Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH LAS12

Vicente Zito Lema

“Reflexiones sobre una creación apasionada”

Otra vez sobre un barco
sacudido
en la mar gruesa,
balbuceando como un niño
que descubre el miedo,
cayendo de a ratos y sin
embargo feliz,
atisbando en la negrura
una estrella...

I. A manera de balance inicial
Como en toda creación que sale a luz y nos refleja, ya instalado en un precario distanciamiento siento la necesidad de reflexionar sobre lo hecho: fundación de la Universidad Popular de Madres. Se incluyen aquí pasiones de felicidad y de tristeza, traducidas cotidianamente como amor y frustración, y que por encima de nuestro involucramiento demandan el uso de un cierto marco teórico y referencial que permita un resultado menos velado y más crítico.
Siempre hay una lucha entre lo que uno imagina, lo que uno sueña, aquello que deja su estampa como deseo y la dura realidad por la que avanzamos en el camino de la práctica. En el traspaso de ambos universos suele gestarse un desfasaje que generalmente angustia, y a veces daña, pero que también puede convertirse en estímulo para rectificaciones necesarias y hasta para nuevas apuestas creadoras. Lo soñado nunca tiene en el espejo de los hechos un resultado exacto. También esto se da en el proceso de la Universidad Popular. ¿Qué es lo que se había soñado y qué es lo que hemos concretado? Del sueño inicial, continuando el legado ético de las Madres de Plaza de Mayo, hay partes que fueron cumplidas, otras incluso superadas; también chocamos con paredes duras. Quedaron marcas.
Nos movía el deseo de una obra (una institución como real espacio público) que produciría verdad y belleza; pero también en ese deseo estaba instalada la duda sobre su perdurabilidad. ¿Se podría extender en el tiempo? ¿O todo iba a ser como esas estrellas fugaces que iluminan para el humano placer y en la eternidad del instante desaparecen?
Acepto que la realidad creada no quebró la noche con ese fulgor espléndido de la fantasía. Pero uno no abdica tan fácilmente al derecho de soñar desde los frágiles bordes de la omnipotencia, única manera de enfrentar los fantasmas de la destrucción y animarse a gestar una obra hasta el fin. Yo soñé que surgía la Universidad Popular y la sociedad argentina se modificaba de inmediato, en lo profundo. No fue así. Y es lo justo. Una transformación social lograda con la pura liviandad de lo ilusorio o en los tejidos de la duermevela no soportaría los primeros vientos gruesos. Sin embargo, visto lo acaecido desde una extrema interioridad –la imagen idealizada de la Universidad obra en mi espíritu como un eco revivido del antiguo mito de las cavernas– y acaso porque no puedo alejarme tan rápido del espejo narcisista que me devuelve la imagen de la Universidad todavía como propia (aunque sé que ella vive cada vez más desde los otros, como bien público), su materialidad tan deseada me arrima la misma sensación de esperanza, pero también de frustración, decuando publiqué mi primer libro de poemas. Al otro día salí a la calle y miré a la gente, para ver si descubría algún cambio en ellos. En apariencia seguían como antes. Fue mi primer desengaño con la poesía. Supe después tras duros golpes (los amigos caídos, el exilio...) que los poemas no cambian con urgencia la realidad. Acaso alguien tras la lectura que lo conmueve pueda mostrar una conducta diferente, pero la poesía es una apuesta honda y sin tiempo al conjunto de la humanidad, a la totalidad de los actos, para transformar las conciencias y darle corporalidad a lo no dicho, a lo que no se pudo decir, desde la vía de las pasiones y los impulsos sensibles, en la búsqueda de una realidad donde la esencia del hombre tenga sentido y el precio de la vida no se pague con usura. Sin embargo, de alguna manera, mi formación ligada más a la práctica del deseo que a la reflexión sobre ese deseo, y mi necesidad de sueños desmesurados (propio de nuestra generación del sesenta, y lo digo con nostalgia y orgullo) me llevó a una encrucijada. Creer que si existía la Universidad como un espacio estético en sí mismo, por la manera de armonizar los vínculos de aprendizaje, y ético, por la capacidad desalienante del producido intelectual, se alteraban los niveles morbígenos en el campo de la cultura. Acepto que eso no fue así, nosotros estamos todavía muy lejos de producir cambios mensurables en la sociedad. Desde ese lugar, el sueño quedó aún en el umbral de lo real.
Tal vez debido a que la fundación y puesta en marcha de la Universidad Popular, y ahora su funcionamiento, piden por su especificidad la participación privilegiada de docentes, artistas e intelectuales cuya capacidad transformadora ya está acotada por la naturaleza de su rol social, que se impone incluso sobre valiosas actitudes individuales, consumiendo, ya en los límites, hasta el doloroso gesto de quemar las propias naves.
