Por qué
es tan grave la crisis económica argentina? ¿Cómo
se explica la continuada depresión actual? La recesión persiste
desde hace tres años, duplicando la duración tradicional
de las contracciones cíclicas, la caída de la inversión
alcanza a todos los sectores y el producto bruto ha decrecido 4,3 por
ciento desde principios del 98. La vigencia de tasas de interés
cinco veces superiores al promedio internacional frustra cada asomo de
reactivación y el consumo se ha desplomado por la drástica
contracción del poder adquisitivo. La pobreza afecta al 37 por
ciento de la población, el desempleo al 30 por ciento y el ingreso
de la mitad de los asalariados es inferior a 500 pesos. No existe ningún
antecedente en la historia del país de un descalabro social de
esta magnitud.
El punto crítico de esta crisis es la virtual cesación de
pagos externa que afronta la Argentina desde hace un año. La imposibilidad
de cumplir con los vencimientos de la deuda pulverizó el blindaje
de Machinea y amenaza la continuidad de todas las medidas de Cavallo.
Muchos acreedores descuentan que tarde o temprano el gobierno argentino
deberá reconocer su insolvencia y recurrir a una moratoria forzada.
Saben que los acuerdos de refinanciación con el FMI son incumplibles
y por eso la tasa de riesgo país (que mide cuánto pueden
perder) se mantiene en un nivel exorbitante.
Cavallo esperaba lograr un respiro posponiendo pagos de la deuda a través
del megacanje de viejos títulos por nuevos bonos de vencimiento
más prolongado. Pero como el Tesoro norteamericano y el Banco Central
europeo se negaron a aportar garantías para estas emisiones, el
costo de la operación ha sido escandaloso. Los compromisos de pago
se incrementan en 47.400 millones de dólares y cuando concluya
el período de dos o tres años de gracia reaparecerá
la imposibilidad de afrontar los vencimientos. Mucho antes de esa fecha
los acreedores volverán a exigir privilegios de cobro frente a
los jubilados y los empleados públicos.
Como el megacanje tampoco despejó el camino para la reactivación,
Cavallo apuesta ahora a las exportaciones y por eso abrió las compuertas
de un proceso devaluacionista, con la reintroducción del mercado
cambiario desdoblado en un sector comercial y otro financiero. Aunque
afirme que la convertibilidad se mantiene firme en este primer ensayo
de paridad mitad euro y mitad dólar, ya encontrará el argumento
para justificar una devaluación si el declive recesivo no se detiene.
Mientras persista la regresión del PBI, cualquiera de sus medidas
puede desembocar en una crisis mayor, que incluiría el abandono
masivo de títulos públicos, depósitos en pesos y
papeles de empresas argentinas. Si aparecen estas corridas, quedará
planteado un giro económico más radical hacia la maxidevaluación,
la dolarización o ambas.
El contexto actual recuerda las grandes situaciones de colapso registradas
en las últimas décadas (Rodrigazo del 75, estatización
de la deuda a principios de los 80, hiperinflación del 89)
y torna muy insatisfactorias las explicaciones coyunturales, que atribuyen
la crisis a la corrupción de Menem o a la inoperancia
de la De la Rúa.
Las cambiantes
justificaciones neoliberales
Hasta el año pasado los neoliberales reducían la crisis
a una lamentable coincidencia de dificultades externas (apreciación
del dólar, devaluación del real, caída del precio
de nuestras exportaciones, baja del euro, derrumbe de otras economías
periféricas). Pero este tipo de adversidades ha sido muy frecuente
en el pasado. Lo único novedoso es la acentuada indefensión
frente a estas contingencias, como consecuencia de la liberalización
financiera, la desnacionalización industrial, la apertura comercial
y la renuncia a la soberanía monetaria y cambiaria.
Pero, como reconocer este resultado equivaldría a admitir su fracaso,
los economistas ortodoxos recurren a su explicación predilecta:
el alto gasto público. Afirman que sólo el sector
privado hizo el ajuste, como si los empresarios y los trabajadores
formaran una solidaria colectividad que comparte los sacrificios. En su
cruzada contra el déficit ocultan que este desbalance no proviene
del gasto social, salarial o educativo, sino de la existencia de múltiples
mecanismos de subsidio directo e indirecto a la clase dominante.
