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Universidad Popular Madres de Plaza de Mayo

Eduardo Grüner

�El cero y el infinito�

En la Argentina ha comenzado una nueva y decisiva etapa económica, con sus consecuencias sociales, políticas, culturales y hasta psicológicas. Es la etapa no de una economía de “déficit cero” (que la mayoría de los expertos estiman imposible) ni de una economía de mera subsistencia (ya hay más de un tercio de la población que no puede subsistir, y con las nuevas medidas esta proporción sin duda aumentará) ni de una economía “de guerra” (puesto que los beneficiarios del “modelo” están muy lejos de disponerse a los sacrificios que una situación de emergencia bélica requeriría). No: se trata de una etapa de, como la ha bautizado León Rozitchner, Economía-Guerra. Vale decir: de una etapa en la cual los detentadores del poder económico y financiero, habiendo logrado eliminar completamente aun las formas más tímidas de la autonomía de la “clase” política, y habiéndose resignado hace ya mucho a que el “modelo” no “cierre” ni siquiera para ellos (porque si así fuera, aflojarían su presión sobre los “mercados”, el gobierno o el “riesgo país”) han decidido proceder al liso y llano exterminio por inanición de por lo menos esa tercera parte de la población, incluyendo, por supuesto, a los jubilados, empleados estatales, pobres “estructurales”, docentes y desocupados; o sea, a todos los que, habiendo perdido casi totalmente su capacidad de consumo –es decir, su capacidad de “realizar” para los dueños de la economía la “plusvalía” que éstos les han extraído oportunamente–, sin embargo ocupan lugar: ocupan un “espacio vital”, metros cuadrados que podrían destinarse a negocios más lucrativos, como la especulación inmobiliaria o la construcción de nuevas filiales de bancos, etcétera) y para colmo hacen ruido (a veces cortan calles y rutas, hacen manifestaciones que obstaculizan el tránsito en la City, o entran a los supermercados a pedir comida).
El negocio de eliminar ese excedente no-rentable de población debería ser redondo, salvo quizá por el hecho de que la ausencia de tan grueso Ejército Laboral de Reserva aliviaría la presión sobre los salarios de los que sí tienen trabajo, y éstos podrían ponerse a reclamar aumentos, ya que sin aquélla Espada de Damocles constituida por los que hacen cola para reemplazarlos, aunque fuera por la mitad del sueldo, se volverían casi imprescindibles. Pero como tarde o temprano esto podría suceder de todos modos (los trabajadores actualmente empleados pueden no ser imprescindibles como productores, pero sí lo son como consumidores), el llamado establishment ha decidido cortar por lo sano y adelantarse a los acontecimientos, anulando el peligro inmediato de tener que seguir “sosteniendo” (como si lo estuvieran haciendo) a ese tercio ya degradado hasta lo indecible. Y como, además, una buena parte de esos millones de personas –los niños y los ancianos– de todas maneras no son “población económicamente activa”, no hay más que decir. Se trata de poner en práctica la “tesis Alemann”: en este país sobran entre cinco y diez millones de personas. Por ahora.
Ahora bien: la contabilidad más elemental demostraría sin equivocación posible que el exterminio de ese excedente poblacional no alcanzaría a reducir ni en el diez por ciento el famoso “déficit” que se sueña bajar a cero. Entonces, ¿por qué lo hacen? Obviamente, porque no estandodispuestos a cargar semejante reducción sobre las espaldas de los que sí podrían cubrirla (los grandes capitales, los especuladores financieros, las AFJP, los acreedores externos), hay que darles a esos grandes capitales todos los reaseguros de que esto no será así ni ahora ni nunca, aunque la opción sea poco menos que completamente ineficaz aún para la lógica del propio “modelo”. Hay que darles la garantía de que su poder jamás será ni siquiera rozado, por más que el ya más que evidente fracaso de su lógica económica no pueda ser remontado. Salvo, por supuesto, que se entienda por “lógica económica” la mera rapiña inmediata de todo lo que pueda extraerse ya no del “suelo de la patria” sino de la carne de sus habitantes. Pero esto, ¿puede llamarse todavía “economía”, por más capitalista y neoliberal que sea? Semejante denominación es una falta de respeto incluso a burgueses serios como Smith, Ricardo, Keynes o Schumpeter.
