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Universidad Popular Madres de Plaza de Mayo

ENTREVISTA DE VICENTE ZITO LEMA
León Rozitchner: violencia y contra-violencia

Para iniciar esta conversación y procurando un cierto esquema referencial, planteo una percepción de la realidad argentina que pienso puede ser compartida, por más que no todos tengamos una misma respuesta ante las necesidades y desafíos. Una situación de naturaleza pública, que calificaría de gran debacle, económica, ética y jurídica, que ha llevado a que el país viva en la ilegitimidad política, afectando nuestra subjetividad y los valores finales que hacen deseable la sociedad.
Pienso que la crisis no engendró, todavía, fuerzas masivamente organizadas tras un proyecto de transformación, común y viable. Más aún, se percibe en un vasto sector social (que incluye a los más dañados) una obstinada actitud de renegación de la realidad. Negar en la práctica –más que en el discurso– lo que está pasando, sus causas profundas, y luego negar, con nuevos hechos –discursivos y políticos– la misma negación. En cuanto a esto y dejando por el momento un análisis de textualidad política, ¿no podríamos utilizar para la comprensión del fenómeno ciertas categorías del psicoanálisis, la psiquiatría y la psicología, que en el plano de los sujetos dan cuenta de los comportamientos alterados, incluso morbígenos para sí, y aplicarlos a una sociedad que a ojos vista se muestra presa de sus conflictos no resueltos?
–Yo no utilizaría sólo los términos provenientes del psicoanálisis, de la psiquiatría ni de la psicología para tratar de comprender a la realidad. Creo que Freud, ya que hablamos de él para comenzar, me interesa a mí como pensador filosófico que trató de penetrar en la comprensión de lo histórico a partir del sujeto. El yo es ya una institución. Me interesa el Freud que culmina necesariamente en los problemas referidos a la historia y a la sociedad, que son problemas centrales, el Freud que afirma que lo que comienza a explicarse desde el padre individual se extiende y culmina con las masas sociales institucionalizadas. Su último libro es El hombre Moisés y el monoteísmo: un individuo y una institución religiosa. No creo correcto enfocar la realidad histórica sólo desde el ángulo del psicoanálisis/psiquiatría/psicología, porque sería parcializarla. Significa privilegiar un solo nivel de la realidad del hombre: reducirlo a lo individual y excluir a la sociedad. Nuestra corporeidad es histórica hasta en los más íntimos aspectos de la subjetividad. La psicología y los psicoanalistas que se desentienden de la realidad histórica como fundamento de los desequilibrios personales trabajan sobre abstracciones. Y creo que hacen mucho daño.
Respecto al otro aspecto de tu pregunta, te diría que en realidad lo que siempre me interesó, y lo que esta época está poniendo en duda, es la ilusión y la fantasía de que todos los hombres podrían ser buenos, y que sólo haría falta modificar las condiciones de la realidad para que de alguna manera aparezca esa bondad cuasi natural de la cual hablaba Rousseau, si se quiere, y considerar que la historia los hizo malos: los convirtió en asesinos. Frente al origen del pensamiento marxista, donde en el joven Marx se desarrolla el problema de la alienación y la “esencia” del ser humano como ser genérico, lo que a mí más me ha frustrado, lo que me ha llevado a una verificación dolorosa, fue comprobar que una gran cantidad de seres humanos pueden llegar a ser asesinos y gozar del crimen.Que no habría una sola “esencia” humana, si con esta expresión queremos designar lo que todos los hombres tienen al menos de común. Si siguiéramos ese planteo habría entonces que concluir que hay dos “esencias” humanas fundamentales, y no sólo una. Una, la de la gente que no vacila en dar la muerte al otro, es decir, desembarazarse de su propia muerte expulsándola fuera de sí, sobre el prójimo, y la otra, la de los que sentimos –”me incluyo entre ellos”– completamente incapaces de poder producir la muerte de otro ser humano. Son distinciones netas y tajantes. Por lo tanto, la cosa sería entre asesinos y no asesinos. Eso es lo que se juega en la historia.

–Tengo dudas. O mejor, sospechas, en el sentido de Nietzsche. ¿Habrá una “esencia” humana –singular o plural– anterior a los actos, y por ende que los provoca, aun por encima de la historia del sujeto? ¿No es la vida de cada hombre –y sus vínculos con las otras vidas– la manera del ser y la causa final que lo “esencializa”? ¿La muerte que proyectamos en el otro es ajena a nuestra vida? Decís que la historia se juega entre asesinos y no asesinos, ¿hablás a nivel metafórico, o esa categoría de dar la muerte la llevás a una práctica criminosa, tan impiadosa como literal?
–Sí, sí. En eso hay que ser implacable. Yo la llevo a una práctica literal. Aunque hay una gradación, grados de ser asesinos entre los asesinos. Están los que hemos conocido en nuestro país, que gozaban en dar la muerte, que gozaban con el sufrimiento y la tortura, que arrojaban vivos a seres humanos desde aviones, que despedazaban a las víctimas. Ese asesinato crea como cómplices a todos quienes, espectadores, los avalaron hasta cuando ya el propio riesgo real había desaparecido, y mantuvieron su “indiferencia” sin pedir justicia. Avalar y soportar el crimen con la indiferencia es el otro extremo en la serie del ser asesinos. Y esto también abarca a la gente que, con fingida inocencia y muy contenta, puede ver cómo la muerte de su prójimo se ha normalizado para ellos, como si la “banalidad del mal” no se extendiera desde las instituciones asesinas hasta alcanzar la muerte “banal”, normalizada, de la gente que vemos y sabemos, con indiferencia, que están muriendo ahora mismo de hambre. Esto yo lo pongo dentro de la degradación moral y dentro de uno de los extremos “es cierto, el más distante de la muerte directa que realiza el asesino”, pero siempre dentro de una gradación del exterminio humano, que lleva de un extremo al otro, matices que siempre expresan algo común de una cualidad humana asesina. Como es asesina y genocida la economía que domina nuestros días. Por más que acentuemos el “determinismo” del sistema para explicar la inacción y el carácter necesario del crimen, siempre queda ante el crimen del otro la “libertad” de resistirnos a partir del propio afecto. Allí se afirma el fundamento de nuestra humanidad.
–¿Entonces admitirías que un vasto sector social de nuestro país tiene una conducta proclive al asesinato?
–Sí. Proclive al asesinato, o por lo menos indiferente a la muerte y al sufrimiento del otro. Y eso que estamos en un país que pertenece al mundo cristiano, donde la noción de la piedad y del amor al prójimo es un eslogan generalizado. Pero también tan miserablemente utilizado que se lo usó para justificar y hasta incitar al crimen y encubrir a los asesinos.
–Yo no quiero obstinarme en Freud, pero precisamente considerando a Freud en la última etapa de su vida, lo vemos caer en la desesperanza. Para él, el hombre está más tomado por la maldad que por el amor...
