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Jueves 23 de Agosto de 2001

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HISTORIAS VERDADERAS Y PERSONAJES DESCONTROLADOS DE UNA CIUDAD LOCA, LOCA

No somos ángeles

Los shows de Gilby Clarke en The Roxy y en El Teatro, con parafernalia californiana incluida (lucha femenina en el barro y todo eso) y la inminente visita de Vince Neil (8 de setiembre en Obras), reactualizan el glamour L.A. ante ojos porteños. Qué mejor, entonces, que enterarse de todo lo que son capaces estos muchachos cuando están en su hábitat natural.

PRODUCCION Y TEXTOS MARIANA ENRIQUEZ

Aquello que fue Mötley Crüe acaba de editar su autobiografía, en colaboración con el periodista Neil Strauss. Se titulado The Dirt (“La Mugre”) y es una sucesión de barbaridades y decadencia no comparable a nada, ni siquiera a las anécdotas más tortuosas de Aerosmith o los Rolling Stones. En primera persona, los cuatro Crüe (Nikki Sixx, Vince Neil, Tommy Lee y Mick Mars) narran cómo se clavaron las orejas a una mesa en una noche de particular descontrol, cómo insertaban teléfonos celulares dentro de las vaginas de las groupies y cómo le robaron la ropa a una chica pordiosera que vivía en la calle. “Cuando hicimos eso no hubo más tabúes”, recuerda Nikki. “Hasta traté de acostarme con la madre de Tommy. Cuando su papá se enteró me dijo ‘hey, si podés hacerlo, es toda tuya’”. También se pueden encontrar gemas de sabiduría como ésta: “Después de acostarnos con groupies en la camioneta de Tommy, íbamos a comprar burritos. Metíamos la pija adentro de la carne para quitarnos el olor a vagina. Así nuestras novias no se enteraban que nos habíamos curtido a chicas tan estúpidas como para meterse en la camioneta de Tommy”. A continuación, se reproducen dos fragmentos: en el primero Vince Neil describe el primer departamento de la banda, donde escribieron las canciones del disco Theatre of Pain. En el segundo, Tommy Lee recuerda la famosa pelea con su ex esposa Pamela Anderson, en 1998, luego de la cual se comió seis meses en prisión por violencia doméstica.

Hogar, dulce hogar
Vince: “La novia de Tommy era fea. Parecía un alce. Pero Tommy, aunque podía levantarse a la mina que quisiera en Sunset Strip, no quería dejarla. La amaba y quería casarse con ella, nos decía, porque cuando acababa lo hacía a chorros. Chorros que llegaban a mojar la otra punta de la habitación.
Desafortunadamente eso no era lo único que hacía volar en la casa. Revoleaba platos, ropa, silla, cualquier cosa que pudiera agarrar. Nunca había visto a alguien ponerse tan violento. Podía explotar de furia o celos con una sola palabra que juzgara inconveniente. Una noche Tommy trató que no entrase a la casa clavando la puerta (no podía cerrarse con llave porque la policía en los allanamientos había roto la cerradura varias veces) y ella rompió el vidrio de la ventana con un extinguidor para poder pasar. Nunca arreglamos la ventana. La gente entraba a la casa (que quedaba cerca del Whisky A Go-Go) por la ventana o por la puerta que sólo quedaba cerrada si le poníamos un pedazo de cartón abajo. Era 1982 y estábamos sin un peso, con mil singles que nuestro manager nos había editado. En el living había un sillón de cuero y un stereo que los padres de Tommy le habían regalado para Navidad. El techo estaba lleno de agujeros porque cada vez que los vecinos de arriba se quejaban por la música les contestábamos golpeando con las guitarras o palos. La alfombra estaba mugrienta de alcohol y sangre, quemado por colillas de cigarrillos. Habíamos pintado las paredes de negro.
Y estaba lleno de bichos. Cuando usábamos el horno lo teníamos que encender diez minutos antes para matar las cucarachas que vivían adentro. No teníamos plata para veneno, así que el método de exterminio era agarrar el spray para el pelo y quemarlas usando un encendedor. Por supuesto conseguíamos cosas importantes como el spray, robándolas. Si querías ir a los clubs y tener éxito, debías usar spray. La cocina era pequeña y pútrida. En la heladera solía haber atún viejo, cerveza, mayonesa vencida y salchichas (si podíamos robarlas de la licorería de la esquina o comprarlas con plata que sobraba). De todos modos Big Bill, un motociclista que trabajaba como patovica en el Troubadour (y que murió un año después de una sobredosis de cocaína) se las comía todas. Nos daba miedo pedirle que no lo hiciera.
Todas las noches, después de que tocábamos en el Whisky, la mitad del público venía a casa a beber y drogarse. Consumíamos cocaína, Percodan, quaaludes y cualquier cosa que consiguiéramos. Yo era el único que sepicaba en esa época, porque Lovely, una rubia bisexual caprichosa y rica, que amaba los ménage-à-trois, me había enseñado cómo hacerlo.
Las chicas nos visitaban durante todo el día, por turnos. Una trepaba por la ventana mientras otra entraba por la puerta. Tommy y yo teníamos una ventana, y Nikki tenía la suya. En esa época siempre venía una pelirroja gordísima y degenerada que no podía pasar por la ventana. Pero tenía un Jaguar XJS, el auto favorito de Tommy. Tommy quería manejar ese coche más que nada en la vida. Una vez ella le dijo que si se la cogía lo dejaría usarlo. Una noche entramos a la casa y encontramos a Tommy en el living, con esta mujer enorme encima, con esta fofa masa de carne moviéndose sobre él. Pasamos sobre ellos, agarramos una coca y ron, y nos sentamos a mirar el espectáculo. Cuando terminó, Tommy se subió los pantalones y dijo, feliz. “Me voy, loco. Voy a manejar ese coche.”