Pero los neoliberales especialmente omiten que la principal fuente de
colapso de las finanzas públicas son los propios pagos de intereses
de la deuda. Estas erogaciones triplican los gastos de administración
del gobierno, insumen seis veces más fondos que la asistencia social
y 23 veces más recursos que los planes de empleo. El gasto público
se automultiplica con cada refinanciación de la deuda y no hay
forma de eliminar este desequilibrio con nuevas privatizaciones. Un remate
de todos bienes público existentes Casa de Gobierno y Congresos
incluidos podría reducir los 6000 millones de dólares
al año comprometidos en sueldos del personal, pero no atenuaría
los 11.400 millones que absorben los intereses de la deuda. Basta observar
las recientes comisiones que se pagaron por el megacanje para notar cuáles
son los mecanismos de expansión permanente del déficit.
Pero estas evidencias son invisibles para los expertos en despotricar
contra el derroche de las provincias y la ineficiencia del sistema
educativo y sanitario.
Los neoliberales también olvidan que el agujero fiscal se descontroló
con la eliminación de los aportes patronales al sistema de previsión
social. Este incentivo al empleo contribuyó a generar
el actual record de desocupación y provocó una pérdida
de ingresos fiscales equivalente a un tercio de la deuda pública.
Luego de acumular una cuantiosa masa de dinero, las AFJP se han convertido
en grandes acreedores de un Estado insolvente, que mantiene en la miseria
a los jubilados actuales y amenaza con empujar a una situación
peor a la próxima generación del sector pasivo. Frente a
esta perspectiva y para proteger el negocio de los fondos de pensión,
el gobierno proyecta aumentar la edad jubilatoria y reducir el haber mínimo.
Es evidente que, reinstaurando la totalidad de los aportes previsionales
y eliminando el parasitario sistema que gestionan las AFJP, podría
comenzar a remediarse el desequilibrio fiscal que tanto cuestionan los
neoliberales. Pero como este correctivo afectaría las ganancias
del establishment, los economistas ortodoxos ni siquiera consideran esta
alternativa.
Bajo el impacto de la quiebra de Aerolíneas, algunos neoliberales
han comenzado a aceptar que las privatizaciones mal hechas
han contribuido a la crisis actual. Pero lo ocurrido con la empresa aérea
es un típico caso de vaciamiento fraudulento que no puede ser clasificado
en términos de correcto o incorrecto desprendimiento de un bien
público. En las restantes privatizaciones: ¿cuáles
fueron bien realizadas? ¿Los sistemas subsidiados de ferrocarriles
y peajes? ¿La venta de compañías telefónicas
a precios irrisorios? ¿La entrega de empresas energéticas
con pasivos asumidos por el Estado? ¿El otorgamiento de licencias
de explotación monopólica a compañías eléctricas?
Es evidente que en cualquiera de estos casos, elEstado, lejos de retirarse
de la economía, afianzó su rol subvencionador, garantizando
en un período deflacionario aumentos de tarifas que oscilan entre
el 40 y el 100 por ciento. Si las empresas privatizadas hubieran tenido
que afrontar la misma competencia externa que rige para el resto de la
economía, habrían terminado igual que Aerolíneas.
Pero a pesar de estas evidencias los economistas que acaparan la audiencia
televisiva continúan hablando de las privatizaciones faltantes
(Banco Nación, empresas provinciales, Lotería, etc.) y de
las reformas pendientes en salud y educación, como
si este tipo de trasformaciones tuviera algún efecto provechoso
para el grueso de la población.
Agotados los argumentos, los neoliberales recurren a las creencias. Prometen
que la dolarización completará las reformas
al asegurar la confiabilidad de la moneda y la afluencia de capitales
externos. Pero eluden todo comentario sobre el desinterés de la
Reserva Federal norteamericana en socorrer bancos, empresas o signos monetarios
foráneos y tampoco ilustran el efecto de la dolarización
en naciones como Panamá, que soportan el mismo tipo de crisis de
cualquier país latinoamericano. El nuevo régimen monetario
sólo facilitaría traspasos de propiedad favorables a los
grupos que manejan divisas, luego de un ajuste deflacionario más
profundo.