Además, si bien el protagonismo público de la Universidad Popular sigue recayendo sobre las espaldas de las Madres –algo justo y necesario–, se trata hoy de un tiempo histórico menos peligroso desde lo directamente represivo, pero a la par más hostil y opaco, dudoso en la recepción de las posturas de Madres, cuestionadoras sin tapujos ni almíbares de una realidad socialmente vivida, que poco conforta y mucho daña. Es que las Madres, debe admitirse, han generado más que conmoción, una auténtica separación de aguas cuando su consigna “aparición con vida”, referida a sus hijos y coreada por vastos sectores sociales, que la sintieron propia en su repulsa al autoritarismo, se convirtió –a medida que pasaban los años y muchos se conformaban con migajas de democracia– en dura negativa a integrarse en el pasado y en el horror paralizante de la muerte que en los hechos significaba la mera búsqueda y aceptación de los despojos de las víctimas, si no se acompañaba con una actuación eficaz de la justicia, reparando las pérdidas con el castigo real y no simbólico de los asesinos. La contradicción se agudizó con las medidas de impunidad, en las que se asociaron los partidos mayoritarios, y que provocaron un más duro rechazo de las Madres a todo lo que pudiera asociarse con perdón o conciliación con los victimarios. Se quebraba así una tradición cultural de resignación, duelo y olvido que remite a la propia doctrina cristiana y al paradigma de la piedad que entroniza la virgen María ante el cuerpo yacente de Jesús. A ello se une, transgresoramente, la enunciación pública de que rechazan la muerte de sus hijos mientras no aparezca en escena la representación total del hecho, y que en definitiva los desaparecidos, los que nada son para la vida, terminan siendo ser los desaparecedores.
En otra vuelta de tuerca, la reivindicación de sus hijos consiste en apropiarse de sus sueños, ideales, ideología y prácticas militantes. Así, los pasan a encarnar, trocándose de madres en hijos, ya que ellos, al transmitirles conciencia desde su historia, les dan una nueva existencia. Tal crecimiento de la conciencia de las Madres provoca vívidos correlatos: primero los reclamos –en condiciones de extremo peligro– y después los actos recordatorios por sus hijos aparecen cada vez menos personales y abarcan al conjunto de ellos, entendido como un sujeto colectivo amoroso. Todas y cada una de las víctimas son en el dolor y en la pasión tan absolutas que por su exceso se tornan naturalmente públicas. El sentimiento de compartir a nivel social la maternidad choca frontalmente con la concepción en extremo individual que la misma registra en nuestra cultura. La conducta de las Madres –verdadera transgresión ideológica– crece en su plasticidad, hasta entender como hijos a todos los que participan de los lances liberadores, donde la represión pone a prueba la carnadura del discurso. (Tras la aparición de la Universidad Popular conmueve ver cómo las Madres depositan sobre los estudiantes su caudal amoroso, despertándose un vínculo que incide sobre la superación de los obstáculos epistemofílicos que acompañan las bregas del aprendizaje.)
Por último, y no menos importante, aparece el conflicto moral, pero también político, que provocan negándose a consumar un principio que define nuestra sociedad actual: todo tiene precio. Las cosas, acciones u omisiones, lo material pero también lo espiritual, las pasiones y sentimientos, lo que es humano por su utilidad, deseo o naturaleza, pueden convertirse en mercancía; se integran y se confunden en la teoría del valor. Al negarse a la reparación económica por la desaparición y muerte de sus hijos ponen en la picota no sólo los usos y simbologías culturales, sino la propia esencia del sistema capitalista donde se inscribe hoy por hoy la cotidianidad de nuestras vidas.
Compartir junto a las Madres un proyecto es subirse a la cresta de una de las olas más altas de este mar nada calmo que es la sociedad argentina.
Como las antiguas máscaras de las divinidades aztecas, la relación entre la Universidad Popular Madres de Plaza de Mayo y la sociedad muestra dos caras. Una la presenta como un bastión inexpugnable desde la fundamentación ética que le otorga el propio bagaje de Madres y en correspondencia natural la conducta pública de sus docentes. (Vale decirlo: sin ellos, sin sus aportes, rigurosos desde lo intelectual, y conmovedor por la entrega fraternal, la Universidad Popular no existiría.) A ello se unen las prácticas que se generan, los saberes que se compartan y la involucración activa en las resistencias contra el poder, como un apuntalamiento concreto a los principios humanísticos que se proclaman.
De allí que los estudiantes que participan en el mundo de la Universidad Popular tienen un marco referencial bien definido. La historia de las Madres es una herencia que se transmite sin beneficio de inventario, es un todo. Nadie está obligado a aceptarla, pero sería extraño que alguien se integre en la Universidad sin conocer dicha historia y sin sentir, a partir de allí, una afinidad con la institución, un verdadero espíritu de pertenencia. Ello provoca una positiva cohesión y homogeneidad tanto en los docentes y los estudiantes, como en quienes desde distintos roles aportan al proyecto de la Universidad.
Hay una contracara. Los distintos grados de encono, confrontación o recelo que despiertan las Madres también se trasladan –como antes el amor, el respeto o la identificación con ellas– casi mecánicamente a la Universidad Popular. No se toma en cuenta la naturaleza propia de una institución de cultura, que se distingue por su funcionamiento de una organización de Derechos Humanos –con una vida tan marcada desde el nacimiento como es la Asociación Madres de Plaza de Mayo–, por más que ellas sigan constituyendo nuestra hermosa razón de ser.
Trazamos desde aquí un límite en la actuación y en el crecimiento de la Universidad Popular: Descartamos la comprensión de quienes desde una ideología de muerte y en defensa de concretos privilegios de clase se han declarado enemigos de las Madres; por una elección de vida también son los nuestros. A la vez, no ocultamos nuestro deseo de crecer y ser oídos en un sector social que por distintos motivos –se incluye el miedo– es aún renuente en aceptar –más que a la Universidad Popular– la realidad de un país que no soporta nuevos emparches. El cristal ya está quebrado. Sólo da una imagen lastimosa de nosotros mismos. Un sonido lúgubre, sucio, que va confundiéndose con el silencio.
