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Jueves 1 de Marzo 2001

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Para conocer y entender al verdadero hombre fuerte de la música negra del nuevo siglo

Productor, rapper y ejecutivo

RZA es una novena parte del Wu-Tang Clan, pero está claro que es mucho más que eso. Es el ma- estro detras de la consola de los discos del clan y de las obras solistas de sus estrellas. También es el director de la empresa montada alrededor de la imagen del grupo. Y, por si fuera poco, hizo la banda de sonido de la película Ghost Dog. Lo que se dice: un tipo importante.

POR PABLO PLOTKIN

Puede verse a RZA como al último enviado de una prodigiosa hermandad. En un repaso brutalmente sintético, el linaje empezó cuando Robert Johnson le vendió el alma al Diablo, siguió con las convulsiones de Chuck Berry, la psicodelia de Jimi Hendrix, el corazón roto de Marvin Gaye, los aullidos sexuales de James Brown, las profecías de Bob Marley, los rasguños mágicos de Lee Perry, los rapeos de Public Enemy. El cerebro del Wu-Tang Clan parece haber llegado para resumirlo todo desde los sucios laboratorios de Staten Island, cerquita de la Estatua de la Libertad. Más que un rapper, RZA es el líder –artístico, ejecutivo y espiritual– de la organización de hip hop más sofisticada y cruda del último tiempo, condición que lo eleva a las nubes de la música moderna. Porque el rap no es sólo el género popular con más proyección planetaria para hoy y el futuro inmediato sino que, además, le sobra autosuficiencia como para prescindir por completo del rock’n’roll (por lo pronto, al menos en Estados Unidos, el rock parece necesitar mucho más al hip hop que el hip hop al rock). Lo dicho: este RZA es un tipo importante.
Deténganse un momento en esa mirada. A RZA le gusta impresionar como un monje shaolín negro, imperturbable detrás de esos párpados siempre entornados y los labios pegados en un gesto de seriedad irrevocable. En medio de una escena propensa a conductas gangsteriles aparatosas, RZA eligió ocupar el lugar del sabio que no necesita levantar la voz para hacerse escuchar. No cualquiera podría operar los movimientos de un clan integrado por nueve estrellas de hip hop –cuanto menos– “complicadas”, exprimir el talento de cada una de ellas y producir obras de arte tan tormentosas y equilibradas como las del Clan.
La filosofía zen que diseminó en sus álbumes influyó a Jim Jarmusch a la hora de escribir y filmar su última película, Ghost Dog-El camino del Samurai. Allí, Forrest Withaker interpreta a Ghost Dog, un matón ilustrado en filosofía oriental que duerme en un palomar y se carga a sus víctimas con impavidez de monje. RZA produjo la sensual (y sensacional) banda de sonido, y en una de las últimas escenas del film, el músico –lentes pequeños, ropa camuflada– se cruza con el grandote en un saludo shaolín lleno de sabiduría callejera. “No soy un matón”, diría después RZA, “pero Ghost Dog me recuerda mucho a mí mismo. Me recuerda a una etapa de mi vida en que era una persona ensimismada, tranquila, que siempre estaba pensando. La gente se preguntaba qué me pasaba por la cabeza. Creo que esa escena final demuestra que Ghost Dog no es la única persona así en el mundo”.
Robert Diggs nació en Brooklyn, Nueva York, y cuando tenía tres años se fue a vivir con su tío, un médico de Murfreesboro, Carolina del Norte, que crió al pequeño hasta los siete años. De regreso a la Gran Manzana, Bobby se reencontró con la madre, que se las arreglaba como podía con once hijos en Staten Island. En esa especie de islote de la clase trabajadora, con el río Hudson y la Estatua de la Libertad entre él y los rascacielos, Robert empezó a definir su personalidad. Atento a cada movimiento de su primo mayor Gary Grice (luego Genius, o Gza), Bobby tragaba películas de kung-fu junto a él y Russell Jones, un revoltoso primo menor que con los años se transformaría en un reputado delincuente y rap star bajo el seudónimo Ol’Dirty Bastard. Encerrados en una habitación mísera, los tres primos no necesitaron más que un televisor, un micrófono y dos bandejas tocadiscos para concebir la idea del Wu-Tang Clan.