La pelea
Tommy: “Una semana después yo le estaba cocinando a Pam y los chicos. Estaba todo tranquilo otra vez, compartíamos una copa de vino. Y de pronto no pude encontrar la sartén, porque la señora que limpiaba siempre cambiaba las cosas de lugar. Y como yo estaba muy tenso, cada pequeña contrariedad se convertía en el fin del mundo. Entonces cuando no pude encontrar la sartén empecé a patear los cajones y tirar cosas, como un pendejo tratando de llamar la atención. Entonces Pamela vino, se dio cuenta que yo estaba de mal humor y me dijo ‘tranquilo, es una sartén nomás’. Pero no era una sartén nomás. En ese momento era todo para mí. Mi tranquilidad y mi salud mental dependían de encontrar la sartén. Que Pamela no entendiera eso significaba que no me entendía. Agarré toda la vajilla que pude encontrar y empecé a revolearla por el aire gritando ‘esto es una mierda’. Entonces ella dijo las palabras que nunca hay que decirle a una persona furiosa: ‘Calmate. Me estás asustando’. Debería haber salido a caminar o darme una ducha fría. Pero estaba tan enojado por la sartén, que yo veía como un signo de la falta de comunicación entre nosotros, que todo se convirtió en inseguridad y miedo. ‘Andate a la mierda y dejame solo’ le grité. Después le di una patada a la cocina y me lastimé el pie. Había olvidado que estaba en chancletas y eso me enfureció más. Y ahí empezó el kilombo. Empezamos a gritarnos y pronto los chicos aullaban también. Pamela dijo que era suficiente, y llamó por teléfono a sus padres. La obligué a colgar. Entonces me miró con esa mirada espantosa, como diciéndome que yo era malvado y egoísta, una mirada que me reducía al gusano más espantoso que se arrastraba por la faz del planeta. Odiaba esa mirada, porque me demostraba que no había flores ni disculpas que pudieran convencerla de que era un buen tipo que la amaba. Me desafió y marcó el número de sus padres de vuelta. La hice colgar otra vez gritando ‘mierda, no los llames. Lo siento mucho’. Ella revoleó el teléfono y me dio un puñetazo ciego en el cuello, que realmente dolió. Era la primera vez que una mujer me golpeaba. Vi todo rojo, me enceguecí. Como un animal hice lo primero que me indicó el instinto: la sacudí brutalmente gritándole ‘qué carajo te pasa, estás loca’. Y no la soltaba. Mi intento de calmarla sólo la asustó más y ahora lloraba. Empezó a putearme, a decirme las cosas más espantosas, me apuñaló en todos los puntos débiles. La solté y salió corriendo hacia la habitación de Brandon, como una madre amantísima que tenía que proteger su cría del padre cruel. Le di una patada en el culo, no muy fuerte porque estaba en chancletas, gritándole que era un perra. Terminamos en la habitación de Brandon: yo quería hablar, pero ella no me contestaba. Tenía al nene en brazos. ‘Soltalo’, le dije. ‘Lo voy a llevar afuera. Hijo ¿querés ir a ver los sapitos?’. Nuestra pileta se había llenado de sapos ese invierno, y creí que era una buena idea salir al fresco con él para tranquilizarme. Pero seguían gritando. Agarré al nene de la mano, y ella lo tironeó para acercarlo. De pronto estábamos luchando sobre él, completamente trastornados. La situación seguía empeorando. La empujé, y cayó sobre un pequeño pizarrón de los chicos. Cuando trataba de no caerse al piso se rompió una uña.Mientras gritaba, arrastré a Brandon hasta la pileta y me senté con él. Le dije que mami y papi lo querían mucho, y que se querían mucho. Le prometí que nunca volvería a gritar ni enojarme si eso lo asustaba. Nos calmamos, dejamos de llorar y lo llevé a su habitación. No pude encontrar a Pamela: quería pedirle perdón. Cuando salí de la habitación de Brandon, vi a dos policías.
‘Por favor dese vuelta, Mr Lee’, dijeron.
–¿Por qué?
–Hagalo.
Lo hice y sentí el frío metálico de las esposas en las muñecas. ‘¿Me están jodiendo? ¿Por qué me esposan? Esposen a esa perra también. Me puso una piña.’
–No nos importa, Mr. Lee.”


