tiene el mérito de fijar la mirada sobre la herramienta de lucha que están forjando, sin conciencia aún de la dimensión de herramienta, de lucha ni de forja. Intentemos reconstruir esa salida furiosa, rigurosamente vigilada, de cuatro mujeres de mediana edad, todavía sin pañuelo blanco sobre sus cabezas, marcadas por una desesperación que, en lugar de nublarlas, parece guiarlas por el camino que, años después, seguirán las movilizaciones populares procurando del fin de la dictadura. El gesto, las palabras, no son registrados por ningún tape televisivo ni por la prensa gráfica y sin embargo existen, a tal punto existen que van dibujando, en la trama de la acción pública elegida por estas mujeres, un hilo de color característico que tendrá una proyección impensada entonces: la permanencia como uno de los factores distintivos de la lucha emprendida.
Si la llegada a la plaza representa, desde nuestra perspectiva histórico-política, un hito en las luchas populares del país, el proceso abierto por esa acción supone, además de la afrenta al poder dictatorial de desenmascarar su política de exterminio, el desafío de comenzar a disputar la plaza tomada.

De la plaza tomada a la plaza fuerte
La ocupación de ese territorio desencadena una serie diversa de acomodamientos y respuestas en el entorno político en el que actúa el grupo en formación. Para las Madres, la plaza es el lugar de la llaneza, del intercambio libre de información (en pleno estado de censura y terror), del encuentro con las iguales en sufrimiento y en modos de desesperarse y de actuar.
Sin embargo, para el resto del movimiento de denuncia, como los organismos de derechos humanos preexistentes y los partidos políticos que buscan intervenir en esa realidad, la acción a cielo abierto de las Madres representa la locura de ofrecerse sin resguardo a la represión del régimen. Por detrás y muy junto de esta objeción a la ausencia de medidas de seguridad, la impugnación más fuerte está relacionada con el ajedrez que imponen las madres al ubicarse en la Plaza. No cualquier lugar abierto; no por ejemplo, la Plaza del Congreso, frente a la que funciona la CAL, parodia de poder legislativo designado por la junta de comandantes, no. La Plaza de Mayo, la histórica, la de la estampa escolar y los bombardeos aéreos, la de los festejos, los bombos, los reclamos multitudinarios. Y la de la sede de gobierno. Al concurrir a la plaza, algunas con claridad inicial, otras con un impulso interno que las empuja a “golpear todas las puertas”, designan un interlocutor, un responsable que debe dar respuesta por lo que les está ocurriendo. Cuando las ideas predominantes de la época entre la prensa proclive al régimen y, en muchos casos, entre los mismos afectados por la desaparición de sus seres queridos, aludían a la existencia de bandas de delincuentes descontroladas, de paramilitares sin vinculación jerárquica con las fuerzas armadas, de militares moderados que, manteniéndose en el poder, contenían el avance de los más sanguinarios –con la clara excepción de Rodolfo Walsh, quien en su Carta Abierta del 24 de marzo de 1977, sintetiza: Las Tres A son hoy las Tres Armas–, esa demanda directa a la cara de los generales ocupantes de la Casa Rosada, es recibida, sí, como una locura, una equivocación táctica y, sobre todo, un cross al centro de la política de oposición que reclamaba a la junta militar esclarecimiento y sujeción de las bandas terroristas sin control.
Hablábamos de disputar el territorio de la plaza. A la vez que las Madres afianzan la impresión de que la recorrida individual por despachos, cuarteles, comisarías, iglesias, las atomiza y, en cambio, la experiencia de la plaza les brinda el valor de la unidad y la dimensión del conflicto en el que están inmersas, también descubren que, una vez allí, tendrán que defender ese sitio ganado. Como lo hemos expuesto, defenderlo no sólo de la represión dictatorial que irá en aumento, sino además de las distintas políticas adoptadas por los propios organismos de derechos humanos.