La cuestión no es, pues, principalmente económica, sino política, en el sentido amplio pero estricto de un profundizamiento de la concentración del poder en manos de los que ya lo tienen, de modo que no pueda haber la más mínima sospecha de retroceso respecto del camino iniciado en 1976 y continuado de diversas maneras por los sucesivos gobiernos civiles. Y quizá esa garantía no se esté demandando sólo desde “adentro” sino desde “afuera” (y ya se sabe lo difícil que es hoy distinguir esos dos espacios): no se puede olvidar que el Imperio tiene nuevo emperador, y que su política es la de una reafirmación a rajatablas de que su “patio trasero” debe mantener el más perfecto orden. Como dijo alguien no hace mucho, ellos –sean de “afuera” o de “adentro”– vienen por más. No sólo por más dinero, que no les resultará tan fácil obtener: por más poder . Por todo el poder. Vienen por el país, por la región, por el mundo, por cada uno de nosotros. No es una simple metáfora: ya se rumorea la existencia seria de propuestas de “balcanización” regional y provincial, que supuestamente permitirían sacarse de encima la rémora de las provincias “inviables”. Esta sí es una lógica de verdad, la del Imperio, como lo llamaría Toni Negri (no es éste el momento de desarrollar algunas diferencias secundarias que mantenemos con su caracterización, que a los fines actuales podemos aceptar sin más comentarios).
Lo cual demuestra, de paso, que en la Argentina, al igual que en todo el mundo “periférico” –e inversamente a lo que proclamaba una fórmula canónica– la economía es, cada vez más, política concentrada , aunque se intente disfrazarla de cuestión asépticamente “técnica”. No es cierto, como se dice vulgarmente, que la economía ha “reemplazado” a la política: esto es un truco ideológico destinado a disfrazar el hecho de que esta economía (porque hay otras, que asumen de frente su componente político y social) es una cierta política. De no existir ese disfraz, los economistas del llamado establishment tendrían que admitir que la “economía” no es más que el espacio en el que se juega la lucha por el poder (el poder de las minorías dominantes versus el poder de las “multitudes” subordinadas, de lo que antes se llamaba el “pueblo”, y más antes aún el demos) y que allí no hay “neutralidad valorativa” ni “imparcialidad científica” que valgan, y que todo discurseo sobre el “interés general” es insanablemente mentiroso: “hacer” economía –es decir, hacer política– es por definición tomar partido, elegir a qué “parte” se va a beneficiar, y a cuál se va a perjudicar. ¿A alguien puede caberle duda sobre que el gobierno y la “clase política” argentinos ya eligieron?
No otra que ese reclamo de reaseguros puede ser la razón de que el “mercado” continúe con sus “aprietes” y “golpes” a pesar de que “la política” le haya ya hecho concesiones más allá de sus expectativas más optimistas. Incluso se podría hablar de una cuestión de política “comunicacional”: se trata de emitir, desde “la política”, un “mensaje” bien claro, simultáneamente para el poder, “interno” y/o “externo”, y parala sociedad en su conjunto; y puesto que ya nadie les cree a los discursos (¿quién podría, en efecto, en su sano juicio creerle a un discurso grotescamente irrisorio que bautiza a la completa entrega del país en hipoteca como “pacto de la Independencia”?), ese mensaje debe ser comunicado mediante hechos. Y como ya decía el profesor Clausewitz, los hechos políticos, en determinadas circunstancias, se continúan bajo la forma de hechos de guerra. Que era lo que queríamos demostrar.
Pero, desde luego, en alguna medida estamos haciendo una analogía eficaz pero algo apresurada al hablar de “guerra”. Si más arriba hablamos de “exterminio” es porque en verdad aquí no hay ninguna “guerra”, lo cual supondría al menos dos bandos en pugna; pero el otro “bando” –la sociedad en su conjunto– por ahora no ha declarado, ni parece que esté en voluntad ni en condiciones de hacerlo, ninguna “guerra”, sino, como mucho, algunos decididos pero pacíficos gestos de resistencia local y protesta callejera: no existen, tampoco ahora, los Dos Demonios, por más que –lo vemos cotidianamente, en discursos como los de los señores Escasany o Crotto, con la prensa adicta haciendo de altoparlante– se intenta hacerlos renacer por todos los medios. La sociedad está siendo, simplemente, víctima de lo que sin exagerar demasiado se puede llamar un genocidio. Y no se trata sólo de un genocidio actual, sino proyectado hacia el futuro: la muerte cotidiana de niños por hambre, o la perspectiva de una próxima generación de discapacitados físicos y mentales por insuficiencia vitamínica constituye una “política poblacional” a largo plazo, lo sepan o no sus perpetradores.