–Más bien diría que Freud es pesimista cuando describe lo dado en la historia de nuestra época. Pero no cuando al hacerlo describe la dimensión histórica universal que lleva al progreso de la conciencia y a la aceptación del crimen original del padre primitivo. Es pesimista cuando esta lógica se interrumpe y adviene el imperio cristiano de la muerte: el desarrollo de una lógica siniestra que dirige la violencia contra nosotrosmismos. La última etapa de su vida coincide con el predominio del nazismo y cuando observa que la Iglesia Católica, en la que tenía esperanzas de que resistiera, se ha plegado al nazismo, y debe entonces emigrar a Londres. Aun lo que él llama “instinto de muerte”, que fundamenta lo vivo, creo que es la parte más especulativa y metafísica de su teoría. Y ni siquiera de allí se puede sacar la conclusión de que la humanidad no pueda orientarlo. Mientras hay vida hay lucha contra la muerte. Una cosa es que la muerte sea el destino final del hombre y otra la que, adelantándose a ese destino, venga dada por la crueldad del hombre sobre los otros hombres. Lo cual no quiere decir que sea pesimista: que acepte que esa muerte que ejercen los asesinos haya ganado definitivamente. Frente a este enfrentamiento entre los asesinos que se apoyan en el aniquilamiento “directo o lento” del hombre, y los que defendemos la vida “que seríamos incapaces de darle la muerte o producirle sufrimiento al otro (hablo de grandes sufrimientos mortales)” apuesto a que ganemos los que estamos por la vida contra los que están a favor de la muerte.
–A nivel jurídico –y partiendo desde la filosofía del Derecho, porque de alguna manera vos planteás también el tema desde allí– cuando alguien es atacado y siente que el otro le trae la muerte, es legítima la defensa aun violenta para impedir que la muerte se consume. Si aceptamos que vivimos en una sociedad donde el poder –y podríamos discutir luego qué es el poder–, tanto económico, político, jurídico, cultural, en definitiva, nos causa la muerte, ¿ante esa violencia no es pertinente que la vida se defienda aun con la violencia? Porque si no quedaríamos los que amamos la vida (entendida como un bien total, que nos compromete con la vida de los otros) indefensos de pelear por ella, frente a quienes, históricamente, se adjudican el monopolio de la fuerza y le dan categoría de natural y legal, asegurando así la impunidad para sus conductas, aún las más crueles y represivas.
–Mi punto de partida, y que he expresado muchas veces, no quiere decir que uno deba quedar indiferente. Yo hablé de lucha y dije que espero que ganemos nosotros contra los que producen la muerte. Ahora, si hay que acudir a la violencia y a la muerte para lograr el triunfo, digo: yo nunca fui asesino y nunca podría pasar al otro extremo del espejo... Pero también debo admitir que para defenderme del que quiere darme la muerte... yo lo mataría, si puedo, en defensa propia. Hasta en Derecho la defensa propia no constituye un asesinato.
–Diríamos que el “bien” propio se privilegia frente al “mal” ajeno. Por encima de nuestra voluntad profunda podemos causar muerte, consumar un acto de extrema violencia...
–Nuestra acción puede causar muerte precisamente de aquel que ejecuta la muerte del otro, o quiere quitarle la vida, sin aceptar un intercambio previo sobre el mal que los enfrenta: sin abrir un espacio político y jurídico. En el enfrentamiento a muerte la contra-violencia debería triunfar.
–¿Vos entonces diferenciarías la acción dolosa o perversa que mueve al sujeto (alguien que desde la ilegitimidad del fin, o desde el “mal moral” causa la muerte del otro), de la acción de aquel o de aquellos que en defensa de la vida matan?
–Sí. Yo diría lo siguiente: están la violencia y la contra-violencia. No se utilizan habitualmente estos conceptos y no se los diferencia en toda su magnitud. Se habla comúnmente de la violencia de los unos y de los otros. No. Creo que debe distinguirse la violencia del agresor y la contra-violencia del agredido. La contra-violencia tiene sentido defensivo, mientras que la violencia agresiva es indiferente frente a la muerte con tal de lograr su objetivo: es ofensiva. El que está en la contra-violencia, en el bando de la vida, se defiende de los que dan la muerte. Ahora eso no quiere decir que hay que salir a hacer lo mismo quehacen ellos: defenderse sólo matando a los que dan la muerte, simplemente. Porque allí también produce una consecuencia política en la producción de ciudadanos. Pero, además, también tiene consecuencias para aquel que aún para defenderse tuvo que dar la muerte a otro. Aun el que se defiende, el que da muerte al otro en defensa propia, queda también marcado por la muerte: quedará transido, afectado indefectiblemente por el más horrendo de los actos.
–¿Habría entonces una justificación ética de la contra-violencia, medida por sus fines y aceptando, claro está, la gravedad que encierra para nuestra conciencia y nuestro espíritu dañar o en caso extremo privar de la vida a cualquier sujeto, incluso al que nos oprime injustamente, destruyendo hasta el sentido de la vida?
–La justificación ética de la contra-violencia sería llegar a ese extremo límite donde el que está a favor de la vida intente siempre no tener que dar la muerte, respete ese límite extremo de querer evitar la muerte del otro. Hasta en la guerra. Eso tiene consecuencias en lo político y en toda la sociedad, es decir, en cada individuo. Y, por lo que se ha visto también en el “socialismo real”, en lo que se ha llamado hasta ahora la “revolución”.
–Hablemos de eso. No sería la primera vez que discutimos...
–Pienso que en la época anterior al ‘76, en la época del auge de la guerrilla en nuestro país –y estoy diferenciando la de aquí de otras que se dieron en otros contextos–; algunos grupos (no todos) utilizaron la muerte, el asesinato del otro, como símbolo de su poder de castigar: dar, como lo hace el enemigo, la muerte. Entraron así en la misma lógica de utilizar la muerte como forma de expresar un límite isomorfo con los que producían la muerte. Y la muerte nunca puede ser utilizada como un símbolo. Me refiero a la concretada, por ejemplo, en la figura de Aramburu.
–Un caso paradigmático. El general Aramburu carga históricamente sobre su espalda la muerte de muchos inocentes...
–Creo que haberle dado muerte fue un acto “simbólico” –no se destruía al enemigo– en el que los que decían que estaban del lado de la vida utilizaron la muerte de una manera gratuita, de una manera vengativa, ineficaz, porque impedía que la gente diferenciara una política de la otra. Desde el lado de la vida no se podía utilizar la muerte como “símbolo” del enfrentamiento con el otro: contenía el germen de la derrota: adoptaba la lógica sanguinaria del enemigo.
–Es decir que a tu criterio se contrapuso simplemente la muerte a la muerte. Pasados tantos años, parecería que la manera de su muerte borrase las muertes que él causó...
–Así es. ¿Qué grupo o poder tenía/tiene la capacidad de enjuiciar para condenar a muerte al otro, y ejecutarlo fríamente? Allí se comenzaron a usar las categorías del enemigo. Pero estratégicamente produjo graves consecuencias, porque se estaba a la defensiva, en la contra-violencia. El hecho llevó a que todo el espectro político-social resistente estuviera luego marcado desde los que dan la muerte, no en defensa propia sino por espíritu vengativo. Desde el punto de vista de la eficacia, el dar la muerte a uno –en este caso a Aramburu– no significó para la estrategia profunda, moral digo, el triunfo de los que estaban por la vida. Significó, contrariamente, que se estaba utilizando a la muerte como un recurso deleznable que no estaba al servicio de la vida. Y aun los que superficialmente la aprobaron, ¿se puede discernir hasta dónde fueron penetrados por la culpa o el miedo que los inhabilitó para participar coherentemente en el campo de la política? Este acto, con ser sólo un triunfo “simbólico”, imaginario por lo tanto, mera fantasía, recurría al asesinato de un individuo como simple soporte de una significación irreal, no un triunfo real sobre el enemigo: revirtió sobre todo el campo de lasociedad que apoyaba la vida. Y debe haber tenido sus efectos en el propio campo de los militantes.