Horadar el duro suelo de la educación formal, estragada por el poder, que se reniega y fetichiza en un círculo asfixiante, precisa tiempo y paciencia, desafía nuestra imaginación en la búsqueda del lenguaje y las prácticas pedagógicas necesarias.
Lo vamos aprendiendo día a día en la Universidad Popular: no hay un destino fijo que nos aguarda al final del camino de los sueños; somos el resultado del proceso de un proyecto.
Después de una mano de cal puede ser justo una de arena. Hubo otro temor: que la Universidad Popular en virtud de su propia naturaleza no se pudiera institucionalizar, prolongarse en lo instituido. Que excedida en un discurso romántico, fervoroso, no avanzara hacia la segunda etapa de su desarrollo, un espacio quizá de medio tono en sus pasiones, pero más ordenado, dependiente de un plan racional que limita la voluntad y la impronta del deseo, pero que al fin es lo que permite que las aventuras de la vida perduren. Si se admite la comparación, diríamos que el proceso de alumbramiento de nuestra Universidad es como una gran pasión amorosa, que debe canalizarse en la rutina de los días, donde el desafío consiste ahora en que lo previsible de esa cotidianidad no agote la locura creadora, la maravilla del gozo de tantear en cuerpo y alma lo desconocido, el misterio de lo nuevo, la necesidad de vivir las odiseas de cada travesía. Todo eso debe perdurar, pero también hay que pagar la luz a fin de mes, aunque el discurso amoroso corra el riesgo de escurrirse entre los dedos. La fusión entre emoción y razón es nuestro desafío. Como diría Gramsci, mantener el corazón caliente y la cabeza fría.
La realidad demuestra que la aparición de nuestra Universidad no provocó un desnivelamiento de las fuerzas en pugna en el ámbito de la cultura, pero a la par tengo el absoluto convencimiento de que la Universidad ha pasado el período de mayor riesgo para su existencia y afirmación. Vamos por el segundo año de vida, y las experiencias recogidas permiten afirmar sin riesgo a equivocarnos en demasía que el proyecto de la Universidad se prolongará en el tiempo y su duración queda ligada al lenguaje de nuestros esfuerzos. En esta segunda etapa ya no se trata de grandes impulsos fundacionales; para bien o para mal, la leyenda se instaló. Entramos en un proceso de reflexión crítica, de afianzamiento de lo ya iniciado, que deberá incluir una rectificación sincera de nuestros errores, y dar respuestas a temas abiertos todavía como preguntas que esperan.
¿Cómo se concilian desde la práctica pedagógica el rigor y el ritmo en la transmisión del conocimiento con la necesidad de no excluir ni relegar a nadie del mismo? ¿Cómo se produce la armonía entre la heterogeneidad de saberes y experiencias de la realidad de los que participan del aprendizaje con la homogeneidad que se desencadena desde la transmisión epistémica? ¿Cómo se evitan las rupturas entre la cotidianidad que viven los estudiantes y docentes y las prácticas liberadoras en el espacio público de la Universidad Popular? ¿Cómo se relaciona la ética que mueve a la Universidad a partir del legado fundacional de las Madres con la rutina pragmática que la sociedad demanda diariamente? ¿Cómo se sostiene económicamente una Universidad Popular que rechaza los aportes del Estado y de las empresas transnacionales, y todo otro aporte financiero que huela a corrupción o explotación de la gente, si no es a partir del esfuerzo de quienes participan en la institución, como docentes y estudiantes, siguiendo así la tradición de autofinanciamiento de todas las organizaciones populares que resisten al sistema? ¿De qué manera se utiliza la razón para vencer en el aprendizaje de la realidad los obstáculos epistemológicos sin castrar la imaginación, los sentimientos, el deseo y los sueños y, por el contrario, hacer de ellos otra fuente de conocimiento que se integre armoniosamente a la razón? Si aceptamos que los acontecimientos culturales profundos, capaces de dejar su señal en el cuerpo social, incluyendo las vanguardias –sean artísticas, del pensamiento o típicamente educativas–, requieren simultáneamente transformaciones políticas, ¿cuál es el camino para lograr que los trabajadores, a quienes reconocemos en su capacidad para protagonizar los grandes cambios históricos –más allá de las modalidades, legalidades, prestigio o degradación que sufra la propia naturaleza del trabajo, y que incluye las innovaciones tecnológicas de cada época– sean partícipes activos y calificados en nuestro proyecto de Universidad Popular, legitimando así su condición de Universidad desde la búsqueda apasionada de lo verdadero histórico, que confronta con las verdades sagradas y absolutas que el Poder instala desde los “espacios de saber” que hegemoniza –estatales o privadas– para reproducir profesionales e intelectuales dóciles; y dando sentido a la nominación de Popular, por los intereses del sujeto histórico a través de los cuales se define y con los cuales se identifica? ¿Y cómo se logra –finalmente– superar los vallados de todo tipo para que esa participación del trabajador en nuestro proyecto se concrete, superando los prejuicios sacralizados que instalan la diferencia –tanto práctica como epistémica– entre trabajo manual y trabajo intelectual, con conciencia por nuestra parte de que ya no es la condición de asalariado que se desempeña en dependencia lo que tipifica excluyentemente la figura del trabajador sino que la misma se extiende a otras alteraciones de la realidad, no meramente reproductivas, que incluyen expresamente como trabajo –vaya paradoja cruel– la propia acción de su búsqueda –muchas veces desesperada– por parte de tantos y tantos que no lo tienen y lo necesitan –aun alienado, degradante y mal pago– para no morirse literalmente de hambre?