El arma fundamental de ese genocidio (fundamental, aunque no exclusiva, como se vio recientemente en General Mosconi y antes en otros “escenarios” y “teatros de las operaciones”) es por ahora “económica”, aunque en cualquier momento –si aquellos gestos de resistencia llegaran a crecer en forma más organizada– podría transformarse en militar. El objetivo político de esta “guerra” (toda guerra tiene un objetivo político, para volver a Clausewitz) no es, ni siquiera bajo su disfraz económico, el utópico “déficit cero”, sino lo que Marcelo Matellanes ha llamado la sociedad-cero. O sea: una sociedad drásticamente achicada mediante el exterminio –ya sea por hambre o por represión– y cuyo resto sobreviviente quede tan agotado, desmoralizado y aterrorizado que su única noción de “ciudadanía” sea la aspiración a que se le permita, cada dos o cuatro años, volver a votar por lo mismo indefinidamente. Porque, entendámonos: está demostrado que el genocidio puede llevarse a cabo en plena vigencia de las formalidades democráticas, incluyendo los anacrónicos partidos políticos actualmente presentes en la Argentina: basta que toda la “oposición de su majestad” se limite a fingir una puja por un punto más o menos en el porcentaje de los exterminados, sin discutir la necesidad misma de lo que un, digamos, aliancista “progre” podría llamar, en lugar de genocidio, “eutanasia”; en efecto, ¿a qué prolongar inútilmente la agonía de los que de todos modos, en esta lógica política y económica, están predestinados a desaparecer? Así, por ejemplo, de la misma manera que, en su momento, el “socialdemócrata” Clinton pudo bombardear a la indefensa población de Kosovo en nombre de los sacrosantos Derechos Humanos, ahora podría liquidarse a un millón y medio de jubilados en nombre de los más indiscutibles sentimientos humanitarios: recuérdese, por favor, que la legalización de la eutanasia está ganando terreno rápidamente en el Primer Mundo, casi tan rápidamente como la “tolerancia cero” para esos delincuentes que la misma lógica económico-política fatal e inevitablemente produce .
El secreto es, pues, el número cero. Toda la cifra –como diría Borges– del nuevo “plan” económico, y de la “política” dominante en su conjunto, se reduce a cero: Déficit Cero, cargado sobre las espaldas y sobre la sangría de los que ya han sido, material y simbólicamente, reducidos acero; Tolerancia Cero, para aquéllos que se atrevan siquiera a protestar porque se les está exigiendo hasta la vida; Exigencia Cero, para los amos del poder local y “global”, a los que se les da todo sin pedirles nada; Educación Cero, Salud Cero, Vivienda Cero, Jubilación Cero. En suma –si es que los ceros se pueden sumar– País Cero. Estado-Nación Cero (y no porque se hayan borrado alegremente las fronteras nacionales merced a una benévola y cosmopolita “globalización”, sino porque se han rematado hasta sus últimos símbolos, que se fueron volando en Aerolíneas Ajenas). Sociedad Cero. O bien, si se quiere ser menos matemático y más metafísico, la Sociedad de la Nada. Sobre esa Nada el poder espera reconstruir su Parte, que –de triunfar sus designios– será el Todo. Entonces, por fin y de una vez para siempre, habrá verdaderamente “pensamiento único”. Todo será “único” y propiedad de los mismos, que tendrán que comprar lo que ellos mismos producen, creer lo que se dicen a sí mismos, autoeducarse y automedicarse, enterrarse a sí mismos cuando se mueran. La Sociedad del Cero, de la Nada, como Sociedad Autista.
Pero hay un problema. El Cero no es sólo la cifra de la Nada, sino también del Infinito. Si hemos llegado a Cero, entonces ahora todo, cualquier cosa, es teóricamente posible. Incluso un replanteo profundo, radical (no “radical” ni aliancista) de qué nueva cifra de país, de nación, de sociedad queremos para el futuro. Una re-fundación ontológica, si se nos permite la solemnidad, sobre la base del “poder constituyente” de la sociedad toda (menos algunos, que ya tuvieron su oportunidad). Esto no es “fundamentalismo”, ni es un llamado abstracto a la irresponsabilidad o a la anarquía, ni es pura retórica de utopías neorrománticas. Mucho menos es un recurso a aquélla disparatada ilusión del “cuanto peor mejor” que en el pasado provocó tantas catástrofes. Al contrario; es el más estricto realismo , que es indispensable, imperioso, levantar contra la “utopía” del fundamentalismo neoliberal, que es absolutamente impotente -aún cuando tuviera la voluntad– de cumplir una sola de sus alocadas promesas. Es una apelación a esa “realidad” que dice –toda la historia lo demuestra– que ninguna sociedad se suicida, aunque muchas –como viene sucediendo con la nuestra– se enferman de cáncer terminal. Y si ninguna sociedad se suicida, antes que dejarse morir le da una patada en el traste a los médicos “truchos” que la engañaron, arroja por la ventana los remedios falsificados que la estaban destruyendo, y recompone por propia voluntad sus tejidos.
