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Universidad Popular Madres de Plaza de Mayo

MANUEL BARCIA *

�En la videópolis
(El sujeto, la TV y el poder)�

Una cultura de la imagen
Nos ha tocado vivir en un mundo que es el de la cultura de masas. Algunos autores –Theodor W. Adorno y Max Horkheimer– ven en esta expresión un contrasentido, por lo que prefieren entonces hablar de industria cultural. Por mi parte, coincido con la formulación de Umberto Eco, en su Apocalípticos e integrados, en la medida en que entiende tal proposición como una categoría antropológica, un estado de cosas en lo económico-social, mundo éste en el que el desarrollo capitalista les permite a las clases populares acceder a una participación más equitativa en el reparto de la riqueza, cultura ésta en la que los mass media juegan un rol preponderante dentro de la misma. Esta cultura nuestra es la de los grandes movimientos populares, la de las interminables luchas políticas y sociales del siglo XX que venían a exteriorizar un sueño de cambio progresivo, y en la que entonces hay tanto un “a partir de” las revoluciones mexicana y bolchevique, como un “después de” el derrumbe del Muro de Berlín, dos hitos fundamentales, entre los cuales podemos encontrar los elementos a la vez que políticos, económicos, a partir de los cuales explicarnos todo un desarrollo. Esta instancia del devenir capitalista, cuya más alta expresión han sido las distintas formas del Estado benefactor, como ya lo sabemos, no es una dádiva de los poderosos, sino una conquista de los pueblos. ¿A dónde irá a parar esta difícil, trabajosa adquisición con tanta “economía de mercado”? Convengamos en que ni el mercado, ni la economía, son novedad para el hombre; en todo caso, lo que nos preocupa a muchos es esa fuerza desatada a la que damos en llamar neoliberalismo, que tras la caída del gran paradigma no tiene límite, no encuentra el punto que ponga freno al deslizamiento de su significación salvaje.
Esta cultura es lo que se da en llamar la “era de la imagen”: universo en el que la imagen –y muy especialmente, la imagen electrónica–, y el mirar consecuente con ella, ocupan un lugar central. No se trata en ello de lo icónico en sí, de cualquier iconicidad en juego, sino de las imágenes en movimiento, y más concretamente en ese formato pequeño que es el de la TV. Vivimos, según nos lo adelantara el canadiense Herbert Marshall McLuhan, y satélite mediante, en una aldea global, bajo el imperio de la televisión y sus pantallas. Un orbe globalizado, tanto en las comunicaciones, como en la economía o en la política, el de la revolución electrónica: la TV es el medio hegemónico, que no sólo prescribe comportamientos, sino además facilita la regresión –en sentido psicológico, a la vez que político, según luego veremos–; los otros medios –radio, periódicos, etc.– tienen en tal sentido una eficacia muchísimo menor. Nadie se puede sustraer de tener alguna relación con la TV; a propósito de ello, nos dice McLuhan que si no la vemos en casa porque no tenemos televisor, es inevitable por lo menos verla en lugares públicos, o al menos estar en contacto con personas que consumen talmedio. Porque no tengamos auto no dejamos de formar parte de esta sociedad motorizada, del mismo modo que no hace falta saber leer y escribir para estar inscripto en un mundo alfabetizado. Nos ha tocado vivir en “la era de la Televisión”. La cultura de masas hoy es una cultura de la imagen.