En el análisis de la génesis de nuestra Universidad Popular admito también otro temor (los temores acompañan siempre los nacimientos): que los conflictos que existen en nuestro país en el campo de la izquierda en general –hablo del campo político, pero también del artístico e intelectual– no fueran contenidos en la Universidad. Cómo negar que persisten estos desgraciados conflictos de voracidad depredadora que, entre otras causas, provienen de nuestra incapacidad para dirimir sin rupturas las oposiciones y distinciones secundarias, y que se extienden a espacios donde uno realmente quisiera que no se den, allí donde se encuentra el núcleo dinámico de resistencia al sistema. ¿Podría la Universidad Popular recibir estos conflictos y no ser víctima de ellos? ¿Mantenerse entera, aunque disputen allí tantos intelectuales de distinta formación, con matices que van desde el cristianismo y el peronismo revolucionario al marxismo ortodoxo, pasando por todos los grados de anarquismo y socialismo, con las posturas más bellas como lapidarias del mundo conocido que uno pueda imaginar? ¿Seguir unidos sin que nadie renunciara a su ideología ni a sus creencias para apuntar a un proyecto de convivencia y crecimiento, en un orden de diferencias fraternales? Las evidencias nos dicen que al día de hoy prácticamente no se perdió ningún intelectual que fuera parte de este proyecto, por más que hubo discusiones e intentos por hacer prevalecer determinadas ideas. Siento que ello trasciende el ámbito de la Universidad, se convierte en un aliciente para quienes desde hace muchos años insistimos en que es posible producir una transformación profunda en la realidad argentina si somos capaces de forjar un proyecto común. O sea que, desde ese lugar, el balance es también positivo. En otro orden, creo que a pesar de varias campañas –algunas muy groseras, orquestadas desde el propio poder– para desprestigiar nuestra Universidad, tanto impugnando el rigor intelectual de lo que se enseña como acusándola de ser simplemente una “guarida de subversivos”, el objetivo de anular y en lo posible destruir este espacio no se logró. Si uno posa una mirada objetiva sobre lo que es hoy la Universidad, y compara lo que fue nuestra última actividad, las jornadas de verano de los meses de enero, febrero y marzo, con las del año pasado –el de la fundación–, y a la par confronta las inscripciones para las carreras y seminarios regulares del primer año con el segundo, comprueba que hemos triplicado nuestra cantidad de alumnos. El aislamiento y la descalificación que se pretendía desde el poder no cuajó. Sin olvidar que la situación económica del país se ha agravado, y lo que se puede llamar el desencanto social es más profundo todavía. Remando contra la corriente, vamos paulatinamente superando nuestras ilusiones sobre el funcionamiento de la Universidad Popular y el aporte de los estudiantes a la misma, que habla de la instalación de una conciencia crítica. Ello permite que nuestra institución haya podido rechazar la legalidad administrativa del Estado –que implica renuncias, por ejemplo a la decisión de abrir nuestras puertas a una educación para todos, sin requisitos formales previos, ni evaluaciones tradicionales– y fortalecernos en la legitimidad de origen –las Madres– y en una segunda y concurrente legitimidad que se va consiguiendo paso a paso a través del trabajo que se lleva a cabo. Nuestros estudiantes saben que no tendrán títulos ni certificados oficiales, que no se les garantizará ninguna salida laboral, y sin embargo nos entregan años de sus vidas, buena parte de sus mejores ilusiones. Se trata de una responsabilidad profunda que no podemos defraudar. (¿Acaso no se espera de las viejas monedas que no se doblen?)
No todo son rosas con los estudiantes. Es todavía endeble la participación en cuanto al rol protagónico que se merecen y que necesita la institución. Simultáneamente surgen resistencias conscientes o inconscientes a las nuevas modalidades educativas –entre otras, el funcionamiento grupal, la plasticidad en la evaluación, la independencia sin mengua de los docentes, y el autodisciplinamiento de las conductas en la vida cotidiana de la institución...–, que algunas veces son criticadas por ser demasiado desestructurantes, frente a las rígidas herencias recibidas desde el campo formal. Hay otro tema que nos preocupa: las deserciones. Yo soñaba, insisto, con que todos los que tomábamos este barco venturoso que es la Universidad, íbamos a seguir juntos hasta el puerto final. La experiencia demostró que navegar sin colisiones ni pérdidas por un mar encrespado como es la realidad social argentina es una meta muy difícil, y que en definitiva habrá que hacerse cargo de nuestras equivocaciones. Hubo un porcentaje bastante elevado de abandonos del proyecto, por causas múltiples que se convierten en síntoma. (Hablo de los alumnos, no de los docentes.) Hay que reflexionar sobre qué pasó, cuáles eran las expectativas de la gente y cuáles fueron nuestras respuestas que no satisficieron a las mismas. Es preciso saber en qué fallamos, sin olvidar –para no sacralizarnos en lo autorreferencial– las averías y naufragios de otros proyectos culturales y políticos, lo que habla de condiciones objetivas desfavorables para intentos de cambio, cuestionadores del sistema y del discurso de la época. Eso sí, tampoco hay que refugiarse mecánicamente en la desgracia ajena ni abusar de las razones exculpatorias. Tampoco olvido que estoy a la cabeza de las responsabilidades en los errores, que obedecen mucho más a la impericia que a la oscuridad de los fines.
También es cierto –y lo pongo en nuestra cuenta como problema a superar– que las relaciones que pensábamos iban a ser muy fuertes con universidades de América latina y de Europa, por ahora no pasaron, en general, de lo declamativo. Muchas de las ayudas prometidas no llegaron y varios de los docentes que iban a venir a dar clases no pudieron hacerlo, aunque hubo valiosos aportes como en el caso de los compañeros del Instituto Sedes Sapientia de Brasil, los compañeros del Centro Martin Luther King de Cuba, específicamente, y otros amigos intelectuales que estuvieron con nosotros, como James Petras, Michael Lowy, Hans Dieterich y Alain Badiou. Detrás de estos inconvenientes asoma la crisis económica que vive América latina y cuyos efectos también caen sobre los intelectuales críticos y obviamente sobre nuestra Universidad Popular. A lo que se agrega cierta incomprensión y prejuicios, especialmente en Europa, sobre las posturas de Madres, históricamente intransigentes y que no admiten renuncias ni cálculos políticos en el terreno de los Derechos Humanos que fragilicen su ética.
He aquí el borrador inicial del balance de lo que fueron los primeros pasos de la Universidad Popular. A esto debo agregar, ya desde el campo estricto de la subjetividad, la felicidad que proporcionó esta fundación a las Madres de Plaza de Mayo y a todos los que participamos del proyecto. Es como si las Madres hubieran sentido que la brutal inmaterialidad de las desapariciones, ese espacio de dolor que no es de silencio, pero a la par rechaza la mera palabra –esa infidelidad recurrente del testimonio–, se sublimara en una acción concreta de espiritualizada materialidad, de cotidianidad viva donde ellas ven realizados los impulsos que movían la vida de sus hijos. El silencio de aquellos cuerpos es hoy la avidez del conocimiento que mueve a nuestros estudiantes y da sentido a la Universidad. No hay aquí extravío lírico ni misticismo. Es la prolongación de la vida que se da cuando una generación toma el fuego de la anterior, por más que hoy sea apenas una llama que se mueve ante un viento todavía inhóspito, frío.

