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Universidad Popular Madres de Plaza de Mayo

HECTOR BECERRA
�Etica en la comunicación�

La ética es una práctica
La ética en el campo de la comunicación de masas no tendría demasiado sentido si se la redujera a una moral; es decir, a lo que se debería o no se debería hacer. Pero no existe posibilidad de ubicarse en el plano ético solamente por obedecer un conjunto de reglas. Por otra parte, el campo al que alude dicha normativa es demasiado complejo como para encuadrarlo en un sistema. El acto informativo es profundamente dinámico e inevitablemente conflictivo: existen pugnas entre el periodista y la empresa periodística con la que trabaja, entre la empresa y los auspiciantes y anunciantes, entre el periodista y sus fuentes, entre el periodista y el público; también y lamentablemente in crescendo entre el periodista y la Justicia. Pero, observémoslo en la práctica misma, en la edición de algunos artículos que si bien aparecieron publicados hace poco más de dos años conservan una llamativa actualidad.

En su edición del domingo 8 de noviembre de 1998, la revista Viva de Clarín dedicó su nota de tapa a una fuerte tendencia en el mundo de la moda: la confección de ropa cada vez más pequeña. El artículo llevaba por título: “La vida por un extra small” y estaba firmado por Claudia Selser. A lo largo de diez páginas una cantidad de mujeres de distintas edades, medidas y pesos testimoniaban acerca de lo que significa encontrar ropa de marca (Kosiuko, Daniel Cassin, etc.) en la ciudad de Buenos Aires y, sobre todo, los inconvenientes que pueden llegar a tener en el momento de ponérsela.

Una semana después, otro texto de la revista Viva bajo el título de: “Efecto dominó” se ocupaba de “las indiscutidas reinas del verano: bikinis en blanco y negro”. Sucede que para mostrar dichas prendas la productora de la nota Marta Mouján eligió a cuatro modelos que seguramente no hubieran tenido problema para que sus escuálidos cuerpos entraran en el tan venerado extra small, el talle mínimo que da prestigio.

¿Cuál es la coherencia que una revista debe tener entre sus colaboradores, redactores, editores y la dirección? Esa es la pregunta que parecía desprenderse del artículo que Radar, el suplemento cultural de Página/12, nos proponía en su número 119. Podríamos suponer que la intención de Radar es que cotejáramos la nota firmada por Claudia Selser con la de la publicidad de las mallas y analicemos la responsabilidad de la revista, sobre todo en el momento en que Clarín producía, en la edición del 29 de noviembre de 1998, el rediseño más importante de su historia. En una nota sobre las nuevas propuestas del diario, Roberto Guareschi, secretariogeneral de redacción, definía a Viva como: “el orgullo de Clarín. Nació en 1994, fue el primer paso del rediseño y, por su calidad, cambió el mundo de las revistas dominicales de los diarios argentinos”. En el escrito de Guareschi (página 22) se pone de manifiesto el trabajo sobre la estética. Radar en cambio nos proponía un ejercicio ético, aunque acotado, que nosotros pretendemos continuar.

Sucede que la conquista de la libertad de expresión tuvo que hacerse en oposición a los poderes establecidos y por ello no es una conquista definitiva. Joaquín Morales Solá sostiene, en el Informe 1999 de Ataques a la Prensa, que muchos sectores de la sociedad argentina reconocieron el valor que para la libertad de expresión tuvieron las privatizaciones masivas de los medios de comunicación audiovisuales, pocos meses después de que Menem accediera al poder. Sin embargo, ahora se sabe que las privatizaciones que Menem promoviera no fueron realizadas por el afán de ampliar las posibilidades de una libertad considerada esencial; se hicieron, más bien, especulando con los réditos que se podría obtener de los futuros propietarios.

