En la Argentina
ha comenzado una nueva y decisiva etapa económica, con sus consecuencias
sociales, políticas, culturales y hasta psicológicas. Es
la etapa no de una economía de déficit cero
(que la mayoría de los expertos estiman imposible) ni de una economía
de mera subsistencia (ya hay más de un tercio de la población
que no puede subsistir, y con las nuevas medidas esta proporción
sin duda aumentará) ni de una economía de guerra
(puesto que los beneficiarios del modelo están muy
lejos de disponerse a los sacrificios que una situación de emergencia
bélica requeriría). No: se trata de una etapa de, como la
ha bautizado León Rozitchner, Economía-Guerra. Vale decir:
de una etapa en la cual los detentadores del poder económico y
financiero, habiendo logrado eliminar completamente aun las formas más
tímidas de la autonomía de la clase política,
y habiéndose resignado hace ya mucho a que el modelo
no cierre ni siquiera para ellos (porque si así fuera,
aflojarían su presión sobre los mercados, el
gobierno o el riesgo país) han decidido proceder al
liso y llano exterminio por inanición de por lo menos esa tercera
parte de la población, incluyendo, por supuesto, a los jubilados,
empleados estatales, pobres estructurales, docentes y desocupados;
o sea, a todos los que, habiendo perdido casi totalmente su capacidad
de consumo es decir, su capacidad de realizar para los
dueños de la economía la plusvalía que
éstos les han extraído oportunamente, sin embargo
ocupan lugar: ocupan un espacio vital, metros cuadrados que
podrían destinarse a negocios más lucrativos, como la especulación
inmobiliaria o la construcción de nuevas filiales de bancos, etcétera)
y para colmo hacen ruido (a veces cortan calles y rutas, hacen manifestaciones
que obstaculizan el tránsito en la City, o entran a los supermercados
a pedir comida).
El negocio de eliminar ese excedente no-rentable de población debería
ser redondo, salvo quizá por el hecho de que la ausencia de tan
grueso Ejército Laboral de Reserva aliviaría la presión
sobre los salarios de los que sí tienen trabajo, y éstos
podrían ponerse a reclamar aumentos, ya que sin aquélla
Espada de Damocles constituida por los que hacen cola para reemplazarlos,
aunque fuera por la mitad del sueldo, se volverían casi imprescindibles.
Pero como tarde o temprano esto podría suceder de todos modos (los
trabajadores actualmente empleados pueden no ser imprescindibles como
productores, pero sí lo son como consumidores), el llamado establishment
ha decidido cortar por lo sano y adelantarse a los acontecimientos, anulando
el peligro inmediato de tener que seguir sosteniendo (como
si lo estuvieran haciendo) a ese tercio ya degradado hasta lo indecible.
Y como, además, una buena parte de esos millones de personas los
niños y los ancianos de todas maneras no son población
económicamente activa, no hay más que decir. Se trata
de poner en práctica la tesis Alemann: en este país
sobran entre cinco y diez millones de personas. Por ahora.
Ahora bien: la contabilidad más elemental demostraría sin
equivocación posible que el exterminio de ese excedente poblacional
no alcanzaría a reducir ni en el diez por ciento el famoso déficit
que se sueña bajar a cero. Entonces, ¿por qué lo
hacen? Obviamente, porque no estandodispuestos a cargar semejante reducción
sobre las espaldas de los que sí podrían cubrirla (los grandes
capitales, los especuladores financieros, las AFJP, los acreedores externos),
hay que darles a esos grandes capitales todos los reaseguros de que esto
no será así ni ahora ni nunca, aunque la opción sea
poco menos que completamente ineficaz aún para la lógica
del propio modelo. Hay que darles la garantía de que
su poder jamás será ni siquiera rozado, por más que
el ya más que evidente fracaso de su lógica económica
no pueda ser remontado. Salvo, por supuesto, que se entienda por lógica
económica la mera rapiña inmediata de todo lo que
pueda extraerse ya no del suelo de la patria sino de la carne
de sus habitantes. Pero esto, ¿puede llamarse todavía economía,
por más capitalista y neoliberal que sea? Semejante denominación
es una falta de respeto incluso a burgueses serios como Smith, Ricardo,
Keynes o Schumpeter.
