V8
Y SU LEYENDA METALICA SOBREVIVEN AL TIEMPO
LA
RESISTENCIA, SIEMPRE
La edición
de una caja deluxe que recopila los cuatro discos más un quinto
con rarezas y tomas en vivo, y un tributo de bandas del interior
impulsado por Ricardo Iorio, reavivan –si es que hace falta– el
mito alrededor de la gran banda del metal pesado argentino. A continuación,
amigo/a jevi, una producción que incluye un intento de explicación
al fenómeno de pertenencia, recuerdos y testimonios de los protagonistas.
POR
FERNANDO D’ADDARIO
En el furgón
del tren que une las estaciones Villa Ballester y Zárate,
un sábado a las dos y media de la tarde en el norte profundo
del conurbano, ser (o estar) underground excede las limitaciones
de una declaración de principios. Underground es ese matrimonio
que se baja en Bancalari, cargado de bolsos, piel curtida, mirada
ausente, ayudado por dos bicicletas que, una vez arrancado el tren,
se internan en callecitas y pasadizos sin lógica urbanística
alguna. El aparente desorden edilicio se corrige un
par de estaciones más adelante, en Pacheco, donde un arroyo
y un basural separan a la villa miseria de una ciudad
que parece sacada de otro planeta (pero que está en éste),
cercada por una muralla digna de un regimiento, que apenas disimula
lo que hay dentro: mansiones diseñadas con ciertos parámetros
a la Beverly Hills, canchas de golf, garitas de seguridad.
Desde afuera o desde abajo, en este caso es lo mismo,
Claudio, 15 años, remera de V8 con la inscripción
Un paso más en la batalla, encara su rutina de
todos los sábados a la tarde. Bajar del tren, caminar cuatro
cuadras hacia la izquierda, bordear el barrio cerrado, encontrar
a sus amigos, olvidarse de su trabajo salteado en un corralón
de Benavídez, y escuchar siempre los mismos discos, de los
mismos grupos, mientras apuran los pasos hacia su propio y
siempre postergado debut como banda de heavy metal. Dicen
llamarse Brigadas metálicas, en homenaje a una
de las canciones más famosas de V8. Dicen hacer thrash
sudaca.
Brigadas metálicas fue escrita hace casi veinte
años, cuando ni Claudio ni sus compañeros de grupo
habían nacido. Poco saben de aquellos tiempos. Saben, sin
embargo, que los versos si estás tan cansado de llorar/
éste es el momento de gritar/ que estás sediento de
liberación/ y estás muy lleno de represión
se ajustan con precisión de relojería a su realidad
cotidiana. La analogía no alcanza para justificar la leyenda.
V8 es hoy, catorce años después de su agonía
material, un fantasma que se pasea con éxito por el inconsciente
de miles de pibes pesados. Años y décadas de decadencia
económica mediante, los pibes pesados son hoy muchos más
que en 1982, y el fantasma resulta redituable, tanto que se multiplican
los homenajes y las ediciones póstumas. Entre todos estos
souvenirs sobresale nítidamente Antología, la caja
de cuatro discos que editó el sello Fogón. Incluye
los tres álbumes que editó V8 (Luchando por el metal,
Un paso más en la batalla y El fin de los inicuos) más
un cuarto cd apto para coleccionistas: tiene dos temas inéditos
(Maligno y Voy a enloquecer, este último
versión primitiva del posteriormente evangelizado No
enloqueceré), versiones demo, hasta ahora inconseguibles,
de clásicos del grupo (Vomitando heavy metal
y Asqueroso cansancio predecesores de Tiempos
metálicos y Muy cansado estoy, respectivamente)
y temas en vivo, grabados en Obras (un legendario concierto que
compartieron en 1983 con los españoles Barón Rojo)
y en la rockería Midnight. Acompañan estos discos
una rigurosa reseña histórica escrita por el periodista
Frank Blumetti y testimonios de un combo heterogéneo de allegados
y/o testigos de la banda, desde Eduardo de la Puente hasta Mariskal
Romero, pasando por el Ruso Verea y Quebracho. Una edición
cuidada, fotos hasta ahora desconocidas, sonido remasterizado, en
fin, mucho más de lo que V8 recibió en vida.