Eso ya está empezando a suceder. Aunque sea, como hemos dicho, lenta y tímidamente. ¿Indicios, indicadores, síntomas? Ya no son sólo los piqueteros cortando rutas, los empleados públicos manifestando, los universitarios de los tres “claustros” haciendo paro activo. Hay cosas menos visibles y espectaculares, más sutiles y subterráneas, más “inconscientes”, pero quizá por eso mismo más penetrantes a largo plazo, que se combinan con esos movimientos, que lentamente se van articulando con ellos. Por ejemplo, ya no parece un disparate –se lo escucha en la televisión, lo manejan como hipótesis los mismos políticos amanuenses del poder– decir que se podría no pagar la deuda externa: ya casi nadie cree a pie juntillas que se trata de un imperativo moral –”las deudas hay que pagarlas”, se decía, pero ahora, al menos, es concebible agregar: “siempre que sean legítimas, que yo las haya contraído a sabiendas”–, ni una imposibilidad suicida –”¿qué van a hacer? ¿nos van a mandar los bombarderos de la OTAN?”–, ni una completa debacle económica –”¿vamos a quedar aislados? Y bueh, habrá que vivir con lo nuestro; finalmente los cubanos, mal que bien, siguen morfando, educándose, yendo al hospital público”–, ni un empeoramiento sustancial del nivel de vida –”pero si ya no tenemos nada, no alcanza ni para comer”–. Es decir: ya no hay argumentos tan fuertes para decir que es un completo dislate pensar en eso que Samir Amin, en términos más teóricos, llamaba la desconexión. Despuésde todo, y sólo por vía de hipótesis, si hoy lo hacemos nosotros, y mañana Mozambique, y pasado Kwala Lumpur, y traspasado Haití, y así, ya no vamos a estar tan solos. Ya la relación de fuerzas cambia: “de a poquito podemos comerciar entre nosotros”. Y ya hay gente que escucha con más atención el argumento de “la fortaleza del débil”: “bueno, cuando vos debés mucha guita, al final el problema es del banco”. Y todos los que han tenido una hipoteca saben que lo que le interesa al banco es cobrar, y que va a tratar de negociar todo lo que pueda antes de mandar al juez. Y, de la misma manera, ya son muchos los que, en relación a este último ajuste, razonan: “Tá bien, pero si los sueldos dependen de la recaudación, ¿por qué no usan la Gendarmería para apretar a Amalita, a Macri o a Pérez Companc, a las AFJP y a las empresas privatizadas, etcétera, para que paguen todos sus impuestos y traigan la guita de Suiza, en lugar de para reprimir a los muertos de hambre?”. Esto, aclaremos, no es parodia del habla popular: son cosas que se escuchan en la calle, en los taxis, en los cafés, en el andén del subte, en las colas desesperadas de los solicitantes de empleo o de los solicitantes de visas para empleos en Galicia.
Por supuesto que todo esto no es en absoluto suficiente. So pena de recaer en engañosas ilusiones iluministas, la mera “toma de conciencia” de la naturaleza del problema no alcanza para solucionarlo. Ni siquiera la práctica actual de aquéllos piqueteros, desocupados o trabajadores estatales (que debe ser defendida y apoyada como método pacífico de resistencia, pero que debemos entender que es puramente defensiva) basta para torcerle el brazo al poder. La relación de fuerzas sigue siendo descomunalmente desfavorable, y un mínimo llamado al “realismo” debe contemplar también el hecho de que el poder, incluido el económico, “tiene” –porque hasta cierto punto las ha transformado en su propiedad privada– instituciones muy fuertes (cámaras legislativas, cámaras judiciales, partidos políticos, medios de comunicación, iglesias, y en el límite fuerzas armadas y de seguridad) que por el momento le responden férreamente –aunque sea con algunas “fisuras” menores, como se perciben en los partidos y en la Iglesia–.