–Históricamente hay otra muerte simbólica, que aún mantiene sus efectos y hasta divide aguas. La del coronel Ramón Falcón, probado asesino de obreros. La repulsa que despierta este hombre se ve hoy reflejada en que los jóvenes tapan su nombre en el cartel de las calles con el de Radowitzky, aquel anarquista que lo mató. ¿Cómo apreciás el caso?
–Fue el acto individual de un anarquista. Tenía una determinada concepción de la realidad que políticamente no comparto. Para mí no fue una actitud defensiva sino vengativa. Al que había dado muerte a múltiples compañeros, en él, se vengaba a todos. Pero los responsables y el sistema que formaba parte del acto asesino de Falcón quedaban intangibles. Yo creo que fue un acto visceral, no político. Es decir, las ganas de dar muerte al otro estaban presentes en el ejecutor –creo que fue Radowitzky–. De esa dialéctica políticamente no participo. La lógica que toma la parte por el todo, la de Adán que por su pecado nos hizo a todos pecadores, o la de Cristo que con su sola muerte redime a todos los culpables, es la lógica de la religión o de la pasión, no la de la historia.
–El coronel Falcón y el general Aramburu tienen de común no sólo que eran militares, sino que expresaban el poder y que más allá de sus conductas criminales nunca la Justicia cayó sobre ellos. En cuanto a sus muertes, ¿vos las diferenciarías?
–Diferencio una de otra porque están inscriptas en distintos niveles y en distintos contextos. Pero lo confieso: yo no podría ejercer contra ellos la muerte. Yo me defendería. La guerrilla sería, también, si se quiere, explicable y hasta necesariamente violenta –depende del contexto histórico–, pero en la medida en que mantenga el respeto por la vida del otro (dijimos que su violencia está en el campo de la contra-violencia) tratará de evitar –según el momento concreto– un accionar productor de muerte. El gozo vengativo de la muerte, aun la que podríamos darle al asesino más cobarde, al ajusticiarlo nos iguala de algún modo con el gozo oscuro que él sentía. El castigo de hacerles sufrir el horror ejercido por ellos puede ser, aprisionados, mucho más intensamente doloroso que el sufrimiento instantáneo de la muerte. Por cierto que no creo que eso esté pasando con Videla y Massera, por ejemplo.
–¿Entonces estarías de acuerdo con la definición del Che cuando habló del amor como naturaleza de la acción y causa final de la revolución?
–Estaría de acuerdo con él, pero no sólo considerando al amor como causa final, sino agregando la presencia viva del amor aun en los actos más crueles de la guerra –ahorrar la muerte del otro– para alcanzar ese final del amor anhelado.
–El pensamiento de Ernesto Guevara, sus acciones y pasiones nos remiten a los dolorosos caminos de toda revolución. La vida y la muerte cobran una dimensión trágica, que supera la cotidianidad, tanto en el heroísmo como en todas sus contracaras.
–Sí, bueno. Pero si el revolucionario busca el amor final no puede ejercer la muerte simultáneamente como un medio que deje de tener consecuencias también para él, aunque sólo acuda a ella como un medio defensivo aun en la ofensiva: entramos en la categoría de los enfrentamientos guerreros. ¿Ese fue el caso en nuestro país? Sólo puede ejercerla desde el punto de vista defensivo y desde ese punto destruir al que está ejerciendo la violencia de la muerte (como en el caso de Batista en Cuba) para triunfar sobre ellos, que la ejercieron primero como sistema. Pero cada situación histórica es diferente.
–Los planos a veces se mezclan...
–Lo reconozco, hay que ser muy sutil y precavido. La complejidad es muy grande y más difícil es discernirla. Yo sólo intento plantear las consecuencias de lo que nos ha pasado y que merecen ser discutidas. Esadiscusión quizá recién empieza. Por eso uno está en el campo del pensamiento, de la reflexión, que es también un acto político porque uno también hace política cuando siente que tiene que meter el cuerpo para poder pensar y enfrentar, avivando los recuerdos más dolorosos, las consecuencias de las ideas que promueve.
–Particularmente siento que la violencia del poder no deja de acompañarnos como una pesadilla, pero también es una realidad cruel que marca nuestros destinos y desafía nuestras respuestas. Se diría que la naturaleza del poder es la violencia, que tiñe aun el amor, que involucra a nuestra subjetividad. En estos días hubo en Córdoba una represión de obreros, trabajadores de Luz y Fuerza, como desde los tiempos de la dictadura no se veía. ¿Cuál es el límite para esta violencia?

–El límite para enfrentar esta violencia es lo que podríamos encontrar en el fundamento mismo del marxismo. El poder colectivo real del pueblo, el poder inclusivo y simultáneo del despliegue de las fuerzas populares es capaz de vencer a cualquier violencia y quizás a fuerzas militares, o modificar las condiciones. Eso ya lo expuso Clausewitz y quedó demostrado. En la época en que la gente salió a la Plaza de Mayo, durante el gobierno de Alfonsín, los militares temían una pueblada. ¿Y qué es una pueblada para ellos? Que el pueblo los arrase sin usar las mismas armas. Hay que imaginar, en este momento de continuos cortes de ruta y otras resistencias, qué pasaría si simultáneamente en todos los caminos del país la gente que está hambreada saliera a luchar por la vida. ¿Se podría resistir todo eso? Una Plaza de Mayo con más de quinientas mil personas como la llenaba Perón, ¿puede movilizar a tanta gente sin tener consecuencias políticas y sin que haya creado nuevos lazos sociales entre la gente? Ahora el problema es cómo hacerlo posible, cómo suscitar las voluntades. Si se piensa que se lo puede acelerar matando a diez represores, te jodiste. Porque aun en eso, más allá de las categorías teóricas o morales que se dejen de lado para hacerlo, ellos tienen la fuerza real para aplastarte. Al poder de muerte real que tiene el poderoso no podés oponerle el símbolo de su destrucción imaginaria, ni renunciar a los valores que constituyen nuestra fuerza.
–Hoy no existe el accionar de la guerrilla, no hay acciones insurreccionales, grandes huelgas o movilizaciones masivas y con tal grado de conciencia crítica que pongan en real peligro al poder, por más que rescatemos el valor de los cortes de ruta, y el sacrificio de los piqueteros. Sin embargo, el poder acrecienta la represión...
–Claro. El poder aumenta la represión porque encuentra nuestras fuerzas disgregadas y la acrecienta sobre grupos atomizados. Pero la violencia fundamental de este sistema es que inficiona de muerte a toda la población, aun en aquellos que no son castigados en extremo por la situación económica. Porque la muerte penetró en todos a partir de la dictadura militar. Yo creo que tenemos que tener en cuenta el Proceso genocida como un hito fundamental de nuestra desesperanza actual. Y uno de los objetivos políticos más importantes es vencer ese terror que aún nos carcome desde adentro y disuelve nuestras energías.