Pero este mundo, en el cual pantallas e imagen tienen un papel preponderante, excede lo televisivo: están los videogames, cuya función es también la de entretenimiento, esas salas en las cuales nuestros adolescentes –y no tanto– pasan buena parte del tiempo de sus vidas; y por supuesto, además, ya en el área de trabajo, las imágenes que se leen en las computadoras, que muchas veces, aunque signos verbales también, tienen una cierta iconicidad: pantallas de los ordenadores que son en la égida de lo imaginario, en donde muchas veces se trata más de una operatoria mecánica que hace eje en lo visual –y analógico–, que de una verdadera tarea de pensamiento –altamente metafórica–. Y a todo esto se le suma la tan mentada fusión entre video e informática, con lo cual se abren las puertas a una nueva dimensión témporo-espacial. En definitiva, el mundo en el que vivimos, en la imposición de una sofisticada tecnología de pantallas y monitores, hace así efectiva la globalización del planeta, proceso este que empieza y termina por ser económico. Y esta cultura de la imagen es la de la videopolítica. A ella –según nuestro punto de vista– le corresponde a la vez un tipo de hombre, una determinada forma de organización político-cultural; hombre, en tanto hombre-imagen –o, como decía McLuhan, hombre electrónico–, crónico televidente –el que ve a distancia–, agente de lo inmutable en su fijeza, quien se repliega en un ethos de ficción audiovisual, realidad virtual bidimensional en la que las imágenes son planas y remedan los objetos del mundo, cosmos televisual en el que el ser, lo que existe, está en, viene de la pantalla, de modo que el ser es el parecer –sociedad del espectáculo, según la definición de Guy Debord– en tanto el televidente les da vida a esos signos visuales, a la par que en parte pierde la vida propia en todo su esplendor al reducirla a la mera condición de mirada; organización político-cultural, cuya práctica política se ha degradado en tanto video-política, la videopolis, si se nos permite jugar con las palabras, entendiendo que esta polis de las pantallas es lo opuesto de la polis griega, está en sus antípodas, es la antipolis, es decir, la videopolis: reino de la imagen, que se articula desde una estructura política en la que la democracia es indirecta y no participativa, reino de la ilusión en donde el ágora se confunde con el estudio desde el cual las cámaras registran el show político-periodístico, escena en la que el voto es televoto, y la única participación consiste en hacer un llamado telefónico que en nada altera el no-hacer, el inconmovible mirar de la masa quieta y silenciosa. Así, hombre-imagen y videópolis hacen uno: en la aldea global, en este mundo globalizado tanto cultural como políticamente, hay un hombre universal que lo puebla, más o menos utilitarista, más o menos hueco, conforme ello con el estereotipo que desde las usinas del poder massmediático se promueve.

Terrorismo de Estado y caída de ideales
Y este hombre, esta sociedad de hombres que prolifera, no es en cualquier contexto, sino en el marco de una derrota política mundial sufrida por las fuerzas progresistas, esto es, la caída de un gran paradigma de cambio –en el sentido de una libertad, una igualdad y una fraternidad cada vez mayores: para todos, y no para unos pocos–. Este fracaso nosotros lo hemos vivido en carne propia, de resultas de lo cual padecemos el actual estado de regresión político-económica. Vengo ensayando desde hace años una psicología de masas en posguerra sucia, y he llegado a la conclusión de que la regresión operada llega hasta los cimientos mismos de cada hombre que hace masa –cualquiera de nosotros, en tanto destinatarios de los mensajes de las comunicaciones de masas–: en un sentido ya fundamental, la regresión es psicológica. Me explico: la caída del paradigma es una caída de ideales, y esto no es sin consecuencias para la estructura psíquica; se producen modificaciones de la subjetividad, a la par que se promueve la formación de un determinado tipo de sujeto: adaptado al “modelo” en curso.
Claro que la caída de ideales no es la caída del ideal: éste es un lugar en la estructura psíquica, y es imposible que la gente viva sin tener alguno, tan sólo que, desde la perspectiva de una psicología de masas, consecuentemente con la caída de un paradigma –la derrota–, se quebró el ideal, pero no cualquiera, sino un ideal colectivo de cambio político –y con ello quedó desdibujado todo un proyecto de nación–. Esto dejó su marca en los individuos: el terror no fue sin consecuencias, sino que atravesó los cuerpos (y, con ello, capturó, encarceló o, más aún, “desapareció” el deseo –que en su mayor grado de expresión es deseo político–, cuyo efecto es el destrozo –¡mas no la destrucción!– de la conciencia –nacional, tanto como social–), lo que es condición de posibilidad para una regresión psicológica a la vez que político-social. El sujeto del post terrorismo de Estado se debate entre el goce narcisista –ya no más con dominancia, a nivel de masas, de lo histérico-obsesivo– y la esquizoidía sociocultural –vencido y desorganizado, vive en el aislamiento; en verdad, lobo de sí mismo–. Además, la caída del gran ideal de cambio trajo aparejado el sobredimensionamiento de la pasividad, o, más aún, la inmovilización; sobrevino entonces el colapso del deseo político. Tras la derrota de los setenta, este sujeto del post terrorismo de Estado cedió en cuanto a su deseo y cayó en la postración –cobardía moral, según Lacan–, inherente a una cierta depresivización: entró en un estado que podría definirse como de eclipse del deseo. (Aquí, no reducimos el deseo a lo sexual, ya que el mundo humano, orden simbólico, es en el marco de la sublimación, y ésta se organiza políticamente.)