Pero las mismas voces que empiezan a manifestar las dudas arriba transcriptas podrían comenzar también a hacerse algunas preguntas incómodas. Por ejemplo: ¿pero, acaso las instituciones no pueden también, de alguna manera, modificarse? ¿No se han hecho en la historia innumerables reformas de las constituciones nacionales, provinciales, municipales? ¿No habrá, incluso en la actual constitución, alguna cláusula que contemple un método perfectamente legal –digamos, los llamados “plebiscitos” o “consultas populares”– previsto para situaciones de emergencia institucional? ¿Y si la hay, no se podría –apoyándose en la movilización y firmeza creciente de los movimientos de resistencia pacífica popular– iniciar una campaña ciudad por ciudad, barrio por barrio, localidad por localidad, tendiente a exigir a las autoridades el respeto a esa voluntad popular cada vez más proclive a una verdadera independencia, a la recuperación de una soberanía no solamente nacional sino también “popular”, del demos, es decir auténtica y sustancialmente democrática? Y si aún así –como es previsible– el poder hiciera oídos sordos, ¿no se podría exigir la renuncia del gobierno por manifiesta ilegitimidad, y la conformación de una suerte de junta provisional de unidad patriótica, integrada por representantes de los trabajadores (ocupados o no), que en el plazo más breve posible llamara a una Asamblea Nacional Constituyente? ¿Y no podría esa Asamblea, a su vez, proponerle a las organizaciones populares de todo el subcontinente primero y el continente después, campañas semejantes y coordinadas a lo largo de toda América latina (para empezar: ya llegaríamos a Asia y Africa, o tal vez ellos lleguen antes a nosotros) para finalmente converger en una granAsamblea Continental Constituyente de lo que alguna vez Bolívar imaginaba como los verdaderos Estados Unidos de América? Todo esto, como sabe cualquier abogado constitucionalista, no tendría nada de “subversivo”: se puede hacer, mediando la famosa “voluntad política”, dentro de los marcos de la Ley, sin sacar ni un dedo del pie izquierdo del plato.
Sí, ya sabemos. Esto es, por ahora, manifiestamente imposible. Porque aún cuando pudiéramos saltar por encima de las todavía graves condiciones de fragmentación (si bien también ellas están de a poco empezando a recomponerse) y llegar penosamente a las últimas instancias, entonces sí que la NATO o algo semejante podría interponerse. Pero, pero: por supuesto que ello implicaría una dinámica en la que ya las relaciones de fuerza no serían las mismas, en un mundo que tendría que pensar dos veces antes de arriesgarse a multiplicar conflictos regionales como el de Chiapas o el de Palestina, y donde el agudizamiento de la debacle “económica” está ya provocando reacciones extemporáneas en su propio “centro” (véase Génova, por sólo nombrar los más recientes titulares). Desde luego que nada de esto significa que el capitalismo mundializado y su “globalización” estén tambaleándose, ni que estemos en ninguna “situación prerrevolucionaria”: es necesario ser absolutamente serios y rigurosos en este terreno, so pena de equivocarnos trágicamente. Sólo significa que ya no estamos en los malditos noventa. Que el poder mundial ya no es tan irresistiblemente impune, que ya no goza del consenso férreo, de la dureza de sus murallas tan sólidamente levantadas sobre los escombros de las otras que cayeron. Que hoy se pueden imaginar hipótesis de trabajo como las enumeradas más arriba sin que nos tiren por la cabeza con las nuevas (y ya carcomidas por el “viejo topo”) biblias del fin de la historia, de los grandes relatos y otras paparruchas por el estilo; paparruchas que, justamente, sólo pudieron sostener su irracional mediocridad “filosófica” porque la solidez económica de la política dominante permitía que la sociedad mirara para otro lado, se olvidara de pensar, se conformara con un puñado de fórmulas rápidas y estúpidas para explicar por qué íbamos bien aunque circunstancialmente estuviéramos mal. Salvo las aisladas excepciones de costumbre, nadie se molestó seriamente en refutar esas paparruchas, porque –para volver a un epigrama de Rozitchner– cuando la sociedad no sabe qué hacer, la filosofía no sabe qué pensar. Pero hoy, lenta y desordenadamente, la sociedad está de nuevo comenzando a saber qué