–Eso pasó hace veinticinco años. Vos has explicitado más de una vez -incluso en nuestra Universidad Popular– el concepto del terror como paralizante de la conducta y hasta como inhibidor de la conciencia. ¿Cuál es el límite histórico de su vigencia? ¿Es un acto fundante que no tiene fin en sus efectos sobre la sociedad?
–Una cosa es pensar en lo inmediato. ¿Tiene que tener fin porque ahora nos decidimos voluntariamente a darle término? El terror subsiste, penetra y hay que tener en cuenta el tiempo histórico. El tiempo de la historia no es el tiempo del individuo. Yo no puedo pensar la historia en términos de una vida individual. Hay cosas que yo no voy a ver, necesariamente. Y hayestrategias que requieren también un tiempo mayor que el propio tiempo individual. Si quiero acabar con el sistema que da la muerte en lo inmediato, puedo caer en la fantasía de utilizar ciertos recursos que no son adecuados estratégicamente para vencer el poder que estoy enfrentando. El único límite que podemos pensar es allí donde todo un pueblo, toda una clase social dominada, a través de la tarea política, la transformación subjetiva y también personal, incluyendo al conglomerado colectivo que produce, pueda estar preparado para enfrentar al poder. Yo creo que la fantasía de ciertos grupos de izquierda en la Argentina, que creyeron que las masas peronistas estaban preparadas para sostener la revolución que ellos proponían los llevó a hacer lo que hicieron. Yo no estoy hablando de la carencia de heroicidad ni del sentido que tenía el querer cambiar radicalmente una sociedad y una realidad injustas. No estoy atacando a aquellos que cayeron. Han sido, muchos, amigos míos. Compañeros y compañeras. No estoy hablando del fundamento que ellos sostenían para enfrentarse al poder con la heroicidad con que lo hicieron. Hablo simplemente de la estrategia, que creo que fue ineficaz porque llevó al fracaso y a la represión generalizada, si se quiere. No vieron el poder del enemigo y contaron con la fantasía de creer que, como la clase obrera era peronista, iban a poder transformar la realidad en socialista. No vieron la derrota subjetiva que Perón había inseminado en cada obrero. Cuando hablo de vida/muerte no hablo sólo desde el punto de vista afectivo o ético, estoy hablando de la estrategia del enfrentamiento a partir de las voluntades corporizadas en las fuerzas subjetivas colectivas.
–Para esa estrategia de cambio profundo o revolucionario, a partir de Marx el sujeto histórico ha sido visto –con mayor énfasis– en la clase trabajadora. Hoy, teniendo en cuenta los cambios en la naturaleza del trabajo y en los vínculos que hacen a las nuevas formas de producción, que incluyen el auge de la tecnología y la modalidad de los servicios, como también la aparición masiva del excluido social, algunos pensadores cuestionan la propia existencia de la clase trabajadora. ¿A tu criterio, sigue existiendo una clase trabajadora tal como fue originariamente definida?
–Yo creo que la noción de sujeto político se ha ampliado y que hay que empezar a pensar las cosas de otra manera. No es que yo diga que la clase obrera no existe. Porque todo lo que se produce en el mundo –pese a la tecnología, a la robótica y a la informática– continúa necesitando del trabajo humano. El fundamento del trabajo sigue siendo clave si lo entendemos dentro de una concepción distinta a la que puede ser pensada desde el punto de vista del capitalismo o de cierto marxismo superficial. El desocupado que hoy sale a cortar una ruta, los piqueteros, está haciendo un trabajo, están objetivando una subjetividad: transformando algo externo y algo interno. Están haciendo un trabajo que no es asalariado. Pero es un trabajo sobre el mundo exterior donde están poniendo sus fuerzas personales y las fuerzas colectivas que están presentes en ellos, y las están poniendo afuera como un principio activo. Por lo tanto son un elemento transformador de la realidad, y toda realidad se transforma trabajándola. El amor, si se quiere, también es un trabajo. En el sentido elemental, porque alguien está objetivando lo que él es en el cuerpo de un otro, y es ese otro el que se modifica a través de ese alguien que lo ama. Si sacamos el concepto “amor” de las frivolidades espirituales del cristianismo (donde el amor es el alma-alma en comunicación), lo que se comunica y encuentra es cuerpo-cuerpo, realidad social a realidad social, colectivo a colectivo. En ese sentido, cuando uno habla del amor o del trabajo para el hambreado que está cortando una ruta para pedir trabajo, eso es ya un trabajo, aunque no esté inserto en el proceso de producción económico o en el mercado del trabajo asalariado. Es un trabajo político. Si lo vemos así vamos a tener una visión másamplia y una mayor confianza en la posibilidad de transformación de la realidad, porque vamos a demostrar a la gente que hay un poder de realización, de activación, un poder colectivo que está implícito en la sociedad más allá del proceso de producción capitalista. Y que eso también es trabajo para transformar la realidad del “trabajo” asalariado.
–Y ese trabajador, entonces, como emergente de una realidad perversa que a la par reproduce, ¿sigue siendo el sujeto histórico de la revolución a nivel consciente, deseante...?
–Sigue siendo el sujeto histórico, necesariamente, aunque haya que construirlo. Porque es la base de la colectividad humana que sigue buscando integrarse en una organización social que permita la vida, que la haga posible. Para millones de personas el único valor sustancial en este momento y en las actuales circunstancias es el de seguir vivos. Y esto implica la destrucción, el aniquilamiento por parte del poder (los cincuenta chicos que mueren por día, los hambreados en todos los niveles, los viejos, los que no son tan viejos, etc.). Todo eso es la muerte y la violencia que nos trae el poder. Y puesto que las condiciones han variado, es necesario partir de lo que está dado. Tener en cuenta que el enfrentamiento actual de la sociedad tiene dos extremos: por un lado el capitalismo (el capitalismo asesino neoliberal), y por el otro el hecho de que este mismo capitalismo, contradictoriamente (en Occidente) va acompañado por la necesidad, aunque formal, de la “

tema desde allí– cuando alguien es atacado y siente que el otro le trae la muerte, es legítima la defensa aun violenta para impedir que la muerte se consume. Si aceptamos que vivimos en una sociedad donde el poder –y podríamos discutir luego qué es el poder–, tanto económico, político, jurídico, cultural, en definitiva, nos causa la muerte, ¿ante esa violencia no es pertinente que la vida se defienda aun con la violencia? Porque si no quedaríamos los que amamos la vida (entendida como un bien total, que nos compromete con la vida de los otros) indefensos de pelear por ella, frente a quienes, históricamente, se adjudican el monopolio de la fuerza y le dan categoría de natural y legal, asegurando así la impunidad para sus conductas, aún las más crueles y represivas.
–Mi punto de partida, y que he expresado muchas veces, no quiere decir que uno deba quedar indiferente. Yo hablé de lucha y dije que espero que ganemos nosotros contra los que producen la muerte. Ahora, si hay que acudir a la violencia y a la muerte para lograr el triunfo, digo: yo nunca fui asesino y nunca podría pasar al otro extremo del espejo... Pero también debo admitir que para defenderme del que quiere darme la muerte... yo lo mataría, si puedo, en defensa propia. Hasta en Derecho la defensa propia no constituye un asesinato.