Las preguntas son, entonces, dos: ¿por qué pasa esto
con V8 hoy? ¿Qué representó V8 ayer? El primer
interrogante parece más sencillo, porque admite una posible
respuesta a partir de la realidad 2001 y de la perspectiva histórica
del género. La banda que integraron Ricardo Iorio, Beto Zamarbide,
Osvaldo Civile y Gustavo Rowek, entre otros músicos, fue
la piedra fundamental de uno de los ejes por donde transitó
el heavy metal en los 80, 90 y lo que corre de este
siglo. La devoción a la saga V8-HerméticaAlmafuerte
va más allá del culto a la personalidad de Iorio.Representa
un modo de recluirse en el ghetto metálico frente a las
otras maneras de ser heavy, que se reciclan en función
de las variables de consumo de la clase media. V8 es la biblia de
los que asumen ser metaleros como una cuestión de pertenencia
social y un legado de resistencia. En carácter de tales,
defienden la pureza del género de contaminaciones que hoy
podrían encuadrar en el target nü metal. Para los fans
de V8, Limp Bizkit es equiparable a Britney Spears, del mismo modo
que en los 80 el glam metal californiano era asimilable al
pop. La lucha eterna, según parece sigue siendo:
los del palo vs. los caretas. Y no pasarán.
Lo cierto es que el actual juicio crítico sobre las posturas
recalcitrantes de un digamos Ricardo Iorio, cambia de
tono cuando se desanda el tiempo y se llega a 1982. Hoy casi todos
los que tienen que ver con el rock coinciden (desde Daniel Melero
hasta Andrés Giménez de A.N.I.M.A.L.) en ver a V8
como uno de los pilares de la rebeldía rockera. Pero en aquellos
años, los V8, es decir la banda y sus centenares (no miles)
de fans, estaban aislados, eran perseguidos por portación
de rostro, cadena y tacha, y se movían en los márgenes
del ambiente como lobos enjaulados, aunque con la libertad
que sólo otorga la realidad de estar jugados.
Si en los 90 ser alternativo pudo ser una decisión,
en la época de V8 no era más que una situación
impuesta desde la realidad cotidiana. Argentina siempre fue un país
jevi metal.
Los V8 fueron punks sin saberlo. Escribían cosas como: Ya
no creo en nada/ ya no creo en ti/ ya no creo en nadie/ porque nadie
cree en mí/ no dejan pensar/ no dejan crecer/ no dejan mirar/
pero por suerte puedo ver/ que la decisión del juicio final/
será la solución, destrucción (Destrucción,
El Himno Heavy por excelencia), pero no pertenecían a la
intelligentzia punk, ni estaban enterados de que existían
los Dead Kennedys ni los Clash, ni se compraban discos importados
de Londres. Su nihilismo místico, un auténtico invento
argentino, abrevaba musicalmente en Motorhead y Black Sabbath y
se ubicaba temáticamente en la realidad nacional de la dictadura
post-Malvinas y de la primavera alfonsinista, que para ellos, como
para tantos, era una primavera negra. Siguieron, con la desprolijidad
del caso, los pasos naturales del ideario punk: dieron lo mejor
de sí en su primer disco, Luchando por el metal, pésimamente
grabado, peor tocado, plagado de errores, pero inolvidable por su
carga de adrenalina, por su odio y su resentimiento contra el rock
establecido. Su carrera posterior dibujó una fugaz e implacable
pendiente autodestructiva, que tocó fondo (o salió
del abismo, según quien lo interprete) y estalló en
mil pedazos cuando dos de sus integrantes (Zamarbide y Miguel Roldán,
este último reemplazante de Walter Giardino, a su vez reemplazante
de Civile) se redimieron en el evangelismo y pretendieron arrastrar
al resto.
Semejante
espiral de energía inmanejable significó, en su momento,
una brasa ardiente en el rock nacional. V8 estuvo siempre fuera
de foco. Escupió su heavy acelerado, desprolijo y antihippie
en el BA Rock manso y tranquilo de 1982 (con Piero a la cabeza,
más Miguel Cantilo, Raúl Porchetto y demás).
No aggiornó su propuesta en el momento en que tuvo la oportunidad
de hacerlo, cuando Riff, el ala moderada del género, pretendió
mostrarse más presentable y reclutó al blando
Danny Peyronel en los teclados, prometiendo archivar las cadenas.