hacer. O, por lo menos, a preguntárselo. Y entonces, la filosofía –incluyendo esa “filosofía de los no filósofos”, como denominaba Gramsci al sentido común, que no es siempre pura hegemonía ideológica– está también empezando a preguntarse qué pensar. Cómo acompañar con nuevas teorías críticas ese “hacer”, esa praxis popular que empieza a desperezarse empujada por una desesperación que la ha llevado hasta el borde, y que sabe, aún sin saberlo, que ante el abismo, si no hay suicidio, hay acción. “Acción”, sí, “hacer”, de acuerdo, pero ¿cómo? No estamos en los noventa, decíamos. Tampoco estamos en los sesenta, ni en los setenta: ha corrido demasiada agua, demasiada sangre bajo los puentes como para que nadie pueda darse el lujo irresponsable, incluso provocador, de siquiera fantasear con una repetición de la historia (es cierto que al decir “los setenta” se generaliza abusivamente: la idea de que esos años pueden reducirse a los desvaríos de una “soberbia armada” que ya entonces muchos recusaban es, esa misma idea, un triunfo de la ideología dominante; pero dejemos esa discusión para otro momento). Cuando el propio Rozitchner -perdón, León, pero hoy caíste en varias citas inevitables–, en una reciente conversación pública con Vicente Zito Lema, reflexiona sobre ese límite absoluto que representa la violencia ejercida sobre el cuerpo del otro, ¿acaso no está, a su manera, reeditando el tan malentendido gesto de Sartre, en su famoso prólogo a Los Condenados de la Tierra, cuando sugería que la peor violencia que se le hace al oprimido es obligarlo a recurrir ala violencia, y así a parecerse exteriormente al opresor? ¿No habría que pensar entonces que ese Infinito en el que hoy casi estamos, ese espacio de necesaria y obligada “refundación ontológica”, supone también una refundación teórico-práctica de las formas de enfrentar la opresión y de diseñar colectivamente el futuro de una nueva polis? No es cuestión de tirar a la basura nuestras bibliotecas (a veces las viejas lecturas, hechas en circunstancias que cambiaron, pueden sorprendernos por su novedad), pero sí de leer los libros antiguos con un nuevo par de anteojos. Y sobre todo, de usarlos como insumo para escribir otros. No es cuestión tampoco de perder la memoria, pero sí de no hacer un culto fetichista del recuerdo como valor en sí mismo, de atender al poético dictum de Walter Benjamin: “Hacer historia no es reconstruir los hechos tal cual sucedieron realmente, sino recuperarlos tal como relampaguean hoy en un instante de peligro”. No es cuestión de volver a “empezar de Cero” -para volver a ese fatídico no-número–: pero sí de utilizar el pasado para pensarlo en tiempo presente, y no para imitar un pretérito que, convengamos, fue bastante imperfecto.
Las multitudes están en marcha. Más allá de cualquier comprensible esperanza exitista que abriguemos, de cualquier “apuesta pascaliana” que nos juguemos, todavía no podemos saber su dirección exacta. ¿Se está conformando un nuevo sujeto social, político, incluso cultural, como piensan algunos? ¿Se está configurando una nueva forma de “ciudadanía”, como lo sugiere el ya citado Matellanes? ¿Hay ya el embrión de una “nueva manera de hacer política” –como la que elección tras elección nos prometen los sempiternos realineamientos “progres” para volver incansablemente a la vieja manera de siempre–, que va más allá de las políticas (incluyendo las que se limitan a la ocupación del Estado) para concernirse con lo político, es decir con los fundamentos mismos de una reorganización de la existencia social? ¿Empezó realmente el proceso de “refundación ontológica” sobre la base de un cruce históricamente inédito de “subjetividades populares” que no entran en las grillas de clasificación de las teorías clásicas de la sociología, la antropología o la ciencia política (aunque quizá sí en las de alguna “filosofía maldita” del pasado: una relectura de Spinoza y su noción de la multitud como racionalidad en acción permanente nos daría más de un sobresalto)? No podemos decirlo. Pero la incertidumbre no puede ser una coartada de la parálisis intelectual-crítica. Sociólogos, politólogos, antropólogos o economistas tendrán que considerar seriamente desarmar sus kioscos un poco carcomidos por la herrumbre, remover la tierra de sus quintitas cuidadosamente cultivadas. Un