–Diríamos que el “bien” propio se privilegia frente al “mal” ajeno. Por encima de nuestra voluntad profunda podemos causar muerte, consumar un acto de extrema violencia...
–Nuestra acción puede causar muerte precisamente de aquel que ejecuta la muerte del otro, o quiere quitarle la vida, sin aceptar un intercambio previo sobre el mal que los enfrenta: sin abrir un espacio político y jurídico. En el enfrentamiento a muerte la contra-violencia debería triunfar.
–¿Vos entonces diferenciarías la acción dolosa o perversa que mueve al sujeto (alguien que desde la ilegitimidad del fin, o desde el “mal moral” causa la muerte del otro), de la acción de aquel o de aquellos que en defensa de la vida matan?
–Sí. Yo diría lo siguiente: están la violencia y la contra-violencia. No se utilizan habitualmente estos conceptos y no se los diferencia en toda su magnitud. Se habla comúnmente de la violencia de los unos y de los otros. No. Creo que debe distinguirse la violencia del agresor y la contra-violencia del agredido. La contra-violencia tiene sentido defensivo, mientras que la violencia agresiva es indiferente frente a la muerte con tal de lograr su objetivo: es ofensiva. El que está en la contra-violencia, en el bando de la vida, se defiende de los que dan la muerte. Ahora eso no quiere decir que hay que salir a hacer lo mismo quehacen ellos: defenderse sólo matando a los que dan la muerte, simplemente. Porque allí también produce una consecuencia política en la producción de ciudadanos. Pero, además, también tiene consecuencias para aquel que aún para defenderse tuvo que dar la muerte a otro. Aun el que se defiende, el que da muerte al otro en defensa propia, queda también marcado por la muerte: quedará transido, afectado indefectiblemente por el más horrendo de los actos.
–¿Habría entonces una justificación ética de la contra-violencia, medida por sus fines y aceptando, claro está, la gravedad que encierra para nuestra conciencia y nuestro espíritu dañar o en caso extremo privar de la vida a cualquier sujeto, incluso al que nos oprime injustamente, destruyendo hasta el sentido de la vida?
–La justificación ética de la contra-violencia sería llegar a ese extremo límite donde el que está a favor de la vida intente siempre no tener que dar la muerte, respete ese límite extremo de querer evitar la muerte del otro. Hasta en la guerra. Eso tiene consecuencias en lo político y en toda la sociedad, es decir, en cada individuo. Y, por lo que se ha visto también en el “socialismo real”, en lo que se ha llamado hasta ahora la “revolución”.
–Hablemos de eso. No sería la primera vez que discutimos...
–Pienso que en la época anterior al ‘76, en la época del auge de la guerrilla en nuestro país –y estoy diferenciando la de aquí de otras que se dieron en otros contextos–; algunos grupos (no todos) utilizaron la muerte, el asesinato del otro, como símbolo de su poder de castigar: dar, como lo hace el enemigo, la muerte. Entraron así en la misma lógica de utilizar la muerte como forma de expresar un límite isomorfo con los que producían la muerte. Y la muerte nunca puede ser utilizada como un símbolo. Me refiero a la concretada, por ejemplo, en la figura de Aramburu.
–Un caso paradigmático. El general Aramburu carga históricamente sobre su espalda la muerte de muchos inocentes...
–Creo que haberle dado muerte fue un acto “simbólico” –no se destruía al enemigo– en el que los que decían que estaban del lado de la vida utilizaron la muerte de una manera gratuita, de una manera vengativa, ineficaz, porque impedía que la gente diferenciara una política de la otra. Desde el lado de la vida no se podía utilizar la muerte como “símbolo” del enfrentamiento con el otro: contenía el germen de la derrota: adoptaba la lógica sanguinaria del enemigo.
–Es decir que a tu criterio se contrapuso simplemente la muerte a la muerte. Pasados tantos años, parecería que la manera de su muerte borrase las muertes que él causó...
–Así es. ¿Qué grupo o poder tenía/tiene la capacidad de enjuiciar para condenar a muerte al otro, y ejecutarlo fríamente? Allí se comenzaron a usar las categorías del enemigo. Pero estratégicamente produjo graves consecuencias, porque se estaba a la defensiva, en la contra-violencia. El hecho llevó a que todo el espectro político-social resistente estuviera luego marcado desde los que dan la muerte, no en defensa propia sino por espíritu vengativo. Desde el punto de vista de la eficacia, el dar la muerte a uno –en este caso a Aramburu– no significó para la estrategia profunda, moral digo, el triunfo de los que estaban por la vida. Significó, contrariamente, que se estaba utilizando a la muerte como un recurso deleznable que no estaba al servicio de la vida. Y aun los que superficialmente la aprobaron, ¿se puede discernir hasta dónde fueron penetrados por la culpa o el miedo que los inhabilitó para participar coherentemente en el campo de la política? Este acto, con ser sólo un triunfo “simbólico”, imaginario por lo tanto, mera fantasía, recurría al asesinato de un individuo como simple soporte de una significación irreal, no un triunfo real sobre el enemigo: revirtió sobre todo el campo de lasociedad que apoyaba la vida. Y debe haber tenido sus efectos en el propio campo de los militantes.
–Históricamente hay otra muerte simbólica, que aún mantiene sus efectos y hasta divide aguas. La del coronel Ramón Falcón, probado asesino de obreros. La repulsa que despierta este hombre se ve hoy reflejada en que los jóvenes tapan su nombre en el cartel de las calles con el de Radowitzky, aquel anarquista que lo mató. ¿Cómo apreciás el caso?
–Fue el acto individual de un anarquista. Tenía una determinada concepción de la realidad que políticamente no comparto. Para mí no fue una actitud defensiva sino vengativa. Al que había dado muerte a múltiples compañeros, en él, se vengaba a todos. Pero los responsables y el sistema que formaba parte del acto asesino de Falcón quedaban intangibles. Yo creo que fue un acto visceral, no político. Es decir, las ganas de dar muerte al otro estaban presentes en el ejecutor –creo que fue Radowitzky–. De esa dialéctica políticamente no participo. La lógica que toma la parte por el todo, la de Adán que por su pecado nos hizo a todos pecadores, o la de Cristo que con su sola muerte redime a todos los culpables, es la lógica de la religión o de la pasión, no la de la historia.
–El coronel Falcón y el general Aramburu tienen de común no sólo que eran militares, sino que expresaban el poder y que más allá de sus conductas criminales nunca la Justicia cayó sobre ellos. En cuanto a sus muertes, ¿vos las diferenciarías?
–Diferencio una de otra porque están inscriptas en distintos niveles y en distintos contextos. Pero lo confieso: yo no podría ejercer contra ellos la muerte. Yo me defendería. La guerrilla sería, también, si se quiere, explicable y hasta necesariamente violenta –depende del contexto histórico–, pero en la medida en que mantenga el respeto por la vida del otro (dijimos que su violencia está en el campo de la contra-violencia) tratará de evitar –según el momento concreto– un accionar productor de muerte. El gozo vengativo de la muerte, aun la que podríamos darle al asesino más cobarde, al ajusticiarlo nos iguala de algún modo con el gozo oscuro que él sentía. El castigo de hacerles sufrir el horror ejercido por ellos puede ser, aprisionados, mucho más intensamente doloroso que el sufrimiento instantáneo de la muerte. Por cierto que no creo que eso esté pasando con Videla y Massera, por ejemplo.