II. Confusión de espacios: lo estatal y lo público
Días pasados se reunieron en la provincia de Santa Cruz los secretarios generales de los gremios docentes universitarios. Fui invitado a concurrir y a reflexionar sobre la universidad de hoy, y la que se aspira a construir en el futuro. Esto me permitió tener un encuentro directo y una discusión franca con los compañeros sobre un tema que les interesaba a ellos y nos preocupa a nosotros: cuál es la relación de la Universidad Popular frente a las universidades nacionales. O en definitiva, cuál es nuestra posición frente a la educación formal del Estado. Dije ahí, y lo repito aquí, que en mi criterio es un concepto equivocado igualar mecánicamente las universidades, las escuelas primarias, secundarias e institutos educativos en general que dependen del Estado, con la educación pública.
Insisto en mi convencimiento: hay que diferenciar lo estatal de lo público. La educación pública se define básicamente desde la caracterización de su sujeto y por el objetivo final de la misma. Para que hoy sea realmente pública una práctica educativa en nuestro país tiene que tener como sujeto histórico principal a los sectores más excluidos y castigados, en la búsqueda primaria de una justicia reparadora, y a partir de allí extenderla a las demás capas populares (sin olvidar que el núcleo estructural más duro y dinámico para gestar alteraciones sociales profundas lo siguen constituyendo los trabajadores, ocupados o no), teniendo como meta el crecimiento de la conciencia crítica, que habilita para producir la sustitución de estructuras y valores sociales y en definitiva lograr la felicidad social, con toda la fragilidad discursiva del enunciado, pero también con la tangible consistencia que la historia otorga a las luchas sociales. Una educación es pública si impulsa al sujeto de aprendizaje a la gestación de nuevas instituciones culturales en el sentido más amplio, comprendiendo incluso las estructuras económicas, políticas, sociales de todo tipo, que contribuyan a una justicia, a una fraternidad, a una solidaridad y armonía que hagan posible realmente la construcción de una sociedad más humana. Es aquí entonces que lo público se convierte en popular como concepto no degradado. Más todavía si las políticas educativas están a cargo de un gobierno democrático, que responda a los intereses de la mayoría. El espacio público será definido entonces a partir de su finalidad, corroborada por la práctica, a lo que se agrega la libertad real de ingreso y de participación (sin exclusiones legales, económicas o culturales, del orden que sea) y el carácter gratuito y laico.
Frente al espacio público real se alzan las actividades del Estado, cada vez más debilitado en este período histórico por el gran capital financiero transnacional y en particular por la estrategia del imperio y todo lo que ello representa, con la puesta en marcha del llamado “Estado global”, donde en definitiva todas las normas –jurídicas, estéticas, morales, de razón y locura...– quedan subsumidas en las leyes económicas. Aun así el Estado argentino sigue viendo en el campo paradigmático de la educación la posibilidad de profundizar y reproducir el poder que lo instituye, por encima de su debilidad ante los poderes internacionales y sus propias contradicciones internas. No podemos aquí caer en la ingenuidad ni en la interesada mitificación de sostener que hay un Estado por encima de las luchas sociales y de sus clases enfrentadas. Históricamente el mismo poder quiso mostrar al Estado como un cuerpo vivo sin posiciones de bando, una especie de permanente y justo árbitro. Lo cierto es que el Estado, en la práctica, representó siempre a los sectores sociales cuyos privilegios se articulan en lo económico, en lo político, en lo militar, organizando el disciplinamiento y la dominación de los trabajadores y demás sectores populares, a partir de relaciones tan perversas como absolutas cuya raíz final ya no es la razón –y el utilitarismo como degradación primera, que amputa el campo sensible, la imaginación– sino la usura, como degradación total. De allí que la guía del saber –lo universal– ya no es el amor del que hablaban los antiguos filósofos griegos sino el castigo romano en su prolongación de religiosidad cristiana, con sus cruces para que los cuerpos se consuman en algo peor que la muerte, la misma nada. Es decir que a nivel educativo sería suicida para semejante poder histórico, que se convierte en el moderno Estado burgués, sin abandonar la causa de su ser, generar de motu proprio políticas cuestionadoras de su existencia y reproducción. Por lo tanto no contribuirá al conocimiento profundo de la realidad, estimulando el deseo de una subjetividad plena y el ejercicio de la libertad creadora; menos todavía dará pie a la formación de vínculos grupales de aprendizaje, sostenidos desde una mirada cuestionadora de lo establecido y una sospecha sobre el poder, maneras que en definitiva permiten entender la realidad del mundo en que vivimos y agigantan la necesidad de construir otra sociedad. Reconocer la hegemonía del poder no niega que en el ámbito educativo estatal se den combates, enfrentamientos, disputas ideológicas en relación a los contenidos de la educación y al destino de la misma. Tampoco olvidamos la existencia de docentes que a la vez de cuestionar la estructura educativa libran sus justas batallas gremiales, enfrentando a las autoridades del sistema y buscando una retribución adecuada por su trabajo. Sostenemos que esa lucha debe seguir, afianzarse. Pero hay que asumir que mientras el Estado sea responsable de esta injusticia estructural, y siga respondiendo a los actuales intereses de clase, la Universidad, la educación en general, no será de finalidad pública; tendrá, en definitiva, el sello ideológico de la finalidad privada –con su visión acrítica y naturalista de la realidad–, en tanto canonizará el lucro económico como valor inmutable, divino, y a partir de allí priorizará al individuo sobre el sujeto histórico social y al bien particular sobre el bien general.
Lo que hemos dicho también justifica, en nuestro criterio, la existencia de la Universidad Popular de las Madres. Ante un cuadro de situación desfavorable y viendo con desazón este momento de las fuerzas en pugna, nosotros pretendimos abrir un espacio que hegemónicamente estuviera organizado, tanto desde los contenidos científicos y éticos, como en la metodología de comunicación de saberes y prácticas, para contribuir, prioritariamente, a forjar luchadores sociales. Agentes de cambio en el sentido pichoniano, capacitados intelectualmente, pero también dotados de una profunda sensibilidad social y de una ética que les permita recibir sin obstáculos la mirada del mundo del excluido y el dolor del diferente, ya que de otra manera no tendrá sentido aquella transformación de la realidad que nos convoca.
Se trata de instalar en la Universidad Popular una resistencia cultural, ardorosamente revulsiva, donde la lealtad del sujeto con la causa se basa no en el disciplinamiento que impone una autoridad sino en la libertad de cada uno de los involucrados para hacerse parte de una red vincular creativa, de naturaleza dialéctica, que el sujeto produce y de la que será el emergente producido, superando en la dinámica histórica la propia legalidad fundacional, convirtiéndola en una legitimidad plástica, creativa y viva. Se trata de procedimientos, conductas y acciones, más que de rituales discursivos. Por ello mismo no alentamos una valorización de la destreza sino un constante estímulo participativo que desencadene un amor al saber y un compromiso con una ética liberadora, desalienante, ampliamente horizontalizada, que se traduzca en una amorosa y mutua representación interna, y donde la prueba del saber jerárquicamente transmitido sea reemplazada por una conciencia crítica y una conducta ética capaz de autoevaluarse, hasta ser concebida como una auténtica necesidad, no como un dogma que reemplaza a otros dogmas y fetiches. No se busca la unanimidad del pensamiento, tampoco la uniformidad lingüística, por el contrario, nos convoca el balbuceo de imaginar lo nuevo, el testimonio de lo que no fue dicho como plataforma para lanzarnos a la gran aventura de encontrar las palabras del mañana. De allí que nos resistamos a reproducir los ritos, la metodología instituyente del positivismo académico, que el poder tradicional consagra y trasvasa hoy con un lenguaje posmoderno que ahoga el aprendizaje y hace de la cultura los respiros de la muerte.