El largo proceso que lleva a hacer de la Plaza de Mayo la plaza fuerte de la resistencia a la dictadura tiene un comienzo posible en ese día “de fracaso” (aquel sábado 30 de abril), atraviesa todo el recorrido minucioso que lleva a que, entre jueves y jueves, más madres se incorporen al instante de encuentro en la Plaza y contiene, muy particularmente, el duro golpe recibido con la desaparición de las madres Azucena Villaflor, Mary Ponce y Esther de Careaga y de los familiares y militantes que se reunían en la Iglesia Santa Cruz, en diciembre de 1977. La re-elaboración práctica de ese golpe –mixtura de conciencia política aprendida de esas Madres secuestradas con la decisión de golpear hasta obtener respuesta– conduce al grupo de Madres sobrevivientes hacia una conciencia mayor del tipo de enemigo al que se enfrentan y de la naturaleza de sus propias fuerzas, emblematizada en el territorio de la Plaza de Mayo, que comienza a darles nombre.
Es interesante observar que en esta capacidad de regenerase, después del secuestro de sus referentes políticas y organizativas más destacadas, fructifican las semillas plantadas (¿al descuido?) en aquellos comienzosborrosos: la idea de la plaza como un punto de llegada, de síntesis de un período de búsquedas individuales, el encuentro asambleístico, público, igualitario como inicio de un nuevo camino con dirección (ignorada entonces) hacia la captación de la identidad colectiva de los desaparecidos y de ellas mismas, como madres en lucha por esos hijos y, finalmente, aquel gesto íntimo –grupal pero íntimo– de las madres asqueadas por las burlas de Harguindeguy (“tendremos que quedarnos aquí hasta que nos escuchen”).
La historia oral de las Madres de Plaza de Mayo señala que en el terrible momento en que se producen los secuestros de la Iglesia Santa Cruz (8 de diciembre de 1977), con el fin inmediato de impedir la publicación de una solicitada el día 10 de diciembre (fecha en que se conmemora la Declaración Universal de la Carta de Derechos Humanos de Naciones Unidas), la voz todavía libre, todavía viva, de Azucena Villaflor, reafirma la certeza del camino elegido y la incorporación lúcida de nuevas convicciones en los escasos pero intensos siete meses de gestación del movimiento. Ella incita a sus compañeras, azoradas por el avance de la represión, a continuar con la tarea comprometida: “Las compañeras desaparecieron por juntar plata para esta solicitada, así que mañana, que es el Día de los Derechos Humanos, tiene que salir sí o sí” (1). “Con la desaparición de Azucena, el resto de las Madres tratamos de acomodarnos como pudimos. Habíamos recibido de ella toda esa fuerza interminable y la determinación de ‘nunca abandonar la plaza’”. Ella nos había creado como movimiento. Seguimos adelante” (2).
Esta decisión clave de no abandonar la plaza, en ese contexto de máximo peligro, revalida toda la experiencia anterior, confiriéndole ya, a las Madres, superior conciencia del tipo de lucha que libran y colocándolas, por eso, en la senda que permitirá hacer de su resistencia –hermana de otras resistencias individuales, clasistas, heroicas o de simple cumplimiento del deber humano frente a la injusticia– la que logra reunir en torno suyo la solidaridad popular y el repudio múltiple a los dictadores.
Esta prueba de resistencia –ese permanecer resistiendo– atraviesa diversos momentos en los 24 años de lucha de las MPM. Momentos en que la resistencia se reduce a una mínima (pero poderosa) expresión, y momentos de gran adhesión y movilización, en los que su práctica es resignificada por los sectores en lucha como el núcleo, nunca desarticulado, de la resistencia popular. Entre los momentos de mayor soledad y, por lo tanto, desde el punto de vista del movimiento, de mayor templanza en la continuidad del camino trazado, se cuentan los meses en que se desarrolla la euforia por el Mundial de Fútbol del ‘78 y por el Mundialito, en 1979, y la otra euforia, más trágica aún, desatada junto la Guerra de Malvinas entre abril y junio de 1982; pero también, esa resistencia tendrá situaciones críticas frente a los poderes constituidos en la postdictadura. Durante el gobierno de Alfonsín, por citar sólo un ejemplo incluso anterior al dictado de las leyes de Punto final y Obediencia Debida, el partido gobernante opondrá, deliberadamente, la permanencia de las Madres en la Plaza de Mayo a la “defensa de la democracia”. El mismo día en se inicia la Marcha de la Resistencia del año 1984, Alfonsín declara que no comparte los “objetivos políticos” de la marcha y que éstos “no coinciden con los intereses nacionales”. A la vez, organismos de derechos humanos y partidos aliados al gobierno convocan, para la hora de cierre de la marcha, en el lugar en que ésta debía finalizar, una “Marcha por la Democracia”, ampliamente propagandizada (3).