La cuestión no es, pues, principalmente económica, sino
política, en el sentido amplio pero estricto de un profundizamiento
de la concentración del poder en manos de los que ya lo tienen,
de modo que no pueda haber la más mínima sospecha de retroceso
respecto del camino iniciado en 1976 y continuado de diversas maneras
por los sucesivos gobiernos civiles. Y quizá esa garantía
no se esté demandando sólo desde adentro sino
desde afuera (y ya se sabe lo difícil que es hoy distinguir
esos dos espacios): no se puede olvidar que el Imperio tiene nuevo emperador,
y que su política es la de una reafirmación a rajatablas
de que su patio trasero debe mantener el más perfecto
orden. Como dijo alguien no hace mucho, ellos sean de afuera
o de adentro vienen por más. No sólo por
más dinero, que no les resultará tan fácil obtener:
por más poder . Por todo el poder. Vienen por el país, por
la región, por el mundo, por cada uno de nosotros. No es una simple
metáfora: ya se rumorea la existencia seria de propuestas de balcanización
regional y provincial, que supuestamente permitirían sacarse de
encima la rémora de las provincias inviables. Esta
sí es una lógica de verdad, la del Imperio, como lo llamaría
Toni Negri (no es éste el momento de desarrollar algunas diferencias
secundarias que mantenemos con su caracterización, que a los fines
actuales podemos aceptar sin más comentarios).
Lo cual demuestra, de paso, que en la Argentina, al igual que en todo
el mundo periférico e inversamente a lo que proclamaba
una fórmula canónica la economía es, cada vez
más, política concentrada , aunque se intente disfrazarla
de cuestión asépticamente técnica. No
es cierto, como se dice vulgarmente, que la economía ha reemplazado
a la política: esto es un truco ideológico destinado a disfrazar
el hecho de que esta economía (porque hay otras, que asumen de
frente su componente político y social) es una cierta política.
De no existir ese disfraz, los economistas del llamado establishment tendrían
que admitir que la economía no es más que el
espacio en el que se juega la lucha por el poder (el poder de las minorías
dominantes versus el poder de las multitudes subordinadas,
de lo que antes se llamaba el pueblo, y más antes aún
el demos) y que allí no hay neutralidad valorativa
ni imparcialidad científica que valgan, y que todo
discurseo sobre el interés general es insanablemente
mentiroso: hacer economía es decir, hacer política
es por definición tomar partido, elegir a qué parte
se va a beneficiar, y a cuál se va a perjudicar. ¿A alguien
puede caberle duda sobre que el gobierno y la clase política
argentinos ya eligieron?
No otra que ese reclamo de reaseguros puede ser la razón de que
el mercado continúe con sus aprietes y
golpes a pesar de que la política le haya
ya hecho concesiones más allá de sus expectativas más
optimistas. Incluso se podría hablar de una cuestión de
política comunicacional: se trata de emitir, desde
la política, un mensaje bien claro, simultáneamente
para el poder, interno y/o externo, y parala sociedad
en su conjunto; y puesto que ya nadie les cree a los discursos (¿quién
podría, en efecto, en su sano juicio creerle a un discurso grotescamente
irrisorio que bautiza a la completa entrega del país en hipoteca
como pacto de la Independencia?), ese mensaje debe ser comunicado
mediante hechos. Y como ya decía el profesor Clausewitz, los hechos
políticos, en determinadas circunstancias, se continúan
bajo la forma de hechos de guerra. Que era lo que queríamos demostrar.
Pero, desde luego, en alguna medida estamos haciendo una analogía
eficaz pero algo apresurada al hablar de guerra. Si más
arriba hablamos de exterminio es porque en verdad aquí
no hay ninguna guerra, lo cual supondría al menos dos
bandos en pugna; pero el otro bando la sociedad en su
conjunto por ahora no ha declarado, ni parece que esté en
voluntad ni en condiciones de hacerlo, ninguna guerra, sino,
como mucho, algunos decididos pero pacíficos gestos de resistencia
local y protesta callejera: no existen, tampoco ahora, los Dos Demonios,
por más que lo vemos cotidianamente, en discursos como los
de los señores Escasany o Crotto, con la prensa adicta haciendo
de altoparlante se intenta hacerlos renacer por todos los medios.
La sociedad está siendo, simplemente, víctima de lo que
sin exagerar demasiado se puede llamar un genocidio. Y no se trata sólo
de un genocidio actual, sino proyectado hacia el futuro: la muerte cotidiana
de niños por hambre, o la perspectiva de una próxima generación
de discapacitados físicos y mentales por insuficiencia vitamínica
constituye una política poblacional a largo plazo,
lo sepan o no sus perpetradores.