–¿Entonces estarías de acuerdo con la definición del Che cuando habló del amor como naturaleza de la acción y causa final de la revolución?
–Estaría de acuerdo con él, pero no sólo considerando al amor como causa final, sino agregando la presencia viva del amor aun en los actos más crueles de la guerra –ahorrar la muerte del otro– para alcanzar ese final del amor anhelado.
–El pensamiento de Ernesto Guevara, sus acciones y pasiones nos remiten a los dolorosos caminos de toda revolución. La vida y la muerte cobran una dimensión trágica, que supera la cotidianidad, tanto en el heroísmo como en todas sus contracaras.
–Sí, bueno. Pero si el revolucionario busca el amor final no puede ejercer la muerte simultáneamente como un medio que deje de tener consecuencias también para él, aunque sólo acuda a ella como un medio defensivo aun en la ofensiva: entramos en la categoría de los enfrentamientos guerreros. ¿Ese fue el caso en nuestro país? Sólo puede ejercerla desde el punto de vista defensivo y desde ese punto destruir al que está ejerciendo la violencia de la muerte (como en el caso de Batista en Cuba) para triunfar sobre ellos, que la ejercieron primero como sistema. Pero cada situación histórica es diferente.
–Los planos a veces se mezclan...
–Lo reconozco, hay que ser muy sutil y precavido. La complejidad es muy grande y más difícil es discernirla. Yo sólo intento plantear las consecuencias de lo que nos ha pasado y que merecen ser discutidas. Esadiscusión quizá recién empieza. Por eso uno está en el campo del pensamiento, de la reflexión, que es también un acto político porque uno también hace política cuando siente que tiene que meter el cuerpo para poder pensar y enfrentar, avivando los recuerdos más dolorosos, las consecuencias de las ideas que promueve.
–Particularmente siento que la violencia del poder no deja de acompañarnos como una pesadilla, pero también es una realidad cruel que marca nuestros destinos y desafía nuestras respuestas. Se diría que la naturaleza del poder es la violencia, que tiñe aun el amor, que involucra a nuestra subjetividad. En estos días hubo en Córdoba una represión de obreros, trabajadores de Luz y Fuerza, como desde los tiempos de la dictadura no se veía. ¿Cuál es el límite para esta violencia?

–El límite para enfrentar esta violencia es lo que podríamos encontrar en el fundamento mismo del marxismo. El poder colectivo real del pueblo, el poder inclusivo y simultáneo del despliegue de las fuerzas populares es capaz de vencer a cualquier violencia y quizás a fuerzas militares, o modificar las condiciones. Eso ya lo expuso Clausewitz y quedó demostrado. En la época en que la gente salió a la Plaza de Mayo, durante el gobierno de Alfonsín, los militares temían una pueblada. ¿Y qué es una pueblada para ellos? Que el pueblo los arrase sin usar las mismas armas. Hay que imaginar, en este momento de continuos cortes de ruta y otras resistencias, qué pasaría si simultáneamente en todos los caminos del país la gente que está hambreada saliera a luchar por la vida. ¿Se podría resistir todo eso? Una Plaza de Mayo con más de quinientas mil personas como la llenaba Perón, ¿puede movilizar a tanta gente sin tener consecuencias políticas y sin que haya creado nuevos lazos sociales entre la gente? Ahora el problema es cómo hacerlo posible, cómo suscitar las voluntades. Si se piensa que se lo puede acelerar matando a diez represores, te jodiste. Porque aun en eso, más allá de las categorías teóricas o morales que se dejen de lado para hacerlo, ellos tienen la fuerza real para aplastarte. Al poder de muerte real que tiene el poderoso no podés oponerle el símbolo de su destrucción imaginaria, ni renunciar a los valores que constituyen nuestra fuerza.
–Hoy no existe el accionar de la guerrilla, no hay acciones insurreccionales, grandes huelgas o movilizaciones masivas y con tal grado de conciencia crítica que pongan en real peligro al poder, por más que rescatemos el valor de los cortes de ruta, y el sacrificio de los piqueteros. Sin embargo, el poder acrecienta la represión...
–Claro. El poder aumenta la represión porque encuentra nuestras fuerzas disgregadas y la acrecienta sobre grupos atomizados. Pero la violencia fundamental de este sistema es que inficiona de muerte a toda la población, aun en aquellos que no son castigados en extremo por la situación económica. Porque la muerte penetró en todos a partir de la dictadura militar. Yo creo que tenemos que tener en cuenta el Proceso genocida como un hito fundamental de nuestra desesperanza actual. Y uno de los objetivos políticos más importantes es vencer ese terror que aún nos carcome desde adentro y disuelve nuestras energías.
–Eso pasó hace veinticinco años. Vos has explicitado más de una vez -incluso en nuestra Universidad Popular– el concepto del terror como paralizante de la conducta y hasta como inhibidor de la conciencia. ¿Cuál es el límite histórico de su vigencia? ¿Es un acto fundante que no tiene fin en sus efectos sobre la sociedad?
–Una cosa es pensar en lo inmediato. ¿Tiene que tener fin porque ahora nos decidimos voluntariamente a darle término? El terror subsiste, penetra y hay que tener en cuenta el tiempo histórico. El tiempo de la historia no es el tiempo del individuo. Yo no puedo pensar la historia en términos de una vida individual. Hay cosas que yo no voy a ver, necesariamente. Y hayestrategias que requieren también un tiempo mayor que el propio tiempo individual. Si quiero acabar con el sistema que da la muerte en lo inmediato, puedo caer en la fantasía de utilizar ciertos recursos que no son adecuados estratégicamente para vencer el poder que estoy enfrentando. El único límite que podemos pensar es allí donde todo un pueblo, toda una clase social dominada, a través de la tarea política, la transformación subjetiva y también personal, incluyendo al conglomerado colectivo que produce, pueda estar preparado para enfrentar al poder. Yo creo que la fantasía de ciertos grupos de izquierda en la Argentina, que creyeron que las masas peronistas estaban preparadas para sostener la revolución que ellos proponían los llevó a hacer lo que hicieron. Yo no estoy hablando de la carencia de heroicidad ni del sentido que tenía el querer cambiar radicalmente una sociedad y una realidad injustas. No estoy atacando a aquellos que cayeron. Han sido, muchos, amigos míos. Compañeros y compañeras. No estoy hablando del fundamento que ellos sostenían para enfrentarse al poder con la heroicidad con que lo hicieron. Hablo simplemente de la estrategia, que creo que fue ineficaz porque llevó al fracaso y a la represión generalizada, si se quiere. No vieron el poder del enemigo y contaron con la fantasía de creer que, como la clase obrera era peronista, iban a poder transformar la realidad en socialista. No vieron la derrota subjetiva que Perón había inseminado en cada obrero. Cuando hablo de vida/muerte no hablo sólo desde el punto de vista afectivo o ético, estoy hablando de la estrategia del enfrentamiento a partir de las voluntades corporizadas en las fuerzas subjetivas colectivas.