Aclaremos que la libertad de expresión y el novedoso derecho a recibir y difundir información han sido considerados como uno de los derechos humanos fundamentales, tal y como se recoge en el artículo 19 de la Declaración Universal de 1948 que dice:

“Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión.”
Derecho a la información
No cabe ninguna duda de que el llamado derecho a la información guarda estrecha relación con otros principios considerados como inherentes a la personalidad del hombre: la libertad de opinión, de expresión y de prensa. Pero estos conceptos no son sinónimos entre sí, ni mucho menos equivalen al derecho a la información, en la medida en que éste es más amplio y resulta de un proceso de evolución histórica y jurídica de escasa difusión en nuestro país.

En su obra La cláusula de la conciencia, el académico español José María Desantes Guanter realiza una precisa y muy didáctica enumeración de períodos por los que atraviesa el hombre respecto de la libertad y la información, según quiénes tuvieron un legítimo acceso al ejercicio de tal libertad. Por ello describe tres etapas que Damián Loreti retoma en su texto El derecho a la información:

La del sujeto empresario, propia del constitucionalismo del siglo XIX y caracterizada como aquella a la cual sólo accedían al ejercicio de la libertad de prensa quienes contaban con los recursos materiales para tener sus propios medios, en esos tiempos los gráficos; de allí la popularización del concepto libertad de prensa. En ese sentido, Damián Loreti sostiene que es sumamente acertada la descripción que realiza Carlos Soria al señalar que la libertad de prensa será insensiblemente libertad para la prensa; a su vez, esta libertad para la prensa se entenderá como libertad de constitución de empresas de prensa; y finalmente querrá decir libertad para el empresario, es decir, para la persona que rige y controla la organización informativa.

Por cierto, lo limitado del reconocimiento de tal derecho hace que resulten como beneficiarios de esta ley un pequeño porcentaje de ciudadanos.

La del sujeto profesional, que surge a principios del siglo XX con las primeras sociedades de redactores y el reconocimiento de sus derechos. Es la etapa histórica de los estatutos, entre los cuales se pueden citar los de los periodistas franceses e ingleses. Comienzan a regir ciertas facultades para aquellos que trabajan en empresas informativas y dedican sus esfuerzos a la búsqueda y la transmisión de la información.

La del sujeto universal se puede ubicar en el tiempo a partir de mediados del siglo XX (la Declaración Universal de los Derechos del Hombre de 1948 y el Decreto Inter Mirifica del Concilio Vaticano II son ejes fundamentales de este concepto) en la que se reconocen los derechos a investigar, recibir y difundir informaciones y opiniones a todos los seres humanos por su sola condición de tales.

A través de la cristalización de las corrientes de pensamiento que ofrecen los textos legales, el concepto que hoy entendemos como derecho universal a la información es el resultado de un devenir histórico que comienza por reconocer derechos a quienes son propietarios de las estructuras informativas, luego a quienes trabajan bajo la dependencia de aquellos y, finalmente, a todos los hombres. Es para destacar que en las dos primeras etapas los derechos son reconocidos únicamente a quienes cumplen un rol de producción o emisión de la información, en tanto que el reconocimiento del derecho a la información como derecho humano universal implica admitir jurídica e institucionalmente las facultades propias de quienes perciben o reconocen los datos o las noticias sistematizados y publicados por empresarios y periodistas.
De allí su importancia al considerar con plenos derechos a los que cotidianamente compran y leen periódicos o revistas, escuchan radio o ven TV. En otras palabras, las obligaciones que les caben a los informadores ya no será sólo objeto de tratamiento de estatutos particulares o códigos de ética de ciertos grupos. Será, entonces, la ciudadanía en su conjunto la que tendrá derecho a exigirles veracidad y responsabilidad a la hora de cumplir con la tarea periodística. Al entender el derecho a la información como un plexo de facultades, el derecho de difundir por cualquier medio implica también el derecho a acceder a ellos.

