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Jueves 27 de Septiembre de 2001

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convivir con virus

Hoy no es un buen día, detesto estar en la cama, me siento expuesta en esta inmovilidad. Nada que inventar, estoy acá, concediendo un plan de ahorro para mi salud futura a cambio de unos cuantos días de incomodidad: una droga nueva que repara el sistema inmunológico. Nada grave tampoco, un poco de fiebre, cierta sensación de cansancio y una lista interminable de probabilidades espantosas. ¿Se parecerá a esto el deterioro? ¿Servirá para algo lo que estoy haciendo? ¿El resto del mundo pensará que voy a morir por unos días de inactividad? ¿Finalmente me veré enferma? ¿Estoy enferma?
No me asusta correr hasta que me falta el aire, hasta que los pulmones empujan las costillas como a chalecos de fuerza, hasta que las rodillas tiemblan, hasta que el límite se presenta como un palo en los dientes que me hace retroceder, de espaldas al piso, el dolor como única certeza. No me da miedo caerme. Creo haber aprendido a ponerme de pie. El problema es lo que queda cuando recupero la altura. Casi siempre, nada de lo que estaba acostumbrada a ver. Igual sigo prefiriendo la caída al lento desdibujarse, a eso sí le temo.
El miedo es como un talismán que llevo olvidado en un bolsillo. Cada tanto lo palpo, reconozco sus bordes, su punzada fría en la palma de la mano. Habitualmente no escucho lo que tiene para decirme. Está ahí, ya lo sé, con su lista de consejos, acarreando la memoria de los desastres posibles como un manojo de escalofríos. Me puede doler mil veces, igual voy a seguir corriendo como una empecinada maratonista para empujar un poco más allá el límite de mi resistencia. ¿Debería escucharlo? Tal vez se callaría con unas pocas concesiones. ¿Cuántas? Es relativo, podría tomarme las pastillas todos los días, por ejemplo, y no escuchar el alarido de la impaciencia por el resultado de los análisis. Es una concesión modesta e ineludible, y sin embargo, nunca llego a cumplir del todo con ella. Parte de la emoción de la carrera está en ese embriagador olvido de saber todo el tiempo quienes somos. Sería agotador componer siempre el mismo personaje. Entonces me voy de viaje de mí, busco otras máscaras en el baúl de los excesos y allá vamos, hasta que me falte el aire. Hay una negociación todavía posible en ese abandono. No quiero vivir mil años, sé que quiero vivir ahora –y un tiempo más, seguro, tengo proyectados al menos unos diez años más, pero parece tan lejos–. Ahora es cuando prefiero seguir arañando los muros de mis límites, hasta construir ese túnel que me lleve del otro lado. El riesgo cero no existe, eso está claro, si escuchara al miedo no debería dejar que sus ojos vayan tallando su nombre en mi corazón como un clavo sobre la madera. ¿Qué va a pasar cuando no esté? Siento la tentación de recoger mis fichas de este tablero y agrupar mis cosas como una refugiada que no puede depositarlas en ningún territorio. Pero me perdería su forma de nombrarme, el mapa de su cuerpo, las curvas que suelo acunar, o besar, el filo de su ironía. ¿Qué va a pasar si sigue estando? ¿Y si la emoción se convierte en una planicie, recta como el horizonte, sin sorpresas? Los miedos desconocidos pueden ser desmesurados. Prefiero seguir masticando los viejos como un chicle sin gusto a un costado de la boca, y en todo caso dejarlo caer cuando la sorpresa me obligue a destrabar las mandíbulas.

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