El arma fundamental de ese genocidio (fundamental, aunque no exclusiva,
como se vio recientemente en General Mosconi y antes en otros escenarios
y teatros de las operaciones) es por ahora económica,
aunque en cualquier momento si aquellos gestos de resistencia llegaran
a crecer en forma más organizada podría transformarse
en militar. El objetivo político de esta guerra (toda
guerra tiene un objetivo político, para volver a Clausewitz) no
es, ni siquiera bajo su disfraz económico, el utópico déficit
cero, sino lo que Marcelo Matellanes ha llamado la sociedad-cero.
O sea: una sociedad drásticamente achicada mediante el exterminio
ya sea por hambre o por represión y cuyo resto sobreviviente
quede tan agotado, desmoralizado y aterrorizado que su única noción
de ciudadanía sea la aspiración a que se le
permita, cada dos o cuatro años, volver a votar por lo mismo indefinidamente.
Porque, entendámonos: está demostrado que el genocidio puede
llevarse a cabo en plena vigencia de las formalidades democráticas,
incluyendo los anacrónicos partidos políticos actualmente
presentes en la Argentina: basta que toda la oposición de
su majestad se limite a fingir una puja por un punto más
o menos en el porcentaje de los exterminados, sin discutir la necesidad
misma de lo que un, digamos, aliancista progre podría
llamar, en lugar de genocidio, eutanasia; en efecto, ¿a
qué prolongar inútilmente la agonía de los que de
todos modos, en esta lógica política y económica,
están predestinados a desaparecer? Así, por ejemplo, de
la misma manera que, en su momento, el socialdemócrata
Clinton pudo bombardear a la indefensa población de Kosovo en nombre
de los sacrosantos Derechos Humanos, ahora podría liquidarse a
un millón y medio de jubilados en nombre de los más indiscutibles
sentimientos humanitarios: recuérdese, por favor, que la legalización
de la eutanasia está ganando terreno rápidamente en el Primer
Mundo, casi tan rápidamente como la tolerancia cero
para esos delincuentes que la misma lógica económico-política
fatal e inevitablemente produce .
El secreto es, pues, el número cero. Toda la cifra como diría
Borges del nuevo plan económico, y de la política
dominante en su conjunto, se reduce a cero: Déficit Cero, cargado
sobre las espaldas y sobre la sangría de los que ya han sido, material
y simbólicamente, reducidos acero; Tolerancia Cero, para aquéllos
que se atrevan siquiera a protestar porque se les está exigiendo
hasta la vida; Exigencia Cero, para los amos del poder local y global,
a los que se les da todo sin pedirles nada; Educación Cero, Salud
Cero, Vivienda Cero, Jubilación Cero. En suma si es que los
ceros se pueden sumar País Cero. Estado-Nación Cero
(y no porque se hayan borrado alegremente las fronteras nacionales merced
a una benévola y cosmopolita globalización,
sino porque se han rematado hasta sus últimos símbolos,
que se fueron volando en Aerolíneas Ajenas). Sociedad Cero. O bien,
si se quiere ser menos matemático y más metafísico,
la Sociedad de la Nada. Sobre esa Nada el poder espera reconstruir su
Parte, que de triunfar sus designios será el Todo.
Entonces, por fin y de una vez para siempre, habrá verdaderamente
pensamiento único. Todo será único
y propiedad de los mismos, que tendrán que comprar lo que ellos
mismos producen, creer lo que se dicen a sí mismos, autoeducarse
y automedicarse, enterrarse a sí mismos cuando se mueran. La Sociedad
del Cero, de la Nada, como Sociedad Autista.
Pero hay un problema. El Cero no es sólo la cifra de la Nada, sino
también del Infinito. Si hemos llegado a Cero, entonces ahora todo,
cualquier cosa, es teóricamente posible. Incluso un replanteo profundo,
radical (no radical ni aliancista) de qué nueva cifra
de país, de nación, de sociedad queremos para el futuro.
Una re-fundación ontológica, si se nos permite la solemnidad,
sobre la base del poder constituyente de la sociedad toda
(menos algunos, que ya tuvieron su oportunidad). Esto no es fundamentalismo,
ni es un llamado abstracto a la irresponsabilidad o a la anarquía,
ni es pura retórica de utopías neorrománticas. Mucho
menos es un recurso a aquélla disparatada ilusión del cuanto
peor mejor que en el pasado provocó tantas catástrofes.