El cuarto poder
La posición de la derecha conservadora sostiene que el derecho a la información se viene instrumentando a través de cartas de lectores, llamadas telefónicas y/o el correo electrónico. La carencia de otros medios instrumentales supone la negación de derechos que deberíamos considerar vigentes, así los medios terminan convirtiéndose en un poder. Queremos decir con esto que son ellos mismos los que disponen de una enorme capacidad para seleccionar los asuntos y las informaciones que llegan a la sociedad, pudiendo así modificar las concepciones simbólicas y los sistemas de valores de los sujetos, cuestión que obviamente también produce efectos en sus conductas.

Esto ha llamado la atención de varios autores que desde diferentes puntos de vista han escrito sobre las dificultades que puede ocasionar el uso poco responsable de los medios, en este momento se me ocurre citar a Pierre Bordieu (Sobre la televisión), a Furio Colombo (Ultimas noticias sobre el periodismo), y a Ignacio Ramonet (La tiranía de la comunicación y La golosina visual). Ellos han capitalizado los trabajos de una larga lista de intelectuales que durante el siglo pasado contribuyeron en el entendimiento del poder alienante y manipulador de los medios. Son ellos Horkheimer, Marcuse, Schiller, Habermas y algún otro que no acude a mi memoria.

Decíamos que estos autores han intentado subrayar la importancia de que los medios utilicen gran parte del poder y el protagonismo de que disponen para su propio beneficio, con vistas a obtener mayores ganancias o acumular aún más poder.

Nosotros entendemos que la influencia de los medios no es en sí misma mala, ni buena. Ciertamente son muchos los que subrayan el lado negativo, destacando su capacidad para pervertir la cultura, las instituciones o los hábitos de conducta tradicionales. En el Informe 1999 de Ataques a la Prensa leemos que la Sala II de la Cámara de Apelaciones en lo Civil y Comercial había condenado en 1995 al periodista Eduardo Aliverti a pagar una indemnización al ex coordinador de prensa del Ministerio de Bienestar Social por presuntas injurias. En su voto el juez incluyó una diatriba contra la prensa que ejemplifica perfectamente el punto señalado. Para el juez “la libertad de expresión sin censura previa es teóricamente (el subrayado es del juez) una libertad estratégica”. Pero “una cosa es el principio y otra la extensión de ese principio”. Sin relación alguna con la causa el juez sostuvo que el panorama en la TV “es desolador: la estulticia generalizada impresiona como el denominador común (...); lo propio ocurre con el romanticismo de colchón o ramerismo militante”. También fustigó “el vicio del dialoguismo sobre los temas trascendentales de la existencia humana entre las personas carentes de la más mínima preparación”. Añadió que miraba revistas en los quioscos y se preguntaba “¿para qué tanta libertad de expresión formal?”. Recordó las “palabras del Divino Maestro” sobre la piedra de molino colgada al cuello de “los que escandalizan a los pequeños” y citó el Catecismo para afirmar que el escándalo también “puede ser provocado por la opinión”.

A contramarcha de la opinión del juez están aquellos que ven al periodista como un paladín de nuestros días, ya que muchas veces ha tenido que desempeñarse como policía, o mediador; son aquellos que nos recuerdan muy a menudo que Superman era periodista.

Los massmedia implican un potencial enorme de comunicación, información y ocio, de allí que puedan ser inscriptos en aquello que ha dado en ser denominado progreso de la ciencia; ello supone su utilización para fines muy diferentes: pueden ser bien empleados, con efectos positivos para las personas; o pueden, en cambio, perjudicar a muchos para beneficio de unos pocos. Como todos los instrumentos que han acompañado el progreso de la ciencia, habría que poner el acento en la responsabilidad y el cuidado de su uso.

Si durante varios siglos se ha insistido en la libertad de los medios, es hora de hacerlo también en su responsabilidad, lo cual no implica cambiar una cuestión por la otra; sino ver cómo ambas pueden complementarse. Hugo Aznar sostiene en Ética y periodismo que el mejor homenaje que se le puede hacer a la conquista histórica de la libertad de imprenta y la mejor forma de asegurar su futuro es emplear esa libertad con responsabilidad.