El discurso neoliberal combina amnesia con esquizofrenia. Pondera las
transformaciones de 1991-95 como si estos cambios fueran ajenos
al desastre posterior y exculpa a sus artífices de toda responsabilidad
por la pauperización actual. En otras ocasiones atribuyen la crisis
al retraso tecnológico y a la desactualización científica
de la Argentina, olvidando su activa militancia a favor del recorte presupuestario
a la Universidad y la clausura del Conicet.
La política neoliberal ha sido instrumentada hasta ahora mediante
tres modalidades justificatorias. Primero la actitud resignada de Machinea,
que redujo los sueldos de los empleados públicos y elevó
los impuestos a la clase media declarando que no se puede hacer
otra cosa. Posteriormente apareció la agresión explícita
de López Murphy, que intentó elevar la escala del atropello,
presentando los ajustes ya padecidos como ejemplos de gradualismo. Y finalmente
ha llegado el pragmatismo de Cavallo, que desmiente a la noche lo que
propone a la mañana, acumulando un record de iniciativas que se
abandonan antes de ser anunciadas. Habló de priorizar la reactivación
con subas de aranceles, reducciones de encajes y subsidios sectoriales,
pero luego giró hacia la dureza fiscal, la generalización
del IVA y la duplicación de la meta recaudatoria de su antecesor.
Cuestionó el endeudamiento ruinoso del Estado, pero emitió
títulos que aseguran altas tasas y privilegios impositivos a los
bancos. Habló de un blanqueo que dejó inmediatamente en
suspenso y, mientras propone distanciar el peso del dólar para
aproximarlo al euro, alienta contradictoriamente el abandono del Mercosur
para ingresar unilateralmente al ALCA. Además, prometió
mantener la convertibilidad y abrió la canilla de una guerra de
devaluaciones competitivas en Sudamérica.
El superministro demostró en el pasado su inclinación a
contrariar en la gestión práctica las teorías defendidas
desde el llano ya que en los 90, antes de asumir y sobrevaluar el peso,
propugnaba un eje exportador. Pero también Carlos Rodríguez
y Roque Fernández fueron los campeones de la austeridad fiscal
hasta que manejaron el gasto público y Machinea era un hombre de
la industria antes de convertirse, desde el sillón ministerial,
en un agente de los bancos. Todos los funcionarios que asumen la jefatura
del Palacio de Hacienda toman distancia del lobby que los llevó
al poder, para equilibrar los intereses en juego entre los distintos grupos
empresarios.
Pero este arbitraje se ha vuelto muy difícil y por eso Cavallo
adopta medidas tan improvisadas y cambiantes. Ahora ya no puede distribuirbeneficios
como hace diez años, sino que debe repartir las pérdidas
entre las dos principales fracciones capitalistas: el sector industrial
y exportador y el núcleo de banqueros y empresas privatizadas.
Cavallo ha hecho hasta ahora todos los malabarismos posibles para contentar
a ambas corporaciones. Favoreció al primer grupo incorporando gente
de la UIA a su gestión, desplazando a Pou del Banco Central, reduciendo
impuestos con planes de competitividad y otorgando un dólar
preferencial a los exportadores. Pero le aseguró al segundo sector
el manejo continuado de la política monetaria y del lucrativo negocio
de la deuda, garantizando además los contratos dolarizados de las
compañías privatizadas. Pero este equilibrio también
puede naufragar si la recesión continúa.
Las críticas
antiliberales
La mayoría de los economistas que se oponen a la política
actual focalizan sus cuestionamientos en el modelo neoliberal, pero presentan
caracterizaciones muy variadas de este esquema. En la visión más
corriente se identifica esta orientación con la convertibilidad.
Algunos opinan que la paridad uno a uno siempre fue inadecuada y otros
consideran que fue exitosa para superar la hiperinflación, pero
inoportuna luego de la estabilización monetaria. Ambos enfoques
proponen devaluar directamente o en forma selectiva (sancionando, por
ejemplo, puniciones a los bancos pero no a los ahorristas).