–Para esa estrategia de cambio profundo o revolucionario, a partir de Marx el sujeto histórico ha sido visto –con mayor énfasis– en la clase trabajadora. Hoy, teniendo en cuenta los cambios en la naturaleza del trabajo y en los vínculos que hacen a las nuevas formas de producción, que incluyen el auge de la tecnología y la modalidad de los servicios, como también la aparición masiva del excluido social, algunos pensadores cuestionan la propia existencia de la clase trabajadora. ¿A tu criterio, sigue existiendo una clase trabajadora tal como fue originariamente definida?
–Yo creo que la noción de sujeto político se ha ampliado y que hay que empezar a pensar las cosas de otra manera. No es que yo diga que la clase obrera no existe. Porque todo lo que se produce en el mundo –pese a la tecnología, a la robótica y a la informática– continúa necesitando del trabajo humano. El fundamento del trabajo sigue siendo clave si lo entendemos dentro de una concepción distinta a la que puede ser pensada desde el punto de vista del capitalismo o de cierto marxismo superficial. El desocupado que hoy sale a cortar una ruta, los piqueteros, está haciendo un trabajo, están objetivando una subjetividad: transformando algo externo y algo interno. Están haciendo un trabajo que no es asalariado. Pero es un trabajo sobre el mundo exterior donde están poniendo sus fuerzas personales y las fuerzas colectivas que están presentes en ellos, y las están poniendo afuera como un principio activo. Por lo tanto son un elemento transformador de la realidad, y toda realidad se transforma trabajándola. El amor, si se quiere, también es un trabajo. En el sentido elemental, porque alguien está objetivando lo que él es en el cuerpo de un otro, y es ese otro el que se modifica a través de ese alguien que lo ama. Si sacamos el concepto “amor” de las frivolidades espirituales del cristianismo (donde el amor es el alma-alma en comunicación), lo que se comunica y encuentra es cuerpo-cuerpo, realidad social a realidad social, colectivo a colectivo. En ese sentido, cuando uno habla del amor o del trabajo para el hambreado que está cortando una ruta para pedir trabajo, eso es ya un trabajo, aunque no esté inserto en el proceso de producción económico o en el mercado del trabajo asalariado. Es un trabajo político. Si lo vemos así vamos a tener una visión másamplia y una mayor confianza en la posibilidad de transformación de la realidad, porque vamos a demostrar a la gente que hay un poder de realización, de activación, un poder colectivo que está implícito en la sociedad más allá del proceso de producción capitalista. Y que eso también es trabajo para transformar la realidad del “trabajo” asalariado.
–Y ese trabajador, entonces, como emergente de una realidad perversa que a la par reproduce, ¿sigue siendo el sujeto histórico de la revolución a nivel consciente, deseante...?
–Sigue siendo el sujeto histórico, necesariamente, aunque haya que construirlo. Porque es la base de la colectividad humana que sigue buscando integrarse en una organización social que permita la vida, que la haga posible. Para millones de personas el único valor sustancial en este momento y en las actuales circunstancias es el de seguir vivos. Y esto implica la destrucción, el aniquilamiento por parte del poder (los cincuenta chicos que mueren por día, los hambreados en todos los niveles, los viejos, los que no son tan viejos, etc.). Todo eso es la muerte y la violencia que nos trae el poder. Y puesto que las condiciones han variado, es necesario partir de lo que está dado. Tener en cuenta que el enfrentamiento actual de la sociedad tiene dos extremos: por un lado el capitalismo (el capitalismo asesino neoliberal), y por el otro el hecho de que este mismo capitalismo, contradictoriamente (en Occidente) va acompañado por la necesidad, aunque formal, de la “democracia”. La democracia formal es el campo orégano del capitalismo. Esos extremos debemos tomarlos como ciertos porque hay entre ellos un enfrentamiento que el poder no puede resolver. La resuelven en la medida en que organizan una “democracia” desde el poder económico, desde los media, desde la activación del terror por los medios represivos y jurídicos, y desde todo un mecanismo perverso que produce sujetos sometidos. Aun cuando se sienten incluidos en una apariencia democrática, que se demuestra que no es cierta, el sentido de la verdadera democracia se va formando como posible. Y sabiendo, sin inocencia, que el límite de la democracia tolerada se acaba cuando su desarrollo lleve a transformarse en verdadera democracia. Yo creo que desarrollar la verdadera democracia hasta convertirla realmente en poder, en poder real (y esto creo que es compartido por todos, marxistas o no, dentro del campo popular) es el desafío político actual. Marx en ese sentido también fue democrático, a pesar de que proclamaba la necesidad de la revolución. Pero partía de otros supuestos políticos, no sólo económicos.
–Pero si el capitalismo no permite la democracia, la única posibilidad de generarla ¿no es destruyendo al capitalismo? ¿Cómo afirmarnos en la vida si no es suprimiendo la muerte que los mismos hombres han construido?
–...Ahí están las estrategias. Yo diría entonces que la estrategia en nuestro país, de los que pensaban que la clase obrera peronista había adquirido conciencia (y cuerpo, sobre todo cuerpo) para poder transformar la realidad social, fue lo que llevó justamente al fracaso. Ahora todos deberían sacar las conclusiones: tanto los peronistas como la izquierda. Porque tenemos que aceptar que fue una derrota de la que participaron muchos, aunque todos sufrimos sus consecuencias. No percibieron la distancia entre lo formal del peronismo y lo real del desarme que promovió entre ellos el modelo de su líder y las organizaciones burocráticas que éste les había dado. Destruir al capitalismo, si cabe esa expresión, no va a ser tan fácil como fue la destrucción del socialismo real en la Unión Soviética.
–Ese grado de conciencia a alcanzar para reemplazar la contradicción capitalismo-democracia por otro sistema de vida, otro sistema económico, una política donde el poder no sea el enemigo más temido y una cultura donde el precio de la existencia no se pague con las usuras de la alienación, ¿lo ves hoy presente en la sociedad? –No. No la veo presente. Quizá mucho se deba a la dispersión de la izquierda. Eso es lo más penoso. Los grupos de izquierda, sin atreverse a disolverse en una unidad nueva, pretenden repetir la misma estrategia política con la excusa de mantener vivo el pasado heroico de los compañeros. Esa misma estrategia y discurso del pasado dentro de una realidad histórica que ha cambiado hoy puede ser letal, o quizá más bien estéril.
–¿Y cuál sería la estrategia para vos?
–Yo no soy estratega. Sólo quiero plantear la discusión sobre las condiciones posibles que debe satisfacer una estrategia política en la Argentina.
–Con los límites del caso, ¿hacia dónde creés que apuntaría el proyecto a construir, superando los obstáculos, falencias y errores que señalás?
–Creo que apuntaría a abrir todo el espectro del campo popular, y no sólo de él, hacia una reunión de fuerzas ahora dispersas, que permita reunirlas a todas para poder ejercerlas en el plano político a partir de ciertos acuerdos básicos –pese a las diferencias que nos han separado–. Como punto de partida puede ser vago y teórico, pero apunta a disolver los dogmatismos que hasta ahora lo han impedido. No se puede dejar de tener en cuenta la magnitud real y las formas novedosas de las fuerzas enemigas.