poco de desorden es siempre un estímulo para el pensamiento. Pensar el desorden, el conflicto, el Caos, para construir con él un nuevo Cosmos, es el único modo de no dejar que el Universo nos aplaste, de retomar el control sobre nuestras vidas: así es como nació la filosofía, por lo menos en Occidente. Así nació también la política, como lo recuerda Rancière –porque, en general, lo hemos olvidado–: como una reflexión sobre el movimiento del desacuerdo entre el concepto y lo real, del lugar de los que no tienen lugar, de “la parte que no tiene parte”, del problema insoluble de cómo “representar” la irrepresentable y permanente transformación en acto de la multitud, del demos (y he aquí la paradoja asimismo insoluble de nuestras “democracias”: están hechas para excluir aquello mismo que las hace posibles y necesarias, aquello mismo que es la condición de su existencia). El caso de los “piqueteros” –para volver a una categoría que está ya siempre vacía de determinaciones, porque está constantemente llenándose con contenidos diferentes– es un banco de pruebas paradigmático para ese pensamiento fundado en el desorden de sí mismo. Más arriba decíamos que su política es, en principio, meramente “defensiva”: considerada a la luz de las categorías clásicas, su perspectiva no es clasista –no constituyen por sí mismos una “clasesocial”, ni siquiera en el muy laxo sentido weberiano del término–; tampoco es “cultural” en el sentido antropológico –no pertenecen a una misma “etnia”, no tienen hábitos, costumbres, normas, creencias o rituales compartidos–; no conforman un “movimiento social” en el sentido habitual –no los une una defensa de los derechos de un género, como a las feministas, o una causa principista universal, como a los ecologistas–; tampoco son exactamente “marginales” –no son miembros de lo que Oscar Lewis llamaba la “cultura de la pobreza”, que se define por una total ajenidad a las instituciones políticas y sociales: los piqueteros las tienen bien en cuenta, y las instituciones están obligadas a tenerlos a ellos en cuenta, hasta el punto de que ya son recibidos en los ministerios–. Ciertamente, no son un partido ni un movimiento político, en ningún sentido convencional de la palabra –no tienen una organización burocrática claramente establecida, un programa de gobierno, unos estatutos o criterios de afiliación–. Mucho menos un grupo de presión o un lobby –no tienen poderes establecidos ni intereses económicos que defender–. Tampoco son lo que se llamaba una “vanguardia” –no se proponen “dirigir” a nadie, ni adelantarse a nada, toman medidas pero no tienen un Manifiesto, y para colmo no son violentos: eso preocupa sobremanera al poder, porque deslegitima su represión–. Más bien se definen por lo que no son : miembros del Sistema. Son no-incluidos. Ni siquiera se puede decir claramente que sean “excluidos”: por un lado, es cierto que no están “incluidos como excluidos”, a la manera del clásico Ejército Industrial de Reserva (que es un componente importantísimo del Sistema como tal, aunque momentáneamente aparezcan como fuera de él), porque, como decíamos antes, provienen de sectores que ya han sido desechados, que ya han sido “nominados” para el exterminio. Pero, por otra parte, ya no son “excluidos”, porque justamente provienen de esos sectores, pero han logrado, por su propia praxis, “incluirse” de una manera que nadie sabe definir, porque faltan los “códigos” (institucionales, conceptuales, ideológicos, políticos) para caracterizarlos. ¿Pretenden ser “incluidos” en el sentido tradicional? Sí, claro: piden trabajo, ganar un salario, ser tenidos en cuenta por el Sistema, aunque sea (como se dice a veces con un asombro un poco estúpido) para ejercer su “derecho” a ser explotados. Es en este sentido que se puede decir que su política es meramente “defensiva”. Pero, por otra parte, saben –aunque no lo “sepan”– que en los límites de este Sistema, están pidiendo un imposible (son, por lo tanto, “realistas”, en un estilo más radical que el de Mayo ‘68: pidiendo lo mínimo que el propio Sistema, en su propio interés, debería darles, desnudan la realidad de un Sistema impotente para funcionar según sus propias reglas). Y aún si algunos no lo “saben”, objetivamente representan un desmentido feroz a toda promesa de “progreso” bajo esta política.