Pero la convertibilidad, más que una política inadecuada,
es un instrumento de disciplinamiento monetario destinado a garantizar
el pago de la deuda externa. Es un mecanismo limitativo de la emisión
para brindar seguridades de cobro a los acreedores. Este propósito
fue socavado por los propios desequilibrios que generó la paridad
uno a uno al acentuar la pérdida de competitividad exportadora,
agravar el bache fiscal y sustituir la vieja emisión por el endeudamiento
descontrolado. Pero analizar estas contradicciones omitiendo la función
principal de este régimen cambiario conduce a mirar el árbol
ignorando el bosque.
La convertibilidad constituye tan sólo una variante de subordinación
de la política económica a los acreedores frente a la tradicional
flotación cambiaria. En ambas modalidades se renuncia a la soberanía
monetaria bajo la presión de los banqueros, que imponen en el primer
caso ajustes directamente recesivos y, en el segundo, shocks devaluacionistas.
Ambos sistemas crean espejismos temporarios. La convertibilidad genera
la impresión de una repentina solidez monetaria y las devaluaciones
parecen indicar que las naciones dependientes manejan su política
exportadora. Pero estas ilusiones se desploman en la crisis, cuando se
evidencia que el abismo de productividad que separa a la Argentina de
Alemania no desaparece por la jerarquización común de la
estabilidad monetaria, ni la brecha entre Brasil y Japón disminuye
porque ambos prioricen el superávit comercial.
Suponer que la crisis puede resolverse saliendo de la convertibilidad
es tan ilusorio como imaginar la viabilidad de algún mecanismo
de devaluación popular, que evite la depreciación
del salario o la expropiación de los pequeños ahorristas.
Manteniendo invariables los compromisos de pago de la deuda y el control
de los resortes de la economía por parte del FMI, cualquier devaluación
tendrá un efecto empobrecedor.
Muchos cuestionadores de la política actual remarcan las consecuencias
recesivas de la convertibilidad y especialmente la permanencia de altas
tasas de interés por la falta de políticas activas.
Pero esta carencia tampoco deriva exclusivamente del cepo cambiario. Lo
que impide a todas las naciones periféricas aplicar políticas
keynesianas reactivantes es su dependencia de las auditorías del
FMI, que restringen el crédito interno a la inversión y
al consumo para asegurar el cumplimiento de la deuda. Aunque la magnitud
de este pasivo no es porcentualmente superior al predominante en los países
centrales, está nominado en moneda extranjera y depende de su periódica
refinanciación externa. Por eso el ciclo económico en estos
países está más sujeto al monitoreo de los acreedores
(y a la consiguiente entrada y salida de capitales) que a las fuerzas
internas de la demanda. Este condicionamiento explica por qué la
nueva elite de los organismos financieros ha asumido la gestión
macroeconómica directa de los países endeudados, en reemplazo
de las viejas burocracias nacionales.
Es muy frecuente escuchar que el peso de la deuda ha consolidado la supremacía
de los financistas parasitarios sobre los industriales productivos.
Se contrastan especialmente los privilegios de los banqueros que lucran
con altos encajes y ganancias de intermediación con las desventuras
de los empresarios agobiados por el encarecimiento del crédito.
Pero esta línea divisoria olvida el enorme entrelazamiento entre
ambos grupos y la diversificación financiera de las grandes empresas,
que manejan además una importante porción de los títulos
públicos. Los industriales participaron del festival de las privatizaciones
y han sido los principales beneficiarios del incremento de la productividad
que soportaron los trabajadores durante la primera mitad de la década
pasada. Las víctimas del modelo han sido los asalariados, cuyas
remuneraciones cayeron 0,5 por ciento con cada punto de aumento del producto,
y no los capitalistas que usufructuaron de la precarización laboral
durante todas las circunstancias económicas de los años
90.