Aceptamos que nuestra Universidad es un espacio acotado, hasta de frágil belleza si posamos una mirada romántica, pero también tenemos claro que vivimos un tiempo en el cual las resistencias se alzan desde una situación de inferioridad frente a fuerzas que, en el campo de la cultura, obviamente reproducen relaciones económicas y políticas que hoy por hoy son adversas a quienes nos empeñamos en la subversión de lo dado como categorías de lo inamovible, natural y eterno.
La conciencia de nuestras limitaciones, y aun la precariedad frente al conjunto instituido del orden cultural, no impide que apostemos al futuro, sigamos trabajando, sintiéndonos parte de una estrategia de acumulación de materialidad social. El esfuerzo que se hace en la Universidad de Madres no debe ser visto sólo en función de la misma sino apreciado en la medida de estar unido a muchísimos esfuerzos en el campo de la educación, el arte, las instituciones sociales de base, y las propuestas y prácticas políticas que a pesar de diferencias metodológicas coinciden en la impugnación estructural del sistema en nuestro país y en toda Latinoamérica. Ante la “globalización” financiera que oprime y convierte al cuerpo en un “desecho impensable”, sostenemos la universalidad de conocimientos y acciones liberadoras; por tanto, sería nefasto no nutrirnos de los aportes culturales que nos transmiten, por mostrar un valioso ejemplo, el Movimiento de los Sin Tierra de Brasil, que ha dado una nueva dimensión a los saberes de educación popular que legara Paulo Freire; o enterrar en el olvido de lo singular la revitalización de los valores solidarios que mueven los cortes de los piqueteros en las rutas del país, que ya es un relato histórico. Como también lo es la saga escrita por los trabajadores de Aerolíneas Argentinas, que han puesto luz sobre el saqueo al patrimonio público mediante la ingeniería delictiva de las privatizaciones.
Crecer sobre las huellas que dejan los diferentes y las diferencias; sobre el desafío y el gozo de no bajar la cabeza ante la fatalidad que promueve el poder. De eso se trata.
Renunciar a crear un microespacio alternativo, pero bien definido desde su ética y la vocación de resistencia crítica a toda docilidad de los cuerpos y sus conductas, sería una castración de nuestro espíritu, en tanto lleva en los hechos a convalidar la cultura dominante, empeñada en producir coactivamente el vaciamiento de la condición humana.
Frente a un sistema que pervirtió el espacio público, nosotros nos reivindicamos legítimamente allí por nuestra finalidad ética y el proceso de reconstrucción que la acompaña, desde una filosofía de la praxis que nos contiene en la emoción y en la razón. Por lo tanto, no dependemos del Estado argentino, ni en lo legal ni en lo económico. Más aún, aunque quisiéramos no podríamos hacerlo sin perder nuestra identidad, porque vamos avanzando paso a paso en contra de la política general de gobiernos que se han sucedido en el desguace liso y llano del bien común, sea en materia educativa como en cualquier otro plano de la realidad donde se dirime con tensión extrema la vida concreta de los ciudadanos.