V8 redobló la apuesta con una atormentada autoafirmación:
Un paso más en la batalla, que a la distancia es valorado
como una suerte de compilado de himnos metálicos (Deseando
destruir y matar, Ideando la fuga, Lanzado
al mundo hoy, entre otros), pero que en su momento no fue
más que un milagro de supervivencia para un grupo diezmado
por los excesos. La grabación de ese disco, que se demoraba
indefinidamente, fue la excusa que dio el marco justo para madrugadas
salvajes en un estudio del Bajo Flores, donde los músicos
descontrolaban las madrugadas y, en los ratos libres, registraban
como podían las canciones. Dos anécdotas, subsidiarias
de la realidad de la banda, abonan el culto a V8. Una de ellas refuerza
ese extraño y caprichoso encanto que emana de los perdedores.
A V8 nunca le fue bien. Y cuando le fue bien, no pudo o no supo
aprovecharlo. Festejó su mejor momento de convocatoria que
coincidió con la primera caída de Riff, en 1983
con un megashow en la cancha de Platense. Por primera vez parecía
que irían a cobrar un buen billete, después de haber
padecido giras en las que se llevaban de caja la equivalencia a
un dólar (sí, un dólar) por show. Bueno, en
Platense todo salió bien, salvo el detalle de que su productor,
José Ben, desapareció con toda la recaudación,
sin pagar ni el alquiler de la cancha, ni las luces, ni el sonido.
La dispersión se agudizó tiempo más tarde,
cuando viajaron a Brasil con diferentes motivaciones. Algunos fueron
a ver Rock in Rio, la cumbre rockera de este lado del mundo con
los héroes del otro lado del planeta (AC/DC, Ozzy Osbourne,
Iron Maiden, etcétera). Otros fueron de colgados que estaban.
Subyacía la fantasía de penetrar en el mercado heavy
brasileño. Algunos paulistas todavía recuerdan las
correrías de los integrantes de V8 en la ciudad de Santos,
y para un puñado de metaleros locales son, todavía
hoy y a la distancia, una banda de culto. Pero a Civile se le enfermó
la mujer y debió trabajar de cualquier cosa para solventar
los gastos, Rowek se enganchó mal con el tema drogas y quedó
varado, y el tándem ZamarbideIorio volvió como
pudo, arruinado y con la banda partida al medio.
Rara paradoja: la pendiente de V8 coincidió con la solidificación
del movimiento (en aquel momento se hablaba del heavy
en esos términos, como si se tratase del peronismo o algo
así). Ellos, sin querer, se habían convertido en el
núcleo de una movida con códigos exclusivos e intransferibles.
De todas las tribus urbanas y suburbanas que más tarde armarían
el rompecabezas cultural del rock masivo en los 90 (rock chabón,
rock estón, punk ramonero), los heavies fueron los primeros
en exponer sus diferencias a partir de la imagen. Patentaron el
uso de remeras con inscripciones de sus bandas favoritas: Iron Maiden,
con su monstruo-emblema, Eddie, llevaba la delantera en las preferencias
metálicas, pero también se multiplicaban las de Judas
Priest, Black Sabbath y Motorhead. Ya por entonces, la portación
de remera implicaba una declaración de principios. Los menos
duros se ponían la de Whitesnake, o la de Scorpions.
De todos modos, a unos y otros los igualaba el insobornable color
negro, y la toma pacífica de lugares clave de la ciudad,
que iban rotando en función de las represalias policiales.
Así, la zona del Obelisco fue copada por los metaleros durante
un tiempo, del mismo modo que un sector del Parque Rivadavia y un
par de galerías de Cabildo y Juramento. En todos esos sitios,
los jevis se juntaban para enterarse de qué pasaba en su
mundo. Circulaban grabaciones piratas, se pasaban casetes, se vendía
o intercambiaba bijouterie pesada, se tomaba vino en cartón
y, fundamentalmente, se establecía una barrera tan clara
como irreversible: de este lado los heavies de verdad, los que iban
a ver bandas como V8, Nepal, Dr Jeckyll, Cerbero, Legión,
agrupados en las llamadas brigadas metálicas
que, más allá de su nombre amenazante, limitaba sus
actividades a la organización de festivales o al simple hecho
de juntarse para ir todos juntos (si era caminando, mejor) a ver
a sus grupos favoritos.