Y esta regresión político-psicológica coincide con una etapa del desarrollo capitalista en la que los medios de comunicación de masas –de difusión, en rigor– son el aparato ideológico dominante, época que, según dijimos, es la de la primacía de la TV; ésta, junto a los otros medios, contribuye a la producción y represión ideológica del sujeto-soporte de las actuales relaciones de dominación. No que la TV produzca esta regresión político-psicológica, sino que se articula a ella: sosteniéndola, justificándola. A través de los media, se impone una realidad virtual que es funcional al olvido de la sujeción: el sujeto de la TV, sujeto sujetado, olvida en el reino de lo virtual su ser sujeto de la sujeción, para que ésta, como algo ya natural, devenga eterna. Por otra parte, ése es el eterno rol de la ideología, hoy en día mediáticamente, televisivamente difundida. A su vez, y dentro de este contexto, dijimos ya que el paradigma del Cambio ha caído y, al parecer, tan sólo nos queda el consuelo posmoderno de lo gris, la aurea mediocritas elevada al rango de ideal. Este sujeto –y aquí cabe aclarar que la formación de subjetividad es, hoy por hoy, a la vez que familiar y sociogrupal, además también massmediática–, es en buena medida sujeto del narcisismo, verbigracia, un no-sujeto: ni del cambio, ni de nada, el sujeto de la nada: un puro Yo de contemplación, el Yo de la TV. Por cierto que un Yo que se completa desde la pantalla, un Yo alienado: el de los ciudadanos aterrorizados, y bien quietos, con su teta-televisor a pedir de boca, un casi bebé, con cerebro adulto, en manos de la nodriza TV. McLuhan, también atravesado por el psicoanálisis, desde las páginas de Comprender los medios, nos dice aproximadamente lo mismo, de una manera que, aunque aforística, resulta coincidente: “Con la televisión, el teleespectador es la pantalla”.

Post dictadura y pantallas de TV
La imagen de TV completa al sujeto en los términos de la identificación primaria, identificación narcisista en la que se confunden Yo y no-Yo, Yo y mundo exterior; ya en cuanto al sonido, por ejemplo, la voz de los comunicadores no sólo forma opinión, sino que, gracias a la identificación, promueve comportamientos más o menos funcionales a la organización social. El hombre massmediático no opina; por el contrario -en la mayor parte de los casos–, sencillamente obedece: otros piensan por él; se ubica en una posición semejante a la del hipnotizado frente al hipnotizador. (Al igual que el hombre de la orden posthipnótica, el hombre-imagen cumple órdenes, las que en su caso le vienen dadas desde los medios.)
Pero que no se malentienda esto que aquí se dice: no todo es manipulación, lo que la televisión hace con el sujeto es un dejarse hacer del sujeto: su deseo, mejor dicho su no-deseo, cuenta en ello: cada sujeto que hace masa, las masas, en suma, son responsables, ya que en algún sentido también eligen. Sabemos que esto es difícil de aceptar para quienes se manejan con apotegmas del estilo de “el pueblo nunca se equivoca, lo engañan” –proposición que nos recuerda al fundante Rousseau, Jean Jacques–, aquellos que piensan al pueblo, a “la gente” –expresión de moda–, o como se quiera decir, cual si de niños se tratase. Apuntamos a la idea de responsabilidad –no culpabilidad; la culpa tiene una dimensión psicológico-moral, así como también una dimensión jurídica; esta última no está aludida desde estas páginas–, en cuanto a que hay un grado de identidad entre cada sujeto-masa, y aquél –líder o lo que fuera– que es la cara visible del poder –tal como lo explicara Wilhelm Reich–: las masas optan, y hay un algo en común entre el que manda y los que obedecen; pastores y rebaño son las dos caras de la misma moneda –los hechos históricos no son al margen de los pueblos, ellos tienen siempre algún grado de responsabilidad–. En ese sentido, el sujeto de la democracia formal –posguerra sucia–, el sujeto de la regresión narcisista de la libido –la libido vuelve sobre el Yo, y, una ex-tensión de ese Yo, algo así como la conciencia del mismo que lo habla, eso es por momentos la TV–, siendo que no dar curso a su deseo –colapsado, eclipsado–, y además de alienado también infantilizado se torna irresponsable. Convengamos que a ello ayuda el terror padecido en la década del setenta, y pacientemente internalizado; recordemos lo que decía Jeremy Bentham: “El dolor producido por los castigos es como un capital colocado en la búsqueda de un beneficio” (Principles of Penal Law).