¿Quién regula los medios?
Conforme crece el poder y la influencia de los medios, crece por lo tanto la necesidad de dotar a la actividad de criterios para su uso responsable. La cuestión que se plantea inmediatamente es la de quién ha de establecer esos criterios. Por lo general estamos bastante acostumbrados en nuestras sociedades a pensar que los criterios rectores de cualquier actividad social los establece el mercado (al fin y al cabo los medios pertenecen a empresas y se pretende de ellos que sean un buen negocio), o bien lo hace el Estado (puesto que también se supone que los medios prestan un servicio público de interés para toda la ciudadanía). Sin embargo, ninguna de estas dos opciones resulta óptima por sí sola a la hora de regular la actividad de los medios.

La idea de los medios como grandes negocios guiados por sus propios intereses económicos se ha acentuado por lo menos en nuestro país desde los años noventa. A ello ha contribuido el proceso de liberalización que ha puesto fin al monopolio estatal de la radio y la TV. Se han abierto importantes posibilidades de negocios que han provocado movimientos de capital e inversiones muy elevadas, con la consiguiente cascada de compraventas, fusiones, tensiones y enfrentamientos entre medios, empresas y grupos multimedia.

A menudo se pretende legitimar este comportamiento de los medios aludiendo a que estos criterios de mercado son absolutamente democráticos. Si el medio tiene éxito (y consiguientemente incrementa sus ventas) es porque satisface la demanda de la sociedad; es decir, porque se le da al público lo que éste quiere. Satisfacer el interés del público (que se determina mediante los índices de audiencias y las cifras de tirada, y que no tiene nada que ver con el interés público) se convierte en el argumento común del comportamiento de los medios, autojustificando así un discurso que consagra los criterios de mercado como los únicos válidos para la actividad. Se trata, en definitiva, de la aplicación del discurso neoliberal de este fin de siglo al entorno de la comunicación social, convirtiendo a los medios en un negocio más y sus contenidos en una mercancía como otra cualquiera. Esto genera una tendencia a la concentración empresarial que reduce el número de voces que acceden al mercado de la comunicación, desvirtuando así la lógica pluralista de la libertad de expresión y de información. La insuficiencia del mercado como mecanismo regulador del funcionamiento de los medios es bien notoria.

Tampoco se cumple el supuesto de la decisión autónoma del consumidor (la idea de que se da al público lo que desea) como argumento legitimador de su funcionamiento de acuerdo con los criterios del mercado. De hecho, los massmedia son tal vez la única industria que no obtiene la mayor parte de sus ingresos del público que consume el producto (ninguno en el caso de la TV abierta y la radio, que son gratuitas), sino de la publicidad, que consiguientemente acaba imponiendo sus criterios de manera directa o indirecta.

La alternativa de que sea el Estado el que determine los criterios de funcionamiento de los medios, mediante su regulación legal, o control público, tampoco resulta adecuada. Justamente, el éxito actual del discurso neoliberal se debe en parte a la crisis de indefensión en que quedó sumido el Estado a partir del gobierno de Menem en lo que hace a su papel regulador.

Por otra parte, lamentablemente, resulta demasiado frecuente la tendencia del poder político a querer controlar los medios y convertirlos en mecanismos más o menos encubiertos de propaganda de sus intereses partidarios o gubernamentales, financiados eso sí con fondos públicos.
La autorregulación
Bajo el concepto de autorregulación de la comunicación se agrupan toda una serie de mecanismos e instrumentos relacionados con la actividad de los medios que comparten el objetivo de garantizar que su actuación se ajuste a los valores y normas de esta actividad. Lo singular y distintivo de la autorregulación es que tanto su puesta en marcha como su funcionamiento y su efectividad dependen de la libre iniciativa y el compromiso voluntario de los tres sujetos de la comunicación: los propietarios y directivos de las empresas de comunicación (tanto públicas como privadas), los periodistas que trabajan en esos medios y el público que los recibe. La autorregulación supone así un importante desplazamiento del ajuste normativo del funcionamiento de los medios desde el Estado y/o el mercado hacia la sociedad civil en su conjunto y a la regulación ética que dicha sociedad podría llegar a producir.