III. De sueños, realidades y poéticas
Siento todavía la fundación de la Universidad Popular como un sueño, soñado por años, en respuesta a una necesidad genuina del espíritu, que se emparienta con la convicción de que hay algo del orden de lo real que aún no existe y debe ser creado, y con la conciencia de que esa creación modificará una realidad social vivida como perversa, sin armonía ni sentido final.
Hablo de un sueño traspasado en pura materialidad merced a que fue recibido y amorosamente alumbrado por las Madres. Estoy afirmado en la sensación de que no hay para la vida tierra más fértil que la digna corporeidad de estas mujeres.
Surge un registro histórico detrás de dichas palabras: en el profundísimo silencio de un país ganado por la muerte supieron ser voz; en la oscuridad sin mengua de un horror de años que se padeció eterno, se animaron a ser luz.
Pasado el tiempo y en este país que sufre todavía la marca de la bestia en su corazón, las Madres no se paralizaron, no se durmieron sobre laureles y monumentos, prosiguen como voz y luz denunciando y descubriendo los pliegues ocultos de una dominación y su revés de injusticia que unos pocos causan como un derecho de clase, mientras otros muchos las sufren y soportan como un flagelo natural, igual que las inundaciones y las pestes.

Estoy convencido de que ese sueño primigenio de la Universidad Popular, que se transforma dialécticamente en pensamiento elaborado y en proyecto que crece y en realidad que se construye, necesitó –y seguirá necesitando cada vez más– de la apropiación personalísima de cada uno de los convocados –por otros o por sí–, que a la hora de subir el barco en el medio de una noche espesa y una mar igual de gruesa, sin pedir nada dijeron aquí estoy. (Yo escuché esas voces y vi esas sonrisas en antiguos y nuevos compañeros.)