Videopolítica o democracia –La publicidad es modelo–
Toda esta regresión psicológico-política que venimos comentando se da en una determinada situación, que es la de la democracia oligárquico-financiera, militar y políticamente –jurídicamente– consolidada. Los militares genocidas, al poco del retorno al orden constitucional, se jactaban de haber ganado “la guerra”, a la par que, como consecuencia de lo que fue el juicio a las juntas, se lamentaban de lo que ellos entendían como una “derrota política”. Hoy, ya después del indulto, política y armas, aparato de represión y aparato político volvieron a ser armónicos, ahora sí “la casa está en orden” y la oligarquía financiera puede calzar a gusto, hecha como un traje a medida, su democracia formal. Democracia: “el gobierno del pueblo”, dicen; y con ello la “representación” indirecta, y la “crisis de representación”. ¿Qué “representación”? Y por cierto que todo ello, en videopolis. (Entonces, ¿”democracia”, o videocracia?) De tal modo que se suma a lo antes establecido con respecto a la regresión, el“problema de la representación”, y ya no sólo por el modus operandi de los políticos en el llano, sino porque hoy en día la política, en cierto grado, es videopolítica.
Y precisamente, a la política en los medios, y muy particularmente en la TV, le ocurre, en cuanto al modo de circulación del mensaje, que no hay ida y vuelta –feed-back, que le dicen–. O, para decir lo mismo de otra manera, la mencionada circulación es unidireccional, los mensajes transitan por canales de vía única, no hay intercambio: emisor y receptor son lugares fijos, y no alternables, se hace imposible lo que se da en llamar la persuasión. Esto afecta no sólo al arte retórico de convencer, sino a la posibilidad misma del discurso democrático, digamos que el reconocimiento del otro como diferente y con un ser y un pensamiento propios, y con respecto al cual el modo imperativo sería en la desmentida, en la negación misma de esa otredad: en tanto sujeto libre, con voz y voto propios, un alguien humano que excede con mucho el esquema del conductista arco reflejo que todo lo entiende a partir de su engañosa dinámica estímulo-respuesta. En esta dirección puede afirmarse que lo que pasa con la publicidad funciona como modelo de lo que ocurre en las llamadas comunicaciones de masas: en cuanto no hay ida y vuelta entre emisor y receptor, y no hay persuasión, ya que éstos no son lugares intercambiables, no habiendo por lo tanto intercambio de sentido –que eso es la comunicación, circulación de sentido en el mencionado ida y vuelta–, las publicidades en los medios, tanto como los medios de comunicación, no comunican sino que informan –y forman, o, mejor dicho, deforman–. Tal como nos lo advirtió Umberto Eco, la publicidad, al igual que el tirano, no recurre a la persuasión, no funciona en el sentido del “...yo te persuado, tú me persuades (como en el tribunal o en el parlamento)” –Apocalípticos e integrados–. Los media, canales de vía única y paternalistas –como la publicidad que les sirve de sostén y guía– tienen mucho más que un costado despótico.
Ningún partido político que se diga popular –y con él sus máximos dirigentes–, aquellos cuyos intereses se dice que son los del pueblo, puede pasar todo esto por alto: en algún punto, la videopolítica –la política hoy por hoy, en los tiempos de la TV– se vuelve antinómica del discurso democrático. Sabemos bien que es un espacio más en el que el político se ve obligado a competir, a dar la lucha, pero a no engañarse: la videopolítica –en sí– poco y nada tiene de democrática –y al decir esto no estamos negando la forma democrática, que le sirve de marco a la telepolítica, sino relativizando su eficacia–, y menos aún de popular. Este orden cultural es el de la alta concentración económico-política: la estructura oligárquico-financiera es resistentísima a toda desviación y es vano pensar que se la puede enfrentar con sus mismos procedimientos, por ejemplo, con la sola apuesta superestructural massmediática. Y si se trata de videopolítica es conveniente no olvidar una de las claves para entender esto: “... ‘el medio es el mensaje’ porque es el medio el que modela y controla la escala y forma de las asociaciones y trabajo humanos..., lo más típico es que los ‘contenidos’ de cualquier medio nos impidan ver su carácter” (McLuhan, M., Comprender los medios).