Precisamente, por tratarse de una iniciativa de la sociedad civil y de una regulación deontológica (1) y moral, la autorregulación suele carecer de toda otra capacidad que no sea la de formar opinión pública. Esto para nuestro pueblo, tan acostumbrado a los autoritarismos de turno, puede parecer poco efectivo; sin embargo, puede llegar a ser enormemente valioso, ya que constituiría una prueba de madurez que una sociedad tuviera una cantidad de miembros que fueran capaces de asumir libremente responsabilidades y compromisos, más allá de sus intereses particulares.

La primera función de la autorregulación es formular públicamente las normas que deben guiar la actividad de los medios. En ese sentido, la autorregulación se relaciona fundamentalmente con la moral y la deontología de la comunicación y no con el derecho y las normas jurídicas. Luego, la autorregulación tiene como función predominante hacer efectivos esos contenidos normativos y axiológicos que la moral y la deontología han puesto de relieve.

En la línea de caracterizar y singularizar ética de moral, digamos que la autorregulación periodística no puede consistir en una reflexión individual del periodista, porque los descubrimientos del psicoanálisis y las modernas ciencias del lenguaje nos enseñan que no es precisamente la conciencia la que puede llegar a regir los destinos de un sujeto. De allí que sostengamos que es en las vinculaciones entre el pensamiento y la acción, entre lo que se debería hacer y lo que se hace; pero siempre en un contexto social, es decir, cuando el periodista se relaciona con sus colegas, con sus pares; es allí donde el profesional puede llegar a producir la autorregulación. Por eso las empresas periodísticas, los sindicatos y las asociaciones profesionales podrían llegar a ser un ámbito privilegiado para este tipo de debates. Sin embargo, aún existe poca convicción sobre la necesidad de abordar los problemas relativos a la ética.

En una entrevista que le hacían a Bernard Kalb (2) en La Maga número 244, le preguntaban: “En la Argentina hay quienes afirman que no se puede hacer periodismo de periodistas...”. A lo que el periodista respondía: “Bueno, pero ¿quién te detiene? La prensa, aquí y en Norteamérica, es una de las instituciones más poderosas del país. Examina al gobierno, al presidente, a los políticos, a los grandes negocios... ¿Y quién examina a los medios? ¿Por qué no? (La prensa) es una institución que se escapa al examen profundo y que necesita ser examinada. (...) La tecnología está haciendo que todos estén peleando por la circulación, lo que lleva muchas veces al sensacionalismo. Entonces, alguien tiene que mirarlos. (...) Por eso es importante examinar cómo la prensa cubre una historia”.

Una vez que se han proclamado los criterios morales y deontológicos de la comunicación y se han establecido las condiciones para su autorregulación; entonces, sólo resta examinar, criticar y poner en conocimiento de la opinión pública aquellos casos en los que se crea necesario intervenir. Vayamos al caso que Página/12 decide criticar.

Enfermedades de la posmodernidad
Los trastornos de la alimentación surgen en las sociedades modernas en un momento en que las mujeres trabajan afanosamente para construir las formas óptimas de un imaginario esquema corporal tan perfecto como inaccesible. El contraste entre la publicidad gráfica la de las mallas para más datos y la propia apariencia recalan en las series complementarias (las causales) de los numerosos trastornos de la alimentación, que ya nos permiten referirnos a ellos como una verdadera neuropsicosis nutricional.
La revista Viva a lo largo de diez páginas hace desfilar una galería de mujeres de distintas edades, medidas y pesos para explicar lo que significa buscar un talle normal en la Ciudad de Buenos Aires. Una semana después, cuatro modelos escuálidas las que siete días antes hubiesen servido como prueba irrefutable del delirio de entrar en un extra small son exhibidas como la panacea del cuerpo que se debe tener para poder lucir aquella ropa del número anterior.