Al contrario; es el más estricto realismo , que es indispensable,
imperioso, levantar contra la utopía del fundamentalismo
neoliberal, que es absolutamente impotente -aún cuando tuviera
la voluntad de cumplir una sola de sus alocadas promesas. Es una
apelación a esa realidad que dice toda la historia
lo demuestra que ninguna sociedad se suicida, aunque muchas como
viene sucediendo con la nuestra se enferman de cáncer terminal.
Y si ninguna sociedad se suicida, antes que dejarse morir le da una patada
en el traste a los médicos truchos que la engañaron,
arroja por la ventana los remedios falsificados que la estaban destruyendo,
y recompone por propia voluntad sus tejidos.
Eso ya está empezando a suceder. Aunque sea, como hemos dicho,
lenta y tímidamente. ¿Indicios, indicadores, síntomas?
Ya no son sólo los piqueteros cortando rutas, los empleados públicos
manifestando, los universitarios de los tres claustros haciendo
paro activo. Hay cosas menos visibles y espectaculares, más sutiles
y subterráneas, más inconscientes, pero quizá
por eso mismo más penetrantes a largo plazo, que se combinan con
esos movimientos, que lentamente se van articulando con ellos. Por ejemplo,
ya no parece un disparate se lo escucha en la televisión,
lo manejan como hipótesis los mismos políticos amanuenses
del poder decir que se podría no pagar la deuda externa:
ya casi nadie cree a pie juntillas que se trata de un imperativo moral
las deudas hay que pagarlas, se decía, pero ahora,
al menos, es concebible agregar: siempre que sean legítimas,
que yo las haya contraído a sabiendas, ni una imposibilidad
suicida ¿qué van a hacer? ¿nos van a
mandar los bombarderos de la OTAN?, ni una completa debacle
económica ¿vamos a quedar aislados? Y bueh,
habrá que vivir con lo nuestro; finalmente los cubanos, mal que
bien, siguen morfando, educándose, yendo al hospital público,
ni un empeoramiento sustancial del nivel de vida pero si ya
no tenemos nada, no alcanza ni para comer. Es decir: ya no
hay argumentos tan fuertes para decir que es un completo dislate pensar
en eso que Samir Amin, en términos más teóricos,
llamaba la desconexión. Despuésde todo, y sólo por
vía de hipótesis, si hoy lo hacemos nosotros, y mañana
Mozambique, y pasado Kwala Lumpur, y traspasado Haití, y así,
ya no vamos a estar tan solos. Ya la relación de fuerzas cambia:
de a poquito podemos comerciar entre nosotros. Y ya hay gente
que escucha con más atención el argumento de la fortaleza
del débil: bueno, cuando vos debés mucha guita,
al final el problema es del banco. Y todos los que han tenido una
hipoteca saben que lo que le interesa al banco es cobrar, y que va a tratar
de negociar todo lo que pueda antes de mandar al juez. Y, de la misma
manera, ya son muchos los que, en relación a este último
ajuste, razonan: Tá bien, pero si los sueldos dependen de
la recaudación, ¿por qué no usan la Gendarmería
para apretar a Amalita, a Macri o a Pérez Companc, a las AFJP y
a las empresas privatizadas, etcétera, para que paguen todos sus
impuestos y traigan la guita de Suiza, en lugar de para reprimir a los
muertos de hambre?. Esto, aclaremos, no es parodia del habla popular:
son cosas que se escuchan en la calle, en los taxis, en los cafés,
en el andén del subte, en las colas desesperadas de los solicitantes
de empleo o de los solicitantes de visas para empleos en Galicia.
Por supuesto que todo esto no es en absoluto suficiente. So pena de recaer
en engañosas ilusiones iluministas, la mera toma de conciencia
de la naturaleza del problema no alcanza para solucionarlo. Ni siquiera
la práctica actual de aquéllos piqueteros, desocupados o
trabajadores estatales (que debe ser defendida y apoyada como método
pacífico de resistencia, pero que debemos entender que es puramente
defensiva) basta para torcerle el brazo al poder. La relación de
fuerzas sigue siendo descomunalmente desfavorable, y un mínimo
llamado al realismo debe contemplar también el hecho
de que el poder, incluido el económico, tiene porque
hasta cierto punto las ha transformado en su propiedad privada instituciones
muy fuertes (cámaras legislativas, cámaras judiciales, partidos
políticos, medios de comunicación, iglesias, y en el límite
fuerzas armadas y de seguridad) que por el momento le responden férreamente
aunque sea con algunas fisuras menores, como se perciben
en los partidos y en la Iglesia.