Del otro lado estaban todos los demás: los sucesivos programas
de TV y radio dedicados al rock, desde los ingenuos
Música prohibida para mayores y Música
en libertad hasta más acá en el tiempo
la Rock & Pop (salvo por el Ruso Verea) y la MTV (a excepción
de Headbangers, aunque con las reservas del caso). Los
heavies, en los 80, buscaban en los videobares su música
favorita, y canonizaron lugares inaccesibles para los noheavies,
como el pub Cotorras. La aparición del boliche Halley,
en 1986, subdividió las aguas, y en la otra vereda,
al menos desde ladoctrina de seguridad impuesta por los fans de
V8 y afines, pasaron a estar bandas más glamorosas, como
Hellion, Whisky y LZ2, entre otras, cercanas estéticamente
al heavy americano.
El paso del tiempo, con gente como V8, acelera sus etapas. V8 no
podía sostener
sobre sus hombros lo que había generado. Se disolvió
sin pena de gloria en 1987, después de un concierto para
el olvido y peleas religiosas entre sus integrantes.
El ala evangelista, que renegaba de las viejas letras de furia pesimista,
acusaba a Iorio de tener buenas relaciones con el demonio, y Satán,
se sabe, siempre hace buenas migas con el caos. Cada cual se llevó
las esquirlas que le correspondían. Iorio se autoadjudicó
la herencia mística de la banda, y multiplicó los
panes a través de Hermética. Zamarbide, Roldán
y Adrián Censi (baterista que tuvo un breve paso por el grupo)
continuaron su viaje evangelista en Logos. Rowek integró
Rata Blanca. Civile arrastró el karma loser de V8 a Horcas,
una agrupación que sufrió todo lo que puede sufrir
una banda, inclusive el suicidio de su líder, hace dos años
(ver aparte).
El heavy metal no es lo que era, claro. Ya no hay brigadas metálicas,
las tachas dejaron de integrar el uniforme reglamentario y nadie
habla de movimiento. V8, sin embargo, administra su vigencia con
la tranquilidad de lo inmutable. Como el recorrido de ese tren suburbano,
que en la estación Pacheco permite ver la vida sólo
de dos maneras: lo que está más allá y lo que
está más acá del arroyo y el basural. Claudio
y sus amigos saben (y lo canalizan a través de sus riffs
de thrash sudaca) que su lugar está de este lado.
ROWEK,
EL QUE VOLVIO AL PASADO
Social
mas que musical
Como
baterista de Rata Blanca, Gustavo Rowek llenó estadios,
calentó bailantas y recorrió el continente,
pero todo el mundo lo define como el batero de V8,
aunque eso haya durado menos tiempo y redituado económicamente
casi nada. Rowek carga con orgullo semejante medalla, y de
hecho fue el único sobreviviente del grupo que colaboró
en la Antología. Para involucrarse en el trabajo, debió
volver sobre grabaciones, videos y prensa de la época.
Me recagué de risa, cuenta Gustavo, mientras
ultima detalles del segundo disco de Nativo, su banda actual.
No hubo lugar para la melancolía.
¿Por qué creés que, a esta altura,
sigue habiendo fanáticos de V8?
Es muy sencillo: porque pasó el tiempo y nada
ha cambiado. Antes vivíamos en una dictadura militar,
ahora estamos oprimidos por una dictadura económica.
Por eso la gente sigue identificándose con las consignas.
Esos fueron muchos años de botas sobre la cabeza, y
de una necesidad enorme de gritar un montón de cosas.
Hoy la cosa no es diferente.
¿Qué te parecieron los discos tributo
que se hicieron?
Todo me parece bueno, mientras se haga con corazón
y seriedad. No hay que convertir esto en La vida de Brian
(la película de Terry Gilliam), donde se dividían
entre los seguidores de la sandía y los seguidores
de la sandalia. Todos son productos dignos, aunque esta caja
es la historia real de V8, técnicamente mejorada.
¿Qué cosas te impresionaron al reescuchar
los discos?