Tal vez no sería ocioso recordar que en los ‘60 la moda comenzó a exhibirse y promocionarse a través del modelaje. En aquel entonces la delgadez de la modelo obedecía a que su cuerpo no se debía convertir en el epicentro de la mirada de aquellos que concurrían al desfile. Si la modelo no debía tener cola, ni caderas, ni lolas, era para que funcionara como una variable neutra que permitiera que se destacaran justamente las colecciones exhibidas.

Digamos entonces que el cuerpo de la modelo, justamente aquello que no debía ser visto, retorna de manera implacable y devastadora convirtiéndose finalmente no sólo en el foco de atención de las miradas, sino en el epicentro de una cultura de la delgadez y al hablar de una cultura pensamos también en una manera de enfermar exacerbada, tendenciosa, o ingenuamente, desde la hegemonía que producen el discurso periodístico y el publicitario.

Ciertamente el papel de la ley no desaparece en relación con la actividad de los medios, pero debe limitarse tan sólo a proteger y resguardar otros derechos básicos que puedan estar en peligro o hayan sido vulnerados por un uso indebido de la libertad de expresión. Constituye pues un rasgo esencial de una sociedad democrática otorgar a la libertad de expresión y de información un valor preferencial, por lo que consideramos ilegítimo cualquier intento de limitarla o regularla a priori través de la intervención estatal.

Probablemente, más que en ninguna otra esfera social el ideal normativo de la comunicación que puede institucionalizarse a través del derecho es mínimo en las sociedades democráticas. La intervención del derecho tiende a restringirse al máximo en este campo, generalmente para garantizar precisamente el pleno ejercicio de la libertad de expresión.

Acostumbrados como estamos a que en nuestro país el Estado y el derecho establezcan las normas de la sociedad, puede parecer que allí donde éstos no llegan ya no le corresponde a nadie asumir responsabilidad alguna. Mientras algunos medios aprovechan los vacíos legales o los límites reguladores del Estado para imponer su deseo egoísta de ganancia a toda costa, otros comienzan a percibir la urgente necesidad de complementar la acción reguladora del Estado y de compensar el déficit de funcionamiento del mercado mediante el compromiso ético. Hugo Aznar es categórico cuando afirma que frente a la tutela del Estado y el libertinaje del mercado nos queda la libertad de guiarnos y evaluar nuestras acciones de acuerdo con normas y valores autoimpuestos.

La autorregulación cumple una importante función: el estudio, la discusión y el juicio de las actuaciones que se dan en los medios permiten que la profesión, los periodistas que la realizan y el público en general entren en una zona de conflicto que sin embargo y a la postre permitirá un aprendizaje y un crecimiento sobre la dimensión ética de esta actividad llamada periodismo. Pero si algunos mecanismos de autorregulación como el que produce el artículo de Página/12 respecto de los de Clarín tratan de dar cuenta de algunas incoherencias en el ámbito de la información y la comunicación, esta diferenciación no debe hacerse exclusivamente en torno de lo que sería correcto o incorrecto. A menudo tendemos a pensar con demasiada ligereza que todas las actuaciones incorrectas se deben a faltas voluntarias o malintencionadas (que por supuesto también existen). Olvidamos que el descubrimiento freudiano nos ha enseñado hace ya más de un siglo que la conciencia no es el epicentro del sujeto, de allí que muchas actuaciones se dan ante situaciones imprevistas, creadas por el avance de las tecnologías y los cambios sociales acelerados, todo lo cual plantea contextos nuevos a los que la mayor parte de las veces no se puede responder adecuadamente.

Es necesario aprender de los errores, aunque el filósofo Gastón Bachelard en La formación del espíritu científico haya propuesto denominarlos obstáculos epistemológicos, especialmente decimos nosotros en un ámbito de constante transformación y cambio como el de la comunicación. Lo que es inaceptable es que una sociedad que dispone de la capacidad y los medios para hacerlo no se interrogue acerca de la dimensión ética de sus actividades más importantes. Los mecanismos de autorregulación de la comunicación favorecen el examen y la reflexión de los medios facilitando así la existencia de cauces estables de aprendizaje y maduración moral en esta esfera de actividad tan esencial para la sociedad.