Por otra parte, no es cuestión, por ejemplo, de sentarse a esperar la llegada masiva de la televisión interactiva, garante supuesta de una posible comunicación, y de una muy persuasiva y entonces muy democrática videopolítica. El problema que aquí planteamos no es de orden técnico, sino que es un problema fundamentalmente ético. Simplemente: más que reinventar la política, si lo que se propone es una transformación progresiva de la sociedad –a fin de cuentas, sintonizando con un deseo político que luego traicionan, los candidatos de los partidos mayoritarios del bipartidismo vernáculo siempre llegan al gobierno con promesas enroladas en esa tradición de cambio–, y no apenas de pasar en limpio “el modelo”, en una versión ya sin borrones ni errores de ortografía, lo que hay que hacer es volver a la política de masas. Optar por esta alternativa significa estar con la gente, ser de verdad la gente: en el abandono de los intereses y los vicios corporativos, para lo cual la actual verticalidad política deberá ser superada por una horizontalidad, a instancias de la cual la “democracia” será democracia, a partir de la efectiva participación colectiva. (Si ese día llega, los partidos políticos ya no estarán tan sólo al servicio de los políticos del “partido” –según el uso actual–, sino de la ciudadanía en pleno.) Pero volviendo al módico hoy, y como para empezar por algo –o, para seguir como se pueda–, el político progresista no debiera de estar preocupado por “llegar” mañana mismo, sino por llegar como se debe llegar. Moverse en la dirección del deber-ser, y desde ahí abrirse camino hacia una política del deseo: que eso es la política cuando es política de masas (psicología de todo un colectivo, de resultas de lo cual se afirma el enlace libidinal –afectivo– entre los hombres, generándose así unidades cada vez más amplias de cultura, cada vez más sólidas, por más populares), cuando está al servicio de los intereses del conjunto, de su ideal de cambio más o menos reprimido a lo largo de la historia, el que se corresponde con el legítimo a la vez que noble anhelo de una vida mejor para todos, la felicidad colectiva, el bien común como razón profunda de la política, en la eterna confrontación entre Eros y Tánatos. Para Aristóteles, la ciencia política tiene por objeto de estudio “el bien y lo justo” –Etica a Nicómaco–; y por ello, siempre, el a priori de la misma está en alguna ética. Me parece a mí que desde ahí habría que partir.

La Alegoría de la Caverna, hoy
Videopolis, regresión, y un sujeto, no del teatro de la vida, sino de las pantallas del no-deseo, allí donde se juega la pulsión en el sentido de un placer casi puramente escópico –de la mirada–: si el televisor es espejo, la contemplación es autocontemplación, regodeo narcisista que cierra las puertas a la diferencia –tanto sexual como político-filosófica–, el movimiento se anula, y ahí vemos por donde la tan mentada pantalla pequeña funciona en solidaridad lógica con el pretendido “fin de la historia”, y la consecuente “muerte de las ideologías”. Aboliendo el espacio y el tiempo –en lo histórico-político-social– con sus eternos aquí y ahora electrónicos, la televisión contribuye así a negar y congelar la dialéctica de la libertad.