Pero las mismas voces que empiezan a manifestar las dudas arriba transcriptas
podrían comenzar también a hacerse algunas preguntas incómodas.
Por ejemplo: ¿pero, acaso las instituciones no pueden también,
de alguna manera, modificarse? ¿No se han hecho en la historia
innumerables reformas de las constituciones nacionales, provinciales,
municipales? ¿No habrá, incluso en la actual constitución,
alguna cláusula que contemple un método perfectamente legal
digamos, los llamados plebiscitos o consultas
populares previsto para situaciones de emergencia institucional?
¿Y si la hay, no se podría apoyándose en la
movilización y firmeza creciente de los movimientos de resistencia
pacífica popular iniciar una campaña ciudad por ciudad,
barrio por barrio, localidad por localidad, tendiente a exigir a las autoridades
el respeto a esa voluntad popular cada vez más proclive a una verdadera
independencia, a la recuperación de una soberanía no solamente
nacional sino también popular, del demos, es decir
auténtica y sustancialmente democrática? Y si aún
así como es previsible el poder hiciera oídos
sordos, ¿no se podría exigir la renuncia del gobierno por
manifiesta ilegitimidad, y la conformación de una suerte de junta
provisional de unidad patriótica, integrada por representantes
de los trabajadores (ocupados o no), que en el plazo más breve
posible llamara a una Asamblea Nacional Constituyente? ¿Y no podría
esa Asamblea, a su vez, proponerle a las organizaciones populares de todo
el subcontinente primero y el continente después, campañas
semejantes y coordinadas a lo largo de toda América latina (para
empezar: ya llegaríamos a Asia y Africa, o tal vez ellos lleguen
antes a nosotros) para finalmente converger en una granAsamblea Continental
Constituyente de lo que alguna vez Bolívar imaginaba como los verdaderos
Estados Unidos de América? Todo esto, como sabe cualquier abogado
constitucionalista, no tendría nada de subversivo:
se puede hacer, mediando la famosa voluntad política,
dentro de los marcos de la Ley, sin sacar ni un dedo del pie izquierdo
del plato.
Sí, ya sabemos. Esto es, por ahora, manifiestamente imposible.
Porque aún cuando pudiéramos saltar por encima de las todavía
graves condiciones de fragmentación (si bien también ellas
están de a poco empezando a recomponerse) y llegar penosamente
a las últimas instancias, entonces sí que la NATO o algo
semejante podría interponerse. Pero, pero: por supuesto que ello
implicaría una dinámica en la que ya las relaciones de fuerza
no serían las mismas, en un mundo que tendría que pensar
dos veces antes de arriesgarse a multiplicar conflictos regionales como
el de Chiapas o el de Palestina, y donde el agudizamiento de la debacle
económica está ya provocando reacciones extemporáneas
en su propio centro (véase Génova, por sólo
nombrar los más recientes titulares). Desde luego que nada de esto
significa que el capitalismo mundializado y su globalización
estén tambaleándose, ni que estemos en ninguna situación
prerrevolucionaria: es necesario ser absolutamente serios y rigurosos
en este terreno, so pena de equivocarnos trágicamente. Sólo
significa que ya no estamos en los malditos noventa. Que el poder mundial
ya no es tan irresistiblemente impune, que ya no goza del consenso férreo,
de la dureza de sus murallas tan sólidamente levantadas sobre los
escombros de las otras que cayeron. Que hoy se pueden imaginar hipótesis
de trabajo como las enumeradas más arriba sin que nos tiren por
la cabeza con las nuevas (y ya carcomidas por el viejo topo)
biblias del fin de la historia, de los grandes relatos y otras paparruchas
por el estilo; paparruchas que, justamente, sólo pudieron sostener
su irracional mediocridad filosófica porque la solidez
económica de la política dominante permitía que la
sociedad mirara para otro lado, se olvidara de pensar, se conformara con
un puñado de fórmulas rápidas y estúpidas
para explicar por qué íbamos bien aunque circunstancialmente
estuviéramos mal. Salvo las aisladas excepciones de costumbre,
nadie se molestó seriamente en refutar esas paparruchas, porque
para volver a un epigrama de Rozitchner cuando la sociedad
no sabe qué hacer, la filosofía no sabe qué pensar.