Sobre el conjunto de los desposeídos se ha instalado en la actualidad
el drama de la exclusión, es decir la expulsión del mercado
laboral. Esta marginación es el resultado del círculo vicioso
de ajustes que generan más desempleo y menor poder adquisitivo,
en una economía que tiene el 80 por ciento de su producto centrado
en el mercado interno. Pero la desocupación creció junto
a la explotación, que beneficia a los capitalistas y que es promovida
como un objetivo estratégico por la clase dominante. Por eso Cavallo
debutó obteniendo poderes especiales del Congreso para acelerar
la reforma laboral, derogar estatutos especiales y eliminar indemnizaciones
y la ultraactividad. La apertura importadora se instrumentó al
servicio de este propósito explotador y, lejos de afectar
a todos, permitió a los grandes grupos económicos
abaratar el salario y destruir simultáneamente a sus competidores
de la pequeña y mediana industria.
Es evidente, por lo tanto, que la política neoliberal potenció
la crisis económica argentina a través de la convertibilidad,
el ajuste monetario, la exclusión y la apertura. Pero este modelo
no es la causa de una depresión que afecta al conjunto de la periferia
y que tiene sus raíces en la dinámica mundial del capitalismo.
El colapso
general de los países dependientes
La crisis argentina constituye un eslabón de las conmociones
que golpean a todos los mercados emergentes (México
1995, Sudeste Asiático 1997, Rusia 1998, Brasil 1999, Ecuador 2000).
Esta escalada se ha desarrollado como un efecto dominó
afectando indiscriminadamente a las economías dependientes, cualquiera
sea su ubicación y política monetaria o fiscal. En todos
los casos la caída de los precios de los productos exportados y
la fuga de capital tuvieron impactos sociales demoledores. Aunque podría
identificarse la existencia de una política neoliberal común
en todos los países afectados, las modalidades de esta orientación
son muy diversas, mientras que la inserción capitalista dependiente
es común a todas estas naciones.
En estos países se verifican las consecuencias de la polarización
mundial de ingresos entre países avanzados y retrasados que ha
provocado la reorganización capitalista de los años 90.
Las naciones periféricas hansido particularmente desfavorecidas
por la generalizada ofensiva patronal contra el trabajo, por la expansión
geográfica y sectorial del capital y por la furia competitiva que
acompaña el avance de internacionalización de la economía.
Se estima que la brecha entre las naciones desarrolladas y subdesarrolladas
aumentó de 30 a 60 veces en las últimas tres décadas,
reforzando la concentración del 86 por ciento del consumo total
en el 20 por ciento de la población mundial. Las naciones dependientes
han soportado una sistemática y creciente transferencia de recursos
hacia las grandes corporaciones de los países avanzados por la
triple vía del intercambio desigual en el comercio, el pago de
la deuda externa y el giro de las ganancias resultantes del pago de salarios
bajos, en el sector internacionalmente integrado de la industria periférica.
El retraso tecnológico, la fragilidad financiera, la dualidad industrial
y las desventajas comerciales prevalecientes en estas economías
se acentuaron sensiblemente en los últimos años provocando
la actual secuela de crisis agudas y continuadas. La debacle que sufre
la Argentina es por eso semejante a la padecida por el grueso de los países
latinoamericanos, asiáticos, africanos y del este europeo.
El correlato político de esta degradación ha sido un proceso
de recolonización, es decir de pérdida de autonomía
de las clases dominantes locales como consecuencia de su creciente entrelazamiento
con el capital extranjero y, por eso, los funcionarios del FMI han alcanzado
un poder de decisión sin precedentes. Esta nueva situación
puede resumirse con un viejo concepto: agravamiento de la opresión
imperialista.
Como las restantes naciones dependientes, la economía argentina
recepta con mayor intensidad las consecuencias de la sobreproducción,
soporta el impacto de la caída tendencial de la tasa de ganancia
en las economías centrales (tanto en las fases de plena declinación
como en las etapas de parcial recuperación) y padece la insuficiencia
del poder adquisitivo de gran parte de la población. Estos desequilibrios
dan pie a operaciones especulativas asociadas con el endeudamiento. Pero
limitarse a caracterizar estas acciones como actos inmorales del
capital rentista impide observar el trasfondo de sistemática
transferencia de valor hacia las corporaciones imperialistas. Si el mismo
parasitismo financiero ha tenido efectos tan distintos en Estados Unidos
o Gran Bretaña en comparación con cualquier país
periférico, es por la existencia de este proceso de polarización
imperialista.