Cada vez que recuerdo el Libro VII de La República –Platón–, se me impone pensar una analogía entre la Alegoría de la Caverna que ahí se propone, y la posición del sujeto frente a la pantalla del televisor. Trataré de explicar esta intuición. En principio es conveniente recordar ese tramo del insigne texto, en qué consiste tal alegoría. Muy sucintamente: Platón nos dice que imaginemos un grupo de hombres en el interior de una caverna, están encadenados, y de lo que ocurre en el exterior sólo se enteran, en verdad, sólo se lo figuran a partir de los sonidos que les llegan desde afuera, así como también, gracias a las sombras que ven proyectadas sobre la pared que tienen enfrente de sus ojos. Aclaremos esto último: es que no pueden cambiar la ubicación en que fueron fijados, están sentados de espaldas a la salida del antro subterráneo de cara a uno de sus muros, y las sombras que ven se producen debido a un fuego que está detrás de ellos y hacia arriba –se asciende a la superficie por un camino escarpado–: por delante del mismo pasan personas, van cargadas de objetos, arrastran animales, etc. La sombra de ello es lo que ven los esclavos dibujándose sobre la pared, al igual que las voces y ruidos que les llegan, desarticulados de sus correspondientes objetos. Se pregunta entonces Platón qué pasaría si a uno de los encadenados se lo liberara de sus cadenas y se lo forzara a salir de su prisión; enseguida se responde que el tránsito de la oscuridad hacia la luz ofendería sus ojos, que tardaría en entender que eso que ve son los objetos y personas reales, acostumbrado como estaba a vérselas con sombras y ecos que él tenía por ciertos y no eran más que falsas verdades; en suma, se trataría de un escape, el cual lleva al sujeto hacia el conocimiento, que, en su nivel más elevado, es conocimiento del bien. En el esquema idealista de Platón, el antro subterráneo es el mundo sensible, y la luz, cuyo centro de posibilidad es el sol, representaría lo inteligible: el pasaje de la ignorancia al conocimiento implicaría un salto que lleva de lo oscuro a lo luminoso, al cultivo de las ciencias, cuya máxima representante es la dialéctica –la filosofía–, tarea ésta que queda asociada a la función pedagógica del filósofo en Platón, quien en su concepción de mundo debería coincidir en última instancia con la persona del que gobierna. Esta alegoría es una metáfora de lo que es una constante búsqueda humana: la de la justicia, a la cual se accedería venciendo el desconocimiento. (Si bien el aprendizaje era individual, ahí estaba el filósofo como referente y guía, en la conceptualización de Platón.)
Hoy los hombres encuentran un sucedáneo de las sombras de la caverna en las imágenes de la TV –dobles ficciones, en cuanto el icono no es el objeto sino su copia, una representación, y en cuanto que esas imágenes se organizan en relatos–. Claro que después de tanto marxismo y tanto psicoanálisis sabemos que el hombre de hoy no sólo no acepta fácilmente los “programas de salvación” que se le ofrecen, sino que además este individuo se trata de un compuesto de luz y oscuridad, que existe además la noche del ser, y el deseo y la pulsión –equivalente humano del instinto animal– demandando desde el interior la resolución de la tensión de necesidad. En una palabra: el discurso redentor –de ciertas ‘fuerzas revolucionarias’– está hoy cuestionado; la gente no acepta dócilmente el ser ubicada en la posición del ciego al que un místico lazarillo conduce por la vida, precisamente porque su deseo y su no-deseo cuentan, porque no se trata de esclavos en una caverna, sino de sujetos en una sociedad democrática, que por caso “eligen” ver TV.

Del autoerotismo televisivo a la reunión de los cuerpos
Después del terrorismo de Estado, este sujeto está cuestionado: la regresión psicológico-política o, dicho de otra manera, la pasivización –salvo ciertas excepciones– sigue vigente, y para colaborar a la consolidación de esto las pantallas de televisión: que no son precisamente pantallas de la libertad sino del bombardeo de información –sin libre flujo de la misma–, allí donde lo que rige es lo unidireccional, mientras la persuasión –garante de la verdadera democracia– sigue estando ausente. ¿Qué hacer, entonces? Como ya dijimos antes, no nos vamos a sentar a esperar que llegue a nivel masivo la televisión interactiva, ni a rehusar la presencia del político progresista en los medios, más o menos progresistas éstos; pero de ahí a creer que todo pasa por la imagen... Si lo que se persigue es el cambio, frente a la inmovilización, y entonces el infantilismo y la depresivización –el no-deseo– de las masas, es imprescindible hacer algo en el sentido del movimiento, un movimiento que sólo puede darse entre todos, más allá de vanguardias y de caudillismos, porque no hay iluminados que valgan cuando todos estamos metidos hasta la cintura en el mismo barro, y la salvación no puede venir ni de los políticos carismáticos ni de las pantallas de la TV. En ese sentido, al sujeto de la TV en pos de su libertad se le impone hacer el camino inverso al del esclavo de la caverna de Platón: por cuanto vive en un mundo en el que hay mucha luz, demasiada incluso, luz de todo tipo de pantallas –de la TV al ordenador, extensiones de su conciencia, se envuelve entre las sábanas luminosas de lo Imaginario–, para avanzar hacia la desalienación, para poder proseguir o empezar la gran marcha de la libertad, deberá ir desde la luz hasta la propia oscuridad: buscar dentro de sí, indagar en lo oscuro del ser, intentando una respuesta con respecto a lo que desde el psiquismo, desde la economía pulsional, hace obstáculo al Eros, aquello que desde el mismo individuo se opone a la Fraternidad, y que, junto con el terror internalizado, es causa estructural de la pasividad, la inmovilidad, en suma, su no-deseo en posguerra sucia; de ahí, el olvido de la sujeción, y ese como goce autoerótico frente a la televisión.