Pero hoy, lenta y desordenadamente, la sociedad está de nuevo comenzando
a saber qué hacer. O, por lo menos, a preguntárselo. Y entonces,
la filosofía incluyendo esa filosofía de los
no filósofos, como denominaba Gramsci al sentido común,
que no es siempre pura hegemonía ideológica está
también empezando a preguntarse qué pensar. Cómo
acompañar con nuevas teorías críticas ese hacer,
esa praxis popular que empieza a desperezarse empujada por una desesperación
que la ha llevado hasta el borde, y que sabe, aún sin saberlo,
que ante el abismo, si no hay suicidio, hay acción. Acción,
sí, hacer, de acuerdo, pero ¿cómo? No
estamos en los noventa, decíamos. Tampoco estamos en los sesenta,
ni en los setenta: ha corrido demasiada agua, demasiada sangre bajo los
puentes como para que nadie pueda darse el lujo irresponsable, incluso
provocador, de siquiera fantasear con una repetición de la historia
(es cierto que al decir los setenta se generaliza abusivamente:
la idea de que esos años pueden reducirse a los desvaríos
de una soberbia armada que ya entonces muchos recusaban es,
esa misma idea, un triunfo de la ideología dominante; pero dejemos
esa discusión para otro momento). Cuando el propio Rozitchner -perdón,
León, pero hoy caíste en varias citas inevitables,
en una reciente conversación pública con Vicente Zito Lema,
reflexiona sobre ese límite absoluto que representa la violencia
ejercida sobre el cuerpo del otro, ¿acaso no está, a su
manera, reeditando el tan malentendido gesto de Sartre, en su famoso prólogo
a Los Condenados de la Tierra, cuando sugería que la peor violencia
que se le hace al oprimido es obligarlo a recurrir ala violencia, y así
a parecerse exteriormente al opresor? ¿No habría que pensar
entonces que ese Infinito en el que hoy casi estamos, ese espacio de necesaria
y obligada refundación ontológica, supone también
una refundación teórico-práctica de las formas de
enfrentar la opresión y de diseñar colectivamente el futuro
de una nueva polis? No es cuestión de tirar a la basura nuestras
bibliotecas (a veces las viejas lecturas, hechas en circunstancias que
cambiaron, pueden sorprendernos por su novedad), pero sí de leer
los libros antiguos con un nuevo par de anteojos. Y sobre todo, de usarlos
como insumo para escribir otros. No es cuestión tampoco de perder
la memoria, pero sí de no hacer un culto fetichista del recuerdo
como valor en sí mismo, de atender al poético dictum de
Walter Benjamin: Hacer historia no es reconstruir los hechos tal
cual sucedieron realmente, sino recuperarlos tal como relampaguean hoy
en un instante de peligro. No es cuestión de volver a empezar
de Cero -para volver a ese fatídico no-número:
pero sí de utilizar el pasado para pensarlo en tiempo presente,
y no para imitar un pretérito que, convengamos, fue bastante imperfecto.
Las multitudes están en marcha. Más allá de cualquier
comprensible esperanza exitista que abriguemos, de cualquier apuesta
pascaliana que nos juguemos, todavía no podemos saber su
dirección exacta. ¿Se está conformando un nuevo sujeto
social, político, incluso cultural, como piensan algunos? ¿Se
está configurando una nueva forma de ciudadanía,
como lo sugiere el ya citado Matellanes? ¿Hay ya el embrión
de una nueva manera de hacer política como la
que elección tras elección nos prometen los sempiternos
realineamientos progres para volver incansablemente a la vieja
manera de siempre, que va más allá de las políticas
(incluyendo las que se limitan a la ocupación del Estado) para
concernirse con lo político, es decir con los fundamentos mismos
de una reorganización de la existencia social? ¿Empezó
realmente el proceso de refundación ontológica
sobre la base de un cruce históricamente inédito de subjetividades
populares que no entran en las grillas de clasificación de
las teorías clásicas de la sociología, la antropología
o la ciencia política (aunque quizá sí en las de
alguna filosofía maldita del pasado: una relectura
de Spinoza y su noción de la multitud como racionalidad en acción
permanente nos daría más de un sobresalto)? No podemos decirlo.