No entiendo otra naturaleza de las aventuras grupales que se comparten, ni del bien común que se procura y se yergue como mascarón de proa, si no es a partir de la mutua representación interna que se concibe y de la sincera asimilación que cada uno haga de los frutos de la tarea.
Pertenencia e identificación con un proceso creador que supera el gesto y la leyenda de la fundación para ser materialidad de todos, en tanto acción modificatoria de la realidad social y en franca oposición con quienes sustentan la antigua visión del mundo que se busca desplazar.

El sujeto histórico ya está para nosotros bien definido, guste o mortifique no se construirá la nueva realidad sin él. La Universidad Popular busca ser un instrumento, más que un fin de la tarea. Los deseos que hoy nos convocan a la vez nos mueven en ese camino. A cara o cruz se juegue allí nuestra moneda de la vida.
Hemos comparado la creación de la Universidad Popular con un acto de poesía. El poema creado, los no dichos más reveladores de la criatura humana pertenecen a cada uno que al decirlos los torna tan propios como eficaces en pos de la existencia. Más aún, les vuelve a dar vida para todos.
¿Despertará semejante pasión feliz la Universidad Popular?
Abramos las puertas. Desde los escondrijos de la verdad se asoma en puntas de pie la belleza.
Buenos Aires, invierno de 2001

Universidad Popular Madres de Plaza de Mayo
Rectora: Hebe de Bonafini
Director Académico: Vicente Zito Lema

Adquiera el número 3 de Locas, cultura y utopías en Kiosco12.com

ARGENTINA...¿QUÉ VA CHA CHE?

LEON ROZITCHNER: VIOLENCIA Y CONTRAVIOLENCIA / TEATRO DE NORMAN BRISKI EL POETA CASTELPOGGI. ESCRIBEN: BAYER - MARIN - H. GONZALEZ - BEINSTEIN - VIÑAS BARCESAT - SCHILLER - SOARES - BARBARA - GRANDE - RACOSTA - R. ANGEL - AZNAREZ KOHAN - DESIDERATO - TRAPANI - QUIROGA - MARE - RODRIGUEZ - RIVERA - KAZI - ZITO LEMA.

UNIVERSIDAD POPULAR MADRES DE PLAZA DE MAYO

PRINCIPAL