Es por cierto desalentador el panorama que venimos describiendo, máxime si atendemos a sus efectos en lo ético: el neoliberalismo nos lleva al callejón sin salida del “sálvese quien pueda”, del “lo mismo da”. Por cierto que ante lo que desde el poder pretende conservarse, siempre estamos a tiempo de decir que no, aunque desde ya no solos, sino en compañía de los otros. Mas ¿con qué otros en este mundo de la comunicación de masas, en el que todos y cada uno estamos solos mirando la TV? ¿Cómo salir de ese posicionamiento? Para esto, es decir, para desregresivizar tanto como para quebrar el sistema especular de la información, para llegar a una verdadera comunicación de masas –en donde no se confunda lo virtual con lo real–, tan sólo uno es el remedio eficaz: la militancia de base, entendida ésta no sólo como actividad en el sentido político tradicional, sino ya como práctica comunitaria en dirección al reestablecimiento del tejido social –generando lazos de solidaridad–, una militancia no en función de la superestructura partidaria sino de la gente: romper con el verticalismo que siempre llevó a la derrota de los pueblos, desplegar una sana horizontalización a partir de la cual organizar la socialización del poder y la riqueza, intentar de verdad, intentar el cambio efectivamente posible. Sin un movimiento de base no se llega a un poder que sea un poder popular; el resto es pasar en limpio “el modelo”, ensayar una versión más prolija y más aséptica del mismo, sin que en modo alguno se conmueva el sistema de dominación. Por eso, el progreso de la libertad mecánica –la de ‘entrar, permanecer y salir’, que ‘garantiza’ nuestra Constitución–, hoy libertad electromecánica –que los massmedia ofertan–, a una libertad plena –en donde la palabra deje de ser palabra vacía, para pasar a ser palabra plena: en la asunción del deseo del sujeto–, no es algo fácil en esta videopolis en la que habita el hombre-imagen y en donde lo que cuenta no es el hacer –ni la política ni nada–, sino el mirar TV. Entonces, las sucesivas generaciones de Coca, la shopping-praxis, y a la base de todo ello la retórica del vacío.
De ahí que el único remedio, la única terapéutica contra la inmovilización pase por la efectiva movilización de la gente, y en esto no somos nada originales, como es obvio. En todo caso, lo que proponemos es recordar, salir del olvido –mediáticamente apuntalado– de la sujeción, y advertir que la apuesta a las pantallas, el reducirse el hombre a puro ojo, esquivo ser de mirada –tal el ser del inconsistente hombre-imagen–, ésa es la nueva trampa. “Sólo el pueblo salvará al pueblo”; “la liberación de los oprimidos será obra de los oprimidos mismos”; ¿frases viejas?, ¿slogans pasados de moda? No, trabajos pendientes, en cuanto las contradicciones económico-sociales que dan lugar a tales enunciados siguen vigentes. La ideología dominante no se revierte ni con carisma ni con pantalla, sino con la gente, siendo la gente: porque dicha ideología está dentro de cada uno de nosotros, nos atraviesa; esto se revierte, no solos, en la solitaria relación de cada hombre que hace masa con el poder, sino en compañía de nuestros semejantes: quebrando así la identificación con el opresor, dando lugar a la construcción de un ideal genuino de los oprimidos (que ya no coincida –en la conciencia de sus intereses de clase– con el de sus opresores). Como decíamos en torno de la democracia, de cara a la realización del sueño de la libertad, la gran respuesta es el movimiento, un movimiento en el que caminemos codo a codo, juntos y diversos hacia la conquista del propio deseo, que no es uno sino el de cada uno entre los otros. Allí donde el hombre deje de ser plano, recobre su espesor –la concreta tridimensionalidad–, y ya no sólo hombre-imagen, vuelva a ser hombre pleno. Entonces, la resurrección de los cuerpos en el reino de este mundo.

* Manuel Barcia es psicólogo y periodista. Docente de la Universidad Popular Madres de Plaza de Mayo. Lic. y Prof. en Psicología.

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