La economía argentina acompaña el retroceso general de Latinoamérica
en el mercado mundial, signado por el bajo crecimiento predominante a
partir de la década perdida de los 80. Como el resto de la región
ha contribuido a la recuperación hegemónica norteamericana
financiando el saneamiento de los bancos estadounidenses afectados por
la deuda regional, abriendo nuevos mercados para la exportación
de la principal potencia y facilitando la remisión de utilidades
de las corporaciones radicadas en la zona. La clase dominante argentina
viabilizó este proceso de transferencia de ingresos en desmedro
del mercado interno y fracasó, además, en la erección
de un polo de negocios de cierta autonomía en torno del Mercosur.
Ahora parece girar hacia una incorporación al ALCA, que Estados
Unidos promueve para desplazar a sus competidores europeos de Sudamérica.
La crisis argentina forma parte de una reorganización capitalista
que desfavorece a todas las naciones subdesarrolladas. Pero es particularmente
aguda porque converge con un retroceso de más largo plazo que ha
erosionado la tradicional ubicación del país en los escalones
más altos de la periferia. El producto per cápita actual
apenas supera el nivel alcanzado en 1974 y el importante crecimiento del
PBI de 127 por ciento entre 1949 y 1974 contrasta con el lánguido
avance de 55 por ciento desde esa fecha hasta la actualidad. A diferencia
de Corea del Sur la economíaargentina no colapsa al verse obligada
a competir con las grandes corporaciones, sino al perder continuadamente
posiciones en el mercado mundial. Tal como ocurre con los nuevos países
periféricos que transitan por la restauración capitalista
como Rusia, soporta una sistemática destrucción
de sus logros económicos del pasado. Enfrenta incluso, por primera
vez, situaciones de pobreza extrema típicas de la periferia inferior.
Pero este tipo de declives no es una novedad bajo el capitalismo, que
es un sistema estructurado en torno de la ganancia y de la consiguiente
emigración de los capitales hacia las regiones que prometen mayor
beneficio. Dentro de la arquitectura estable que separa a
las naciones imperialistas de los países periféricos rige
una geometría variable del subdesarrollo, que genera
reubicaciones, ascenso y retrasos en el mapa interior de las naciones
relegadas.
Estado
mafioso e idiosincrasia de país rico
La gravedad de la crisis económica argentina ha inducido a
muchos analistas a indagar sus causas en el plano político. Algunos
intelectuales argumentan que el retroceso productivo obedece a la inestabilidad
institucional creada por la consolidación de un Estado mafioso.
Otros remontan estas mismas dificultades a la herencia militar,
la falta de respeto a la ley o la ruptura del orden
constitucional en 1930.
Pero aunque es evidente la acelerada erosión del régimen
político bajo el impacto de los sobornos, el lavado de dinero y
el narcotráfico, estas fuerzas disgregadoras constituyen más
bien un resultado de la continuada debacle económica, que destruye
sistemáticamente las reglas de juego del sistema y deteriora la
autoridad de los partidos de la clase dominante.
Por otra parte, la creencia de que la corrupción es antagónica
al crecimiento capitalista se inspira en una visión idealizada
de este sistema, que opera habitualmente mixturando la esfera legal e
ilegal de los negocios. Basta observar la gravitación de la economía
del crimen en el sistema financiero norteamericano o la incidencia
de los negocios turbios en la inversión radicada en los países
más recientemente industrializados, para corroborar este hecho.
Es una fantasía insostenible suponer que el FMI o el Banco Mundial
premian la transparencia. ¿O acaso no fueron IBM, Siemens, Telefónica
o Iberia quienes promovieron los contratos fraudulentos con el Estado?