La evolución que hay entre el primero y el segundo,
cómo que aun en medio de la peor de las demencias fuimos
siempre para adelante. Una banda plenamente contestataria.
Más social que musical. Y una locura en crecimiento
permanente.
Y de lo musical, ¿con qué te quedás?
V8 estaba inventando el trash sin saberlo. Su influencia
abarca desde grupos como Sepultura (que nos agradece en su
primer disco) hasta los Dead Kennedys. Aunque todo eso se
vio después: en ese momento éramos nosotros
y 200 fisurados.
Hablabas de la evolución del primero al segundo
disco, y sin embargo es el primero, Luchando por el metal,
el que quedó como el clásico.
Más vale... Al primer disco lo considero un himno:
ahí está toda la furia y todo lo que representó
la banda. Es increíble. Lo que pasa es que en el segundo
se experimentó con más cosas. Pero Luchando
por el metal quedó como una consigna histórica.
¿Cuáles fueron los momentos malos?
La verdad es que prefiero acordarme de los buenos. Además,
casi no los hubo: estuvo todo bárbaro hasta que dejó
de funcionar. La propia demencia de V8 fue su destrucción,
que la llevó por un camino del que no había
vuelta atrás. Pero eso también lo llevó
a ser un mito, el ser la banda que llegó para patear
culos. Así se cerraron muchas puertas, pero también
se forjó la leyenda. P.P.
|
CIVILE,
EL QUE SE FUE
Muertos
de hambre
Si
V8 hubiese tenido la mitad de la fama que tiene ahora, ustedes
serían millonarios.
Y encima vos me lo hacés recordar. ¿Querés
que me ponga a llorar? Si me pongo a pensar eso, no puedo
tocar más...
¿Cómo era la escena metálica hace
15 años?
Era
un bardo. No es que hubiera más gente sino que había
menos bandas. Y el público era más heavy, porque
el país era más pesado. En Rafael Castillo subías
al escenario y era agarrarnos a garrotazos todo el tiempo.
Pero había un clima de rebelión por las cosas
que pasaban, por la represión que se vivía.
Nadie se bancaba ninguna. Ponerse una campera de cuero representaba
mucho más que ahora. Nosotros, en medio de eso, éramos
unos boludos.
¿Por qué?
Porque siempre nos cagaron. A V8 le cagaron la vida.
Claro, también nosotros vivíamos todo el tiempo
arruinados y muertos de hambre. Siempre estábamos divididos,
nos mirábamos de costado por los chusmeríos
de los demás. Pensábamos que el de al lado nos
iba a cagar.
¿Cómo fue aquella anécdota en Platense,
cuando el manager se llevó toda la plata de la recaudación
y se fue de vacaciones a Brasil?
Y fue así. El tipo se llevó la guita,
y yo nunca cobré. Pero eso pasaba siempre. Los productores
se sentaban haciéndose los honrados y decían:
Uno para vos, uno para vos, y la bolsa la tenían
encanutada, y nosotros contentos, qué buenos son, y
éramos unos boludos... Igual nos siguen cagando con
cosas que no entendemos, como la publicidad. No digo que todos
sean igual de ladrones. Conozco un par que parecen ser buenos...
pero no están con nosotros.
En la última etapa de la banda se fueron a Brasil.
¿Qué pasó allá?
Venía todo mal por problemas de dinero, yo no
podía vivir tranquilo, exploté y me fui a Santos,
me fui con guita para alquilar, 300 dólares que conseguí
vendiendo mi viola Les Paul, la idea era juntarnos allá
y tocar. Pero eran tiempos muy locos. Los cuatro estábamos
con un montón de gente que, bueno... cuando llegaron
Ricardo y Beto, yo ya no tenía un mango y estaba arruinado.
Ya había pegado la vuelta, de vivir en pensiones y
todo eso. Una mañana me desperté, y Ricardo
y Beto se habían ido. Agarraron todas las pilchas y
se fueron, nos dejaron ahí en pelotas. Yo debía
un mes de alquiler y tuve que vender hasta las botas de cuero.
Extracto
de una entrevista publicada a Osvaldo Civile el 4 de abril
de 1996. Tres años y un par de semanas después,
Civile se quitó la vida, el 29 de abril de 1999.
|
|