Gilby, estrella y estrellado

Gilby Clarke entró en Guns n’Roses como guitarrista en 1991, cuando la banda estaba a punto de desintegrarse tras la salida de Izzy Stradlin. Grabó con ellos solamente The Spaghetti Incident? en 1993, y después Axl prescindió de sus servicios, porque quería llevar el sonido de la banda hacia una dirección menos rockera, más experimental. Todo esto sin notificárselo a Slash, que se llevaba muy bien con Gilby, y que no tenía la menor intención de que Guns n’Roses cambiara su estilo. La banda se terminó, y Gilby siguió su camino primero como guitarrista de la banda de Slash (Slash’s Snakepit) y después grabando discos solistas como The Hangover y Rubber, siempre manteniendo el sonido rockero, mezclando los Rolling Stones con el glam y una actitud punk.
Hoy, Gilby toca todos los jueves en el Cat Club de Sunset Boulevard con su banda, Starfuckers. Lo acompañan entre otros Tracii Guns, ex L.A. Guns y ex Guns n’Roses. Y también mantiene su propia banda, con la que toca canciones propias, covers y obviamente, cosas de los Guns. Este fin de semana en Buenos Aires, justamente, hará eso: además de los shows, habrá strippers, chicas peleando en el barro, tatuadores y todo lo necesario para trasladar algo de Sunset Strip a Lacroze y Alvarez Thomas. A Gilby lo enorgullece que la mitología decadente de la ciudad que eligió para vivir desate fantasías en todo el mundo. “A la gente le gusta L.A. porque es la única escena de hard rock del mundo en este momento. Y la única hedonista, que recupera la idea de sentirse bien con la música, de divertirse, a la manera de los Stones o The Faces. Todo el mundo en Los Angeles quiere ser estrella de rock: para eso llegamos chicos como yo desde el interior. Eso se perdió con el grunge, pero ahora el grunge también se acabó y creo que nuestra escena recuperará su lugar.”
–¿Te gustan bandas
como Limp Bizkit?
–Para nada. La llamo “música rabiosa”, pero en realidad no entiendo por qué están tan enojados. Es marketing, supongo. Mi banda favorita en este momento es Buckcherry. Tienen actitud, se visten bien, tocan como si el rock les hubiera salvado la vida.
–¿Viste a Axl últimamente?
–Lo vi hace como un año, un jueves en el Cat Club. De todas las personas del mundo, la última que esperaba encontrar en el boliche era Axl. Vive como un recluso, no lo había visto desde 1993. Nunca tuvimos una discusión con él, sin embargo. Fue todo muy tranquilo, me pidió que me fuera de la banda porque buscaba otro estilo, y lo acepté. Esa noche fue la primera vez que Axl cantó en público desde que se separó la banda. No lo reconocí al principio: él tuvo que decirme: ‘Hey Gilby, ¿cómo andás?’. Hablamos hasta las cuatro de la mañana. Y después se subió a tocar con nosotros “Wild Horses” y “Dead Flowers” de los Stones. No volví a verlo.
–L.A. Guns iban a tocar con vos, pero anunciaron que no podían viajar porque Tracii le tiene miedo a los aviones...
–(Risas) Es mentira. Quiero decir, Tracii odia volar, pero vamos, hizo toda su carrera viajando en avión. Lo que pasa es que no estaban conformes con el cartel: querían estar ellos primero. Tampoco vamos a tocar juntos en Costa Rica por esa misma razón. Esa es la verdad.
–Con el que sí vas a tocar es con Steve Adler. Ustedes no fueron compañeros en Guns n’Roses. ¿Es tu amigo?
–Sí, nos conocemos de los clubes. Es un buen tipo, a veces toca como invitado en mi banda. En Los Angeles obligatoriamente terminás conociéndote con todo el mundo. Hay mucha gente como yo, que no está demasiado activa, que edita discos independientes, pero toca en los clubs la música que le gusta. Por ejemplo, en Sunset Boulevard tenés el Whisky A-Go-Go, el Cat Club, el Rainbow, el Viper Room, el Roxy... vas de un lugar a otro y ves tocar a todo el mundo. La cagada es que todo cierra a las 2 de la mañana. No es como Buenos Aires: envidio que allá todo esté abierto hasta la madrugada. Me gusta eso.