¿No actuaron las embajadas de Estados Unidos y los países
europeos como propiciadores directos de estas operaciones? La corrupción
se alimenta de la misma búsqueda de mayor ganancia que domina en
todas las actividades capitalistas y está afectada por la misma
ceguera competitiva que socava estos procesos. En ciertas ocasiones acelera
la acumulación del capital y en otras circunstancias perpetúa
la crisis.
Otra forma muy corriente de abordar la crisis actual es indagando sus
raíces culturales y retomando los viejos interrogantes sobre el
carácter de los argentinos. En estas visiones invariablemente
se remarca la ausencia de un proyecto nacional y se critica
la viveza criolla, la soberbia de creernos elegidos,
la falta de cultura por el trabajo y la idiosincrasia
de un país rico que deprecia el esfuerzo. Pero en estas elucubraciones
se supone que cualquier ciudadano simbolizado en un tipo sociológico
ideal tiene la misma responsabilidad que los dueños del poder
por la actual depresión. Se ignora que las clases dominantes definen
e instrumentan la política económica y que, por lo tanto,
no corresponde proyectar su fracaso al conjunto de la población.
Es cierto que la decadencia económica de una nación con
tantas riquezas naturales como la Argentina tiene fundamentos históricos.
Pero no están asociados al temperamento de sus habitantes, sino
a la configuración agrorrentista de la estructura social durante
el siglo XIX, a lasdistorsiones posteriores de la industrialización
sustitutiva, tardía y dependiente y a la sistemática salida
de recursos hacia el exterior. Esta misma situación prevalece en
muchas naciones subdesarrolladas, igualmente carentes de una clase
empresaria que arriesgue e innove.
Pero lo más importante no es constatar esta realidad, ni asumirla
como una fatalidad, sino concluir que nada puede esperarse de los grupos
que tradicionalmente han manejado el poder. El futuro del país
depende de la acción de los sectores populares, que en plena regresión
social han sabido mantener sus viejas tradiciones de lucha e incorporar
nuevas formas de resistencia. Los trabajadores activos y los sin empleo
constituyen la fuerza social capaz de construir una alternativa superadora
de la crisis actual.
Tres propuestas
de cambio y otra
perspectiva
Ninguna mejora de
la economía argentina favorable al pueblo será factible
sin restaurar el nivel de vida de la población al nivel de los
años 70-80. Esta es la conclusión rehuida por todos los
economistas neoliberales que proponen seguir ajustando y por todos los
antiliberales que focalizan la solución en el tipo de cambio, la
competitividad o la protección aduanera. Asegurar un ingreso mínimo
y garantizado para todos los desocupados y aumentar los salarios y las
jubilaciones para recrear el poder adquisitivo es la condición
básica de cualquier alternativa progresista al curso actual. La
confianza de los consumidores se recupera derogando la reforma
laboral y asegurando la estabilidad del empleo y no esperando el derrame
de los beneficios que obtengan los empresarios.
Está probado que es inútil aguardar la llegada de ganancias,
que luego brindarían empleo para finalmente permitir la expansión
del consumo. En esta línea persiste Cavallo al introducir un impuesto
a las cuentas corrientes que manejan los bancos a costa de los pequeños
comerciantes, al reducir gravámenes a la clase media alta por un
monto equivalente a 193.000 planes Trabajar o al modificar las normas
impositivas autorizando pagos a cuenta a las grandes empresas, mientras
mantiene el regresivo porcentaje actual del IVA. Una mejora inmediata
y sustancial del nivel de vida de los asalariados y desocupados resulta
indispensable para revertir la brecha de ingresos que separa al 10 por
ciento de los sectores más ricos y pobres de la población,
que se ensanchó en 57 por ciento en los últimos diez años.
¿Faltan los recursos para este cambio? Si se miran los balances
de los ganadores del modelo, puede descubrirse rápidamente
quién se apropió de los ingresos amputados a los trabajadores.
En plena miseria del país, cuatro argentinos figuran en la lista
de las 538 personas más ricas del mundo (Pérez Companc,
Rocca, Noble y Fortabat). Por eso, muchos sindicalistas y dirigentes populares
han demostrado hasta el cansancio que, eliminando la evasión impositiva
de 20.000 millones de dólares anuales de los grandes grupos y reimplantando
los aportes patronales, se puede recaudar inmediatamente lo necesario
para planes de emergencia de empleo y sostenimiento de las familias.