Por su parte, Menem, entre otros aspectos de su política de impunidad y represión, instrumentará (bien que con anuencia de la mayoría de los organismos de derechos humanos) las leyes de reparación económica, en cuya defensa, una de sus funcionarias sostiene: “La reparación es parte de lapaz y ésta es su punto de partida. Es la contracara del rencor que –con diversos argumentos– sustentan pequeños grupos sectarios en vana aspiración de continuar el enfrentamiento entre argentinos...” (4).
En la actualidad, mientras está en curso una nueva etapa en la política de reconciliación, con frecuentes acusaciones contra las Madres de Plaza Mayo –estar financiadas por ETA, desvariar, ser brutales, incitar a la violencia–, calificativos ganados por apartarse del camino de complicidad que reúne a víctimas del genocidio con artífices de la impunidad, ellas reafirman su lugar en la Plaza.
La opción de permanecer allí no se asocia a una estructura vacía de mera repetición; por el contrario, representa un aspecto formal que genera y se nutre de contenidos nuevos, desde que ha logrado imponer su fortaleza a partir de la situación política posterior a Malvinas. Sobre la plaza ganada, la continuidad de la lucha de las Madres de Plaza de Mayo, fuertemente identificada con el rechazo a toda negociación con el sistema político-económico vigente sobreimprime otros contenidos, amplificando el sentido de la permanencia. Tan importante como no abandonar la plaza, espacio físico y simbólico amasado con su propia marcha, es no abandonar los principios; tan importante como no abandonar los principios es no abandonar la lucha, que promete (y, a su tiempo, cumple) la proyección y realización de esos principios.
De este modo, la original defensa de la vida, que las nuclea y las lleva a la acción en 1977, con el correr de los años y frente a las distintas políticas oficiales y de oposición con las que el movimiento interactúa, se desdobla en otras ideas-acción diferentes, pero cuya base y principio lo constituye el posicionamiento ético de la innegociabilidad de la vida (5).
La Plaza, vinculada a la lucha revolucionaria desde los “jacobinos” de 1810 hasta estas “violentas” Madres que no se callan, guarda en su geografía humana una promesa de futuro y transformación profunda que, porque vamos con ellas, crece desde ese pie.

Notas
(1) Matilde Sánchez, Hebe de Bonafini, Historias de vida, Ed. Fraterna, Bs. As., 1985.
(2) Entrevista a H. Bonafini, realizada por U. Gorini y O. Castelnovo, 1988.
(3) Ver Periódico Madres de Plaza de Mayo, Año 1, Nº 2, enero de 1985.
(4) Alicia Pierini, Subsecretaria de Derechos Humanos, “Políticas reparatorias en derechos humanos”, en: Página/12, 12/12/96, pág. 8.
(5) Véase el análisis realizado por la agrupación para cada una de las consignas que defiende, en el texto “Nuestras Consignas”: Reivindicamos la lucha revolucionaria de nuestros hijos, Nuestros hijos viven, Cárcel a los genocidas, Libertad a los presos políticos, Rechazamos las exhumaciones, No aceptamos que se le ponga precio a la vida, Rechazamos los homenajes póstumos, La falta de trabajo es un crimen, Las MPM no votamos ni aceptamos candidaturas, La lucha de los pueblos del mundo es nuestra propia lucha.

Universidad Popular Madres de Plaza de Mayo
Rectora: Hebe de Bonafini
Director Académico: Vicente Zito Lema

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