“Recuerdo haber sido asaltado por 35 centavos”, contó RZA acerca de la infancia/adolescencia en Staten Island. “Literalmente, había días en que podías pasártela pidiendo un cuarto de dólar y no conseguirlo.” En Ohio, donde vivía parte de su familia (y donde el FBI sospecha que se inicia una red de tráfico de armas que involucraría al artista), Robert enfrentó la posibilidad de pasar ocho años tras las rejas. Lo acusaban de asesinato,pero finalmente su alegato de defensa propia dio resultado. En 1991, rebautizado Prince Rakeem, grabó “Ooh, I love you Rakeem”, un single mediocre editado por el sello Tommy Boy. RZA recuerda aquellos días: “Iba a todas las reuniones de la industria con mi manager. Ya sabés, estaba aprendiendo toda esa mierda, hablando con gente. Tommy Boy era un buen sello, así que empecé ahí. Podía aprender un montón de mierda. No me sentaba ahí como un estúpido: espiaba, observaba, leía libros, escuchaba lo que la gente me decía. Cené y me reuní con tramoyistas y dealers top -fuckin’ Tommy Mottola, esa gente–. Y esos hijos de puta te cuentan algunas cosas. Vos escuchás toda esa mierda, y después tenés que amplificarla. Por eso es que me respetan. Yo soy un productor y un rapper, pero para ellos soy un ejecutivo. Y ahora esa gente aprende de mí, porque sabe acerca del negocio musical, pero no sabe nada de música. Y no tienen contacto con la calle, así que yo les transmito mi conocimiento a través de la acción y la palabra. Tenés que aprender a ser un círculo completo”.
Mientras diseñaba el debut explosivo del Clan –Enter The Wu-Tang (36 Chambers)–, RZA había dejado de escuchar rap, compraba discos de Thelonious Monk, se convertía a la rama islámica del Five Percent Nation (al igual que varios miembros de la banda, el productor cree que todos los hombres son dioses, y que ellos corresponden al cinco por ciento de los seres humanos justos), y al mismo tiempo profundizaba en el estudio de la filosofía shaolín. En 1992, un grupo de monjes guerreros de la China pasó por Estados Unidos en medio de una gira de exhibición. Uno de ellos, Shi Yan-Ming, decidió instalarse en Nueva York y abrir una escuela de kung-fu, el USA Shaolin Temple. Yan-Ming no es lo que se dice un monje convencional: tiene una novia –Sophia Chang, ex manager de Ol’Dirty Bastard– y se la pasa tomando vino y cerveza. Con el tiempo se convirtió en una especie de consultor espiritual personal para RZA. Con él viajó a la China el año pasado, para visitar un templo budista construido 16 siglos atrás sobre un monte sagrado de Henan.
El universo shaolín inspiró el nombre del grupo (la película favorita de RZA era Shaolin vs. Wu-Tang), y el primer disco fue, además de un tremendo éxito comercial, una carta de presentación perfecta para una pandilla que sabía combinar el fuego de un auténtico piquete de rappers y la sofisticación sonora –el dub, el scratchin’, los pianos– que corría por cuenta de nuestro héroe. El plan funcionó enseguida, y RZA pudo llevar a la práctica las enseñanzas de Tommy Mottola y el resto de los buenos muchachos. A la vez que se revelaba como un artista deslumbrante, planeó la instalación del Wu-Tang Clan como marca registrada neoyorquina. Aparecieron los comics, la ropa, más tarde el Play Station y la financiación para los discos solistas de los miembros del Clan. RZA produjo los álbumes de Raekwon, Ol’Dirty Bastard, Method Man, GZA, Ghostface Killa, el combinado Gravediggaz y algunos temas por encargo para Björk, cuyo olfato la había arrastrado hasta una esquina de la mugrienta Staten Island.
Cuatro años después del primero aparecería Wu-Tang Forever, el disco doble de una tripulación de estrellas que no se deshacía de sus problemas con la ley. Pasaron tres años más hasta que RZA puso a punto el tercer álbum, The W, una obra maestra dedicada al convicto Ol’Dirty Bastard que pulverizó todas las dudas respecto de la integridad artística del colectivo. El sonido es más amenazante que las palabras, y la sutileza huracanada con que se suceden los temas lleva la inequívoca marca del hombre que ilustra la tapa de este suplemento. Una nueva prueba de la plasticidad infinita del hip hop, asimilando toda la tradición negra y extendiendo las fronteras de la música moderna norteamericana. “Casi siempre que comprás un disco te sentís estafado”, dijo alguna vez RZA. “Hay discos con cinco o seis buenos beats, pero sin buenos ritmos. O al revés. Hay discos con buenos beats y ritmos, pero después te hartás de la voz de los negros que cantan. No hay estilo, ¿entendés? Nosotros hacemos bien toda la mierda. Yo no hago discos flojos. No podría.”