Pero la incertidumbre no puede ser una coartada de la parálisis
intelectual-crítica. Sociólogos, politólogos, antropólogos
o economistas tendrán que considerar seriamente desarmar sus kioscos
un poco carcomidos por la herrumbre, remover la tierra de sus quintitas
cuidadosamente cultivadas. Un poco de desorden es siempre un estímulo
para el pensamiento. Pensar el desorden, el conflicto, el Caos, para construir
con él un nuevo Cosmos, es el único modo de no dejar que
el Universo nos aplaste, de retomar el control sobre nuestras vidas: así
es como nació la filosofía, por lo menos en Occidente. Así
nació también la política, como lo recuerda Rancière
porque, en general, lo hemos olvidado: como una reflexión
sobre el movimiento del desacuerdo entre el concepto y lo real, del lugar
de los que no tienen lugar, de la parte que no tiene parte,
del problema insoluble de cómo representar la irrepresentable
y permanente transformación en acto de la multitud, del demos (y
he aquí la paradoja asimismo insoluble de nuestras democracias:
están hechas para excluir aquello mismo que las hace posibles y
necesarias, aquello mismo que es la condición de su existencia).
El caso de los piqueteros para volver a una categoría
que está ya siempre vacía de determinaciones, porque está
constantemente llenándose con contenidos diferentes es un
banco de pruebas paradigmático para ese pensamiento fundado en
el desorden de sí mismo. Más arriba decíamos que
su política es, en principio, meramente defensiva:
considerada a la luz de las categorías clásicas, su perspectiva
no es clasista no constituyen por sí mismos una clasesocial,
ni siquiera en el muy laxo sentido weberiano del término;
tampoco es cultural en el sentido antropológico no
pertenecen a una misma etnia, no tienen hábitos, costumbres,
normas, creencias o rituales compartidos; no conforman un movimiento
social en el sentido habitual no los une una defensa de los
derechos de un género, como a las feministas, o una causa principista
universal, como a los ecologistas; tampoco son exactamente marginales
no son miembros de lo que Oscar Lewis llamaba la cultura de
la pobreza, que se define por una total ajenidad a las instituciones
políticas y sociales: los piqueteros las tienen bien en cuenta,
y las instituciones están obligadas a tenerlos a ellos en cuenta,
hasta el punto de que ya son recibidos en los ministerios. Ciertamente,
no son un partido ni un movimiento político, en ningún sentido
convencional de la palabra no tienen una organización burocrática
claramente establecida, un programa de gobierno, unos estatutos o criterios
de afiliación. Mucho menos un grupo de presión o un
lobby no tienen poderes establecidos ni intereses económicos
que defender. Tampoco son lo que se llamaba una vanguardia
no se proponen dirigir a nadie, ni adelantarse a nada,
toman medidas pero no tienen un Manifiesto, y para colmo no son violentos:
eso preocupa sobremanera al poder, porque deslegitima su represión.
Más bien se definen por lo que no son : miembros del Sistema. Son
no-incluidos. Ni siquiera se puede decir claramente que sean excluidos:
por un lado, es cierto que no están incluidos como excluidos,
a la manera del clásico Ejército Industrial de Reserva (que
es un componente importantísimo del Sistema como tal, aunque momentáneamente
aparezcan como fuera de él), porque, como decíamos antes,
provienen de sectores que ya han sido desechados, que ya han sido nominados
para el exterminio. Pero, por otra parte, ya no son excluidos,
porque justamente provienen de esos sectores, pero han logrado, por su
propia praxis, incluirse de una manera que nadie sabe definir,
porque faltan los códigos (institucionales, conceptuales,
ideológicos, políticos) para caracterizarlos. ¿Pretenden
ser incluidos en el sentido tradicional? Sí, claro:
piden trabajo, ganar un salario, ser tenidos en cuenta por el Sistema,
aunque sea (como se dice a veces con un asombro un poco estúpido)
para ejercer su derecho a ser explotados. Es en este sentido
que se puede decir que su política es meramente defensiva.
Pero, por otra parte, saben aunque no lo sepan
que en los límites de este Sistema, están pidiendo un imposible
(son, por lo tanto, realistas, en un estilo más radical
que el de Mayo 68: pidiendo lo mínimo que el propio Sistema,
en su propio interés, debería darles, desnudan la realidad
de un Sistema impotente para funcionar según sus propias reglas).
Y aún si algunos no lo saben, objetivamente representan
un desmentido feroz a toda promesa de progreso bajo esta política.