–Uno no tiene que ser adivino ni acceder a las pitonisas griegas para percibir que, más allá de este cuadro de anomia moral, de destrucción económica y de padecimientos de todo tipo, la realidad nos hace presentir que si hay nuevas elecciones en el corto plazo, la sociedad elegiría de nuevo a los partidos mayoritarios tradicionales que causan, precisamente, su propia desgracia. ¿Qué hay detrás de ese empecinamiento en seguir poniéndose la cuerda en el cuello y de obstinarse llamando al verdugo para el castigo? ¿Qué hay detrás de la renegación y el fetichismo social, hay terror, hay enfermedad, hay idiotez, hay consentimiento, hay complicidad, hay cansancio, hay un camino cerrado que termina en un precipicio y no se ve un puente, y no hay un proyecto, ni fuerzas, ni deseos para construir otro camino o para aventurarnos a un gran salto que deje atrás el precipicio?
–Vayamos despacio. Yo creo que la democracia nuestra es el resultado de una derrota que implicó la presencia del terror sobre toda la población. Y el terror no es joda. El terror penetra, escinde al hombre de sí mismo y lo distancia de todo lo demás: mundo y semejantes. Y hace que aparezca un nivel superficial que es, justamente, el del adaptado al mercado. El mercado también se apoya sobre el terror y lo implanta entre nosotros. Porque disuelve todas las relaciones sociales, y las reduce a que los individuos, aislados, se enfrenten como compradores o vendedores. Esa es la sociabilidad del capitalismo de mercado. Las relaciones son de compraventa. En ese sentido el terror está en el fundamento de todas nuestras relaciones. Y él reprime en nosotros la emergencia de lo más propio, porque eso implica la sorda amenaza de muerte (tal como sucedió durante el Proceso). No abro juicio sobre los comportamientos en esta etapa. Pero sí abro juicio sobre la etapa posterior al Proceso, cuando se creyó que el terror había desaparecido y se entró en “democracia”. Esa “democracia” que apareció y en la que vivimos es diferente a esa dictadura, es cierto, pero también es cierto que es resultado del terror, porque la gente fue primero pacificada, reprimida y aterrada. Y se inauguró luego un espacio diferente donde se pudo –en “paz”– succionar, apropiarse de la vida de todos. Por eso la política económica de Martínez de Hoz está presente en la actualidad, ahora. Su apariencia ha cambiado, de militar a “democrática”. Lo que pasa es que acá, otra vez, las categorías del ordenamiento de la izquierda misma y hasta diría de los organismos de Derechos Humanos (poner sobre todo el énfasis en los juicios a los homicidas y responsables, que me parecen absolutamente necesarios y justos), no debería separarse,pienso, del enjuiciamiento simultáneo a la Iglesia, a los políticos, al poder económico, a los “media”, al deporte (el fútbol, especialmente), que participaron, y cómo, en el establecimiento del terror. Quiero acentuar esto: del terror no solamente son responsables los militares, ellos fueron el brazo ejecutor. Ahora mismo vemos que también la economía es productora de terror y de muerte. Terror que se apoya en todo el sistema. Y sabemos que el económico está por encima del terror militar. Ahora los políticos se venden más que nunca porque la representación social se ha convertido en un negocio. La figura más insigne, más repugnante y despreciable en este sentido es la de Menem. Y éste arrastró a las multitudes peronistas y las volvió a arrastrar en una segunda votación. ¿Qué pasa con esas mayorías en las que apoyaban sus esperanzas y fantasías nuestros compañeros, con este cúmulo de gente que ahora pareciera participar en lo contrario? Gente que fue arrastrada por quien alegremente ha perpetrado la venta del país...
–Ante este panorama uno percibe distintas opciones. Algunos plantean que la transformación del capitalismo es una tarea muy larga y muy profunda; sin olvidar la idea de la revolución, tratan de adaptarse a esta pseudodemocracia. Otros piensan que, hoy por hoy, capitalismo y democracia son institutos falsos, hay que destruirlos y pronunciar el discurso de lo nuevo. ¿Dónde te ubicarías vos?
–Diría que en ninguno de los dos. Si entendemos a la democracia como se la aplica en el capitalismo, de allí no se puede partir, aunque estemos en ella, sin criticar su fundamento. Porque ellos la practican construyendo a los sujetos y deformando la percepción de la realidad y de sí mismos, impidiendo que puedan constituir un nuevo poder desde sus propios cuerpos, desde su afectos y de sus conciencias. Y sin embargo estos hombres son el lugar actual del nuevo poder. Esta no es una fantasía, porque los 33 millones de argentinos (de los cuales la tercera parte está reducida a la miseria y las otras están viviendo en la humillación, en tanto que una fracción mínima goza de la vida), existen. Esta gente forma un poder virtual-real, son cuerpos vivientes que defienden la vida y tratan de sobrevivir contra viento y marea. Ese es el fundamento posible de la transformación de la “democracia” en democracia efectiva, según la entiendo. Es incluir como estrategia –no sé cómo se hace por el momento- el ponernos de acuerdo en el ejercicio social desde su raíz. ¿Reconocemos o no el poder real de la gente o los seguimos meloneando creyendo que desde la izquierda le vamos a transformar la cabeza y el actuar con categorías ineptas y estériles? Para la gente común la izquierda es la “zurda”, está presente en ella el sentido de terror con el que los militares inficionaron cualquier matiz de “izquierda”, y de la derrota sangrienta. Esto es un dato de la realidad. La gente está trabajada con estas categorías y siente y piensa desde ese lugar. Entonces, evidentemente, tenemos que ir abriendo espacios nuevos y caminos transitables. Lograr o acompañar a la gente que comienza a sentir la inclusión del propio poder en el poder colectivo, como en el caso de los cortes de ruta. Conozco la limitación. Pero es una experiencia incipiente de gente aislada que siente que forma parte de un colectivo que le da fuerza a lo individual. Lo menciono como ejemplo de lo que emerge desde los más pauperizados. Y se animan. Pero no son los únicos. Hablo de todos. Los intelectuales, también de ellos hablo. Hablo de cierta clase media que no sabe dónde ubicarse. No nos damos cuenta de que todos –y ésta es la perspectiva más atractiva en la que me incluiría–, tenemos que intentar que esto confluya en un colectivo para hacer posible un cambio. Porque si no, se sigue aferrado a una fantasía de revolución que no se sabe con quién y cómo hacerla. Así se va al muere otra vez. Digo simplemente que no volvamos a repetir los errores del pasado. Yo no creo que el pueblo tenga siempre la verdad; creo que el pueblo es el lugar posible de una verdadcuyas ganas hay que despertar y crear con ellos, una verdad que se corporice, para que sea una verdad efectiva que pueda crear materialmente la necesidad de un cambio. Y la primera materialidad es la de la propia corporeidad en acto.

(Esta entrevista al filósofo argentino León Rozitchner es un anticipo de la revista Locas, cultura y utopías (Nº 3), editada por la Asociación Madres de Plaza de Mayo, de próxima aparición.)

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