Pero un programa de reconstrucción económica no puede avanzar
en perspectiva sin eliminar el despilfarro de las privatizaciones mediante
una recuperación del comando estatal de las empresas estratégicas.
Obviamente este remedio sería peor que la enfermedad si los costos
de esta transformación recaen sobre los contribuyentes y no sobre
los beneficiarios del fraude privatista. Reconstituir la propiedad pública
de las principales compañías bajo control de la población
y por medio de una gestión democrática resulta no sólo
necesario para impedir la liquidación de Aerolíneas, sino
también para poner fin al despotismo tarifario. Se dirá
que estas iniciativas violan los contratos. ¿Pero en
la últimadécada no fueron desconocidas todas las leyes que
protegen algún derecho laboral, social o jubilatorio? La única
diferencia radica en que, por primer vez, la misma inseguridad jurídica
recaería sobre quienes se enriquecieron manipulando las leyes en
su propio beneficio. Seguramente esta decisión desataría
represalias financieras, pero no hay que olvidar que las plantas eléctricas,
los yacimientos petroleros y la red telefónica no son activos transferibles
al exterior.
De todas formas, el flanco más crítico de la economía
argentina es la deuda. Mientras persista la presión cotidiana de
los acreedores sobre las finanzas públicas, no habrá margen
para adoptar ninguna medida favorable al bienestar popular. Por eso en
las actuales condiciones resulta más ventajoso declarar la suspensión
de los pagos de la deuda que afrontar pasivamente la próxima situación
de moratoria. Esta declaración constituiría una decisión
soberana que permitiría reorientar los recursos hacia las prioridades
del gasto social y la reactivación industrial.
Se suele afirmar que esta medida marginaría al país de los
mercados internacionales. ¿Pero este desplazamiento no se ha consumado
ya, por haber tratado de cumplir con un compromiso insostenible? También
se advierte contra la fuga de divisas, olvidando que todas
las promesas de honrar la deuda no indujeron ningún retorno de
los 100.000 millones de dólares depositados en el exterior. Conviene
tomar conciencia de que en las relaciones internacionales no rige la consideración
hacia los deudores que hacen los deberes, sino el aprovechamiento
descarado de los gobiernos que hacen el ridículo al enorgullecerse
de su condición dependiente. Además, gran parte de los acreedores
no son fantasmales ahorristas externos, sino concentrados grupos empresarios
radicados en el país.
Existen muchas modalidades tácticas para afrontar la suspensión
del pago de una deuda probadamente fraudulenta. La biblioteca de fundamentos
jurídicos para justificar esta medida es monumental y el único
desafío real estriba en sustituir las declaraciones altisonantes
por acciones concretas. Pero hay que recordar que cualquier medida contra
acreedores será viable si es adoptada como parte de un plan de
reconstrucción económica integral. Por ejemplo, una moratoria
divorciada del control directo sobre los bancos y el comercio exterior
conduciría a un caos semejante al creado por Alan García
en Perú a mitad de los 80.
El debate actual sobre los programas económicos está dominado
por las propuestas antiliberales frente al modelo prevaleciente. En estas
discusiones se considera al capitalismo como un dato inamovible de la
realidad, omitiendo que este sistema recrea periódicamente las
crisis y origina terribles sufrimientos para la mayoría de la población.
Por eso hay que considerar una tercer opción, socialista, que apunte
a superar la tiranía mercantil mediante la planificación
democrática. Una alternativa popular construida en torno de la
mejora del poder adquisitivo, la reversión de las privatizaciones
y la suspensión del pago de la deuda es el punto de partida de
esta perspectiva de emancipación social.
* Claudio Katz es economista,
profesor e investigador de la UBA-Conicet y docente invitado de la Universidad
Popular Madres de Plaza de Mayo.
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Universidad
Popular Madres de Plaza de Mayo
Rectora: Hebe de Bonafini
Director Académico: Vicente Zito Lema |
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número 3 de Locas, cultura y utopías en Kiosco12.com
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