Al llevar a cabo estas funciones sostiene Hugo Aznar no se plantea en absoluto que la autorregulación tenga que suplantar los papeles respectivos que el Estado y el mercado desempeñan en el ámbito de la comunicación. Se cuestiona, eso sí, que el mercado (como mecanismo de funcionamiento habitual de los medios) y el Estado (como regulador mínimo y portador exclusivo de la capacidad de sanción de la ley) puedan dar cuenta por sí solos del funcionamiento adecuado de los medios de comunicación. La autorregulación no tiene como tarea suplantar los papeles respectivos del Estado y del mercado, sino compensar sus insuficiencias y sus limitaciones, favoreciendo así que la actividad de los medios se ajuste a sus propios valores y normas.

La autorregulación pone así de relieve, frente a los reduccionismos economicistas tan comunes hoy, que las personas y las organizaciones puedan ser capaces de tomar en consideración y comprometerse con otros objetivos además de la simple búsqueda de su interés particular a toda costa, en especial en una actividad que, como la comunicación y la información, constituye un derecho fundamental de los sujetos y un bien esencial de la sociedad.
Final con anécdota
El verano próximo pasado hemos asistido al lanzamiento de “Primicias” (Canal 13, lunes a viernes a las 22.00), que se convirtió en la primera tira diaria de la TV argentina que no se mete en una redacción o en un noticiero de TV para contar historias que les pasan a otros; sino que intenta retrotraer la óptica a la manera kantiana sobre lo que ocurre dentro mismo de los ámbitos periodísticos. Decía Clarín en su sección Espectáculos del 30 de enero de 2000: “La ficción da una imagen más acabada de la realidad en la medida en que esa realidad no es respetada tal cual”. Decimos nosotros: cierto, pero también sería interesante que la ficción no fuera la única manera de poder acercarnos a lo que cotidianamente hacemos los periodistas.

Notas y bibliografía
Hugo Aznar, Ética y periodismo. Códigos, estatutos y otros documentos de autorregulación. Paidós, Barcelona, 1999.
Adriana Lazzaretti, Periodismo: pensar y actuar desde la ética. Ficha de circulación interna Ética y Deontología de la profesión. DeporTEA.

Damián Loreti, El derecho a la información. Relación entre medios, público y periodistas, Paidós, Buenos Aires, 1995.

“Ataques a la prensa”. Informe 1999. PERIODISTAS para la defensa del periodismo independiente. Editorial Planeta, Buenos Aires, 1999.

“Bulimia y anorexia. Primera jornada de intercambio y reflexiones sobre distintos abordajes en el tratamiento de trastornos de la alimentación”. Lic. Adriana Zaffaroni y Lic. Mariángeles Altube (coordinadoras). Centro Cultural Gral. San Martín y Secretaría de Cultura de la Municipalidad.

(1) Etimológicamente “deontología” significa disciplina o ciencia de los deberes y se suele usar para referirse a estudio o la enumeración de los deberes de las distintas actividades profesionales, se habla así de deontología médica, periodística, etc.

(2) Bernard Kalb participó en setiembre de 1996 del encuentro realizado por el Freedom Forum en Buenos Aires. Tiene cuarenta años de profesión. Fue corresponsal en el sudeste asiático por quince años. Se desempeñó como asistente del secretario de Estado George Schultz, para información pública; cargo al que renunció para protestar por la desinformación del gobierno. En 1996 conduce en la CNN un programa dominical que analiza el comportamiento de los medios frente a los principales temas de la semana.

(*) Héctor Becerra es escritor, periodista, coordinador de la carrera Periodismo de investigación en la Universidad Madres de Plaza de Mayo.

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