Buckcherry se anuncia como la nueva gran cosa

Los herederos

Josh Todd, el cantante de Buckcherry, se parece un poco a Tommy Lee (sobre todo por su cuerpo espigado y cubierto de tatuajes) y a Steven Tyler (por sus movimientos y su rostro, al que sólo le faltan los labios enormes). Su vientre dice “caos” y alguna vez fue modelo de Calvin Klein. Pero siempre quiso ser estrella de rock. La historia de su banda parece sacada de alguna de sus canciones: Josh (nativo de L.A. y surfer, claro) se conoció con el guitarrista Keith Nelson en la casa de su tatuador. A los dos les gustaba Kiss y los Rolling Stones, y decidieron formar una banda. Tomaron el nombre de una travesti que conocían y siempre les pedía cigarrillos. La chica se hacía llamar Buckcherry. “Era encantadora, pero una freak de Hollywood”, recuerda Todd. Para él, ser un freak de Hollywood es fantástico. Tres años después, en 1999, tenían un primer disco: la voz parecía la de Chris Robinson (Black Crowes) con algo de Rod Stewart. La banda sonaba como Guns n’Roses y Aerosmith, pero el guitarrista había escuchado mucho a Angus Young, y se notaba. Los riffs estaban cargados de la sensualidad de los Rolling Stones. Y el productor era nada menos que Steve Jones, ex Sex Pistols, ciudadano de Los Angeles por adopción. El disco llevaba el nombre de la banda y parecía estar destinado a recuperar el rock de estadio, además de la decadencia de sexo, drogas y vida rápida. “Nos gustan los placeres de los que nadie se atreve a hablar”, decía Keith Nelson. Este año, Buckcherry acaba de lanzar un nuevo disco, Time Bomb, y salieron de gira con sus ídolos, AC/DC. Time Bomb no tiene nada que envidiarle al debut: es una brisa de aire fresco en una escena infestada de nü metal malhumorado. Las canciones celebran la vida de fiestas: en el tema “Time Bomb” cantan “la vida son putas y dinero” y más tarde, en “Porno Star”, Joshua Todd se enorgullece del tamaño de su miembro viril. Pero no todo es buena vida en la decadente Los Angeles, y muchos temas recuerdan el lado oscuro de Hollywood. Después de tocar con Aerosmith y Kiss, los Buckcherry parecen destinados a ocupar el lugar de la necesaria banda sucia, glamorosa y decadente que hacía falta. Están en eso.