O sea: los piqueteros, sean lo que sean o lo que serán siendo,
puesto que su identidad se hace sobre la marcha no son
de ninguna manera, como se ha dicho a veces con apresuramiento, los desaparecidos
de la democracia. Al contrario: son los nuevos aparecidos del Sistema
(de un sistema que es, no importa como se llame a sí mismo atendiendo
sólo a la formalidad de sus instituciones, profundamente antidemocrático),
en el doble sentido del término: son algo que el Sistema ha hecho
aparecer a la vista de todo el que quiera ver, y son un fantasma: al contrario
de lo que decía Videla de los desaparecidos (los desaparecidos
son simplemente desaparecidos: no son, no están), ellos son
y no son, están y no están, al mismo tiempo. Ni incluidos
ni excluidos, atravesando calles, rutas, barrios y ciudades con su protesta,
reordenando el espacio público mediante el desorden,
con su demanda de un imposible que sin embargo es lo más real
que tenemos hoy, se puede decir que no son tanto desterritorializados
como desterritorializantes: desbordan los límitesacadémicos
los cientistas sociales no saben qué hacer con
ellos, así como los institucionales el poder no sabe
cómo tratarlos, qué derechos darles o negarles,
si reprimirlos como disolventes o recibirlos en la Casa Rosada,
e incluso los afectivos: la clase media no sabe si amarlos u odiarlos,
si fastidiarse porque estorban el paso de su automóvil, o prestarles
atención porque quizá sospecha confusamente que le están
mostrando el rostro temido de su no tan lejano futuro (y en ese sentido
sí son una vanguardia, una anticipación). Son
efectivamente para volver a Rancière la parte
que no tiene parte, y que precisamente por eso constituyen el Todo
que nos negamos a percibir. Es decir: sin ser estrictamente nada, son
Ontología pura, son el polo opuesto del Cero, son el lugar vacío,
son el cimiento ausente sobre el cual fundar lo Infinito.
Entiéndase: sólo hemos usado el ejemplo de los
piqueteros (claro que no es un ejemplo cualquiera; pero todos lo usan
como les viene en gana, ¿por qué no hacerlo también
nosotros?) para hacer lo que Freud llamaba una Deutung: una interpretación
que se limita a señalar con el dedo un lugar en donde podría
estar emergiendo un Sentido completamente nuevo, que no podemos todavía
saber cuál es. Porque, precisamente, hay que construirlo. No estamos
haciendo de ellos el nuevo sujeto histórico, no los
estamos fetichizando ni precodificando ni idealizando, no estamos siquiera
dándoles un voto de confianza (que por otra parte ellos
no esperan: no están pidiendo que la gente los vote,
sino que se una a ellos). Apenas estamos diciendo que allí hay,
benjaminianamente, ese relámpago en un instante de peligro
que al mismo tiempo presenta el aspecto oportunidad de la
crisis, que ojalá sepamos aprovechar para aquélla refundación.
La opción no es los piqueteros o la Nada: eso sería volver
a constituir, a sustancializar, lo que es un proceso abierto de sustancialización
constituyente. Pero la opción sí es la reinvención
de esa potencia (hoy puesta en juego por los piqueteros: mañana
quién sabe) o la Nada, el peligro del Cero. Peligro, sin duda lo
hay, y muy serio. Y esperemos que esto se entienda bien el
peor de los peligros actuales no es el ajuste. El ajuste es
un síntoma que por supuesto es imprescindible combatir y disolver.
Pero el verdadero peligro sería que no tuviéramos la suficiente
conciencia de la catástrofe civilizatoria a la que estamos enfrentados,
y que desde ya tiene alcances muchos más vastos que los límites
de nuestro territorio nacional, aunque sea aquí y desde aquí
que nos ha tocado sufrirlos y resistirlos. Otra vez, la metáfora
de la catástrofe no es quizá la más adecuada, puesto
que no se trata de un desastre natural (aunque la naturaleza tampoco es
ya lo que era: quién sabe si las hordas de tiburones que acechan
estos días a las costas norteamericanas no representan una enigmática
venganza contra el país más responsable de la destrucción
ecológica del planeta). Esta es una catástrofe provocada
por una política, y es civilizatoria en el sentido
de que es toda una imago mundi, todo un imaginario de la cultura mundial,
que para nosotros empezó a conformarse en l492, la que está
en estado avanzado de putrefacción. No podemos saber qué
es lo que la va a reemplazar: las posibilidades, nuevamente, son infinitas,
como lo eran durante la decadencia putrefacta del Imperio Romano. Pero
el proceso de putrefacción esa sí es una lección
de la Historia que conviene no olvidar puede durar siglos. Y las
víctimas multitudinarias de la catástrofe no tienen tanto
tiempo. ¿No es hora de que dejemos a los emperadores la preocupación
por el Cero y nos pongamos a pensar en el Infinito?
* Filósofo argentino,
profesor en la UBA y docente en la Universidad Popular Madres de Plaza
de Mayo.
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Universidad
Popular Madres de Plaza de Mayo
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