O sea: los piqueteros, sean lo que sean –o lo que serán siendo, puesto que su “identidad” se hace sobre la marcha– no son de ninguna manera, como se ha dicho a veces con apresuramiento, los “desaparecidos” de la democracia. Al contrario: son los nuevos aparecidos del Sistema (de un sistema que es, no importa como se llame a sí mismo atendiendo sólo a la formalidad de sus instituciones, profundamente antidemocrático), en el doble sentido del término: son algo que el Sistema ha hecho aparecer a la vista de todo el que quiera ver, y son un fantasma: al contrario de lo que decía Videla de los desaparecidos (“los desaparecidos son simplemente desaparecidos: no son, no están”), ellos son y no son, están y no están, al mismo tiempo. Ni incluidos ni excluidos, atravesando calles, rutas, barrios y ciudades con su protesta, reordenando el espacio público mediante el “desorden”, con su demanda de un imposible que sin embargo es lo más “real” que tenemos hoy, se puede decir que no son tanto “desterritorializados” como desterritorializantes: desbordan los límitesacadémicos –los “cientistas sociales” no saben qué hacer con ellos–, así como los institucionales –el poder no sabe cómo tratarlos, qué “derechos” darles o negarles, si reprimirlos como “disolventes” o recibirlos en la Casa Rosada–, e incluso los afectivos: la clase media no sabe si amarlos u odiarlos, si fastidiarse porque estorban el paso de su automóvil, o prestarles atención porque quizá sospecha confusamente que le están mostrando el rostro temido de su no tan lejano futuro (y en ese sentido sí son una “vanguardia”, una anticipación). Son efectivamente –para volver a Rancière– la “parte que no tiene parte”, y que precisamente por eso constituyen el Todo que nos negamos a percibir. Es decir: sin ser estrictamente nada, son Ontología pura, son el polo opuesto del Cero, son el lugar vacío, son el cimiento ausente sobre el cual fundar lo Infinito.
Entiéndase: sólo hemos “usado” el ejemplo de los piqueteros (claro que no es un ejemplo cualquiera; pero todos lo “usan” como les viene en gana, ¿por qué no hacerlo también nosotros?) para hacer lo que Freud llamaba una Deutung: una “interpretación” que se limita a señalar con el dedo un lugar en donde podría estar emergiendo un Sentido completamente nuevo, que no podemos todavía saber cuál es. Porque, precisamente, hay que construirlo. No estamos haciendo de ellos el “nuevo sujeto histórico”, no los estamos fetichizando ni precodificando ni idealizando, no estamos siquiera dándoles un “voto de confianza” (que por otra parte ellos no esperan: no están pidiendo que la gente los “vote”, sino que se una a ellos). Apenas estamos diciendo que allí hay, benjaminianamente, ese “relámpago en un instante de peligro” que al mismo tiempo presenta el aspecto “oportunidad” de la crisis, que ojalá sepamos aprovechar para aquélla refundación. La opción no es los piqueteros o la Nada: eso sería volver a constituir, a sustancializar, lo que es un proceso abierto de sustancialización constituyente. Pero la opción sí es la reinvención de esa potencia (hoy puesta en juego por los piqueteros: mañana quién sabe) o la Nada, el peligro del Cero. Peligro, sin duda lo hay, y muy serio. Y –esperemos que esto se entienda bien– el peor de los peligros actuales no es el “ajuste”. El ajuste es un síntoma que por supuesto es imprescindible combatir y “disolver”. Pero el verdadero peligro sería que no tuviéramos la suficiente conciencia de la catástrofe civilizatoria a la que estamos enfrentados, y que desde ya tiene alcances muchos más vastos que los límites de nuestro territorio nacional, aunque sea aquí y desde aquí que nos ha tocado sufrirlos y resistirlos. Otra vez, la metáfora de la catástrofe no es quizá la más adecuada, puesto que no se trata de un desastre natural (aunque la naturaleza tampoco es ya lo que era: quién sabe si las hordas de tiburones que acechan estos días a las costas norteamericanas no representan una enigmática venganza contra el país más responsable de la destrucción ecológica del planeta). Esta es una catástrofe provocada por una política, y es “civilizatoria” en el sentido de que es toda una imago mundi, todo un imaginario de la cultura mundial, que para nosotros empezó a conformarse en l492, la que está en estado avanzado de putrefacción. No podemos saber qué es lo que la va a reemplazar: las posibilidades, nuevamente, son infinitas, como lo eran durante la decadencia putrefacta del Imperio Romano. Pero el proceso de putrefacción –esa sí es una lección de la Historia que conviene no olvidar– puede durar siglos. Y las víctimas multitudinarias de la catástrofe no tienen tanto tiempo. ¿No es hora de que dejemos a los emperadores la preocupación por el Cero y nos pongamos a pensar en el Infinito?

* Filósofo argentino, profesor en la UBA y docente en la Universidad Popular Madres de Plaza de Mayo.

Universidad Popular Madres de Plaza de Mayo
Rectora: Hebe de Bonafini
Director Académico: Vicente Zito Lema

UNIVERSIDAD POPULAR MADRES DE PLAZA DE MAYO

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