Además, superhéroe
Bobby Digital es el alter ego que se inventó RZA para protagonizar una película y un disco –algo así como el Ziggy Stardust de Bowie–, pero en lugar de transcurrir durante la era espacial, la cosa aquí sucede en los tiempos de la fibra óptica. Bobby Digital, la película, cuenta los experimentos que RZA ensaya en un laboratorio de Wu Mountain y que terminan en el descubrimiento de una fórmula alucinógena para la autotransformación. Bobby es una criatura informática salvaje que se la pasa cogiendo, drogándose, quemando dinero y usando ropa de moda. Después del film, el equilibrado RZA confesó que la ficción empezaba a confundírsele con la realidad, y su visita al templo shaolín –para el que se había impuesto un mes de celibato– funcionó como una especie de exorcismo. La banda de sonido de la película, Bobby Digital in Stereo, tiene más humor que la mayoría de las producciones de RZA. Ahí aparecen todos los personajes de la trama (interpretados por Method Man, Masta Killa, Killa Army, Black Knights of the North Star from Cali y la asombrosa vocalista Tekitha), cruzándose en rapeos de ciencia ficción un tanto absurda. El disco tal vez es demasiado largo, y los grandes momentos musicales –que los tiene– terminan perdiéndose entre tanta caricatura de futurismo decadente.

La tienen clara
“Nosotros ya sabemos que vamos a estar juntos por el resto de nuestras vidas, envejeciendo juntos.” La hermandad inquebrantable del Wu-Tang Clan –elocuentemente declarada en esta frase– es posible gracias a un método de trabajo y convivencia que desarrollaron desde el primer momento. El Wu sería un congregador de fuerzas de nueve individualidades autosuficientes (desde la incorporación de Cappadonna se convirtieron en diez): RZA, Ol’Dirty Bastard, Method Man, GZA, Inspectah Deck, U-God, Raekwon, Masta Killa y Ghostface Killah podrían arreglárselas solitos, parecen querer decirnos, pero las espaciadas ediciones del Clan son los manifiestos artísticos más certeros, y también lo que les permite financiarse sus excursiones solistas. Desde su base de operaciones –la Wu Mansion– en el sur de Nueva Jersey, RZA y los suyos llevan adelante un próspero negocio familiar, que incluye una línea de ropa (Wu Wear, pilcha cara para los yanquis con look hip hop), productos paralelos como comics y jueguitos de Play Station, un restaurant vegetariano y otros proyectos. Prince Paul, productor de De La Soul, recuerda cuando RZA fantaseaba con el futuro mucho antes de conquistar la escena. “Me contaba cómo manipularía a toda la industria. ‘Voy a hacer esto, voy a sacar estos discos, y entonces accederé a contratos más grandes’. Yo le decía: ‘Sí, seguro’. Pero todo sucedió tal cual lo predijo.” Los acuerdos espirituales –conversión general a la Five Percent Nation, el interés conjunto por la filosofía oriental, incluyendo el rebautismo artístico de acuerdo con leyendas shaolín– son el legitimador religioso del negocio, lo que mantiene el equilibrio y la hermandad entre estas criaturas callejeras que juegan a la tribu disidente en medio de una industria caníbal. Ninguno de ellos habrá leído el Martín Fierro, pero los Wu-Tang Clan deben tener bien claro qué sucede cuando entre hermanos se pelean.