CRONICA
DE VIAJE POR LA RED FERROVIARIA MAS GRANDE DE ASIA
Las
venas abiertas de la India profunda
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Son 100 mil kilómetros
de vías inauguradas en 1853, recorridas cada día por ¡11 mil trenes!
Un cronista del No se internó en esta interminable ruta, de un país
tan extraño como fascinante. El resultado de su experiencia fue
un eterno peregrinaje sobre rieles, donde la vida transcurre lentamente
y el horizonte es una imagen proyectada en una ventanilla.
TEXTO Y FOTOS: MARIANO BLEJMAN
Te
subís a un tren en India y te das cuenta de que este es un
país grande porque las distancias son grandes, pero sobre
todo porque las distancias son lentas. Primera mirada: el progreso
se mueve de maneras misteriosas. Los indios le han despintado la
puntualidad inglesa a los vagones, cambiaron el té de las
five oclock por unos jarros de brebaje marrón con leche
y lograron, prácticamente, que la Revolución Industrial
se detenga sobre sus propias ruedas. Estas vías dejan estelas
de sangre por el segundo país más poblado de la Tierra.
Mientras veo el horario y el vasto mapa ferroviario, intento descubrir
el andén para Agra, próximo destino.
¿De dónde es usted? me pregunta en la
entrada de la Estación de Nueva Delhi (1) un hombre de bigotes.
De la Argentina le respondo.
Ahh... Maradona... Batistuta... ¡Good!
Estereotipos
de un mundo pequeño. Don bigote sabe de fútbol, pero
ni idea dónde queda el riesgo país. Qué más
da. Yo tampoco conozco de cricket asiático. La gente sube
a los galopes, de prestado, como si el vagón fuera un territorio
que acaban de conquistar. El camino hacia el andén es una
carrera de obstáculos: cajas de cartón, ropa desperdigada,
bolsas y puestos con gente comiendo, acostados en el piso. Una especie
de peregrinación de bultos, pero con agregado humano, como
si llevaran su alma a otra estación. ¿Buscarán
la estación de la esperanza?
Una rupia... pide una niña de tres ojos y pone
su mano en la boca. El tercer ojo no es, por ahora, una deformidad.
Es la mirada del alma.
Voy
a tomar el tren Brahmputra Mail. El vagón es un Sleeping
S4. Las cuatro horas son para recorrer 200 kilómetros. En
Agra(2) está el Taj Mahal, un templo al amor que mandó
hacer un rey, apenado por la muerte de una de sus mujeres. Tardó
50 años en construirlo, trabajaron 20 mil tipos y se convirtió
en el monumento más famoso de la India. El tren por dentro
es azul: recorro un pasillo de cuerpos descalzos, tratando de no
pisarles los dedos. Es un coche-cama, con tres niveles de literas
enfrentadas. Dos mujeres han bajado la del medio para sentarse;
un hombre tiene los pies como Buda sobre su asiento, sin zapatos.
De
tan flaco, choca sus rodillas con la pera cuando se agacha. Se acerca
un hombre de barba con sus manos cerradas y no extiende los dedos
cuando pide unas monedas. No puede. No tiene dedos. Leprosity,
me confiesa un acompañante cuando el tipo se va. Leprosity
hasta las manos. Por el pasillo, sobresalen caras marrones, miradas
negras, pies grises y manos blancas. Colores muertos amontonados.
Llevo un pantalón a cuadritos que compré por cien
rupias (dos pesos) en Delhi (1). Hacia adelante, se ve sólo
una pared sin ventana. Siento manos que me tocan, cada tanto, pidiendo
una rupia u ofreciendo té, galletas o thali (arroz con picante).
Pasan caminado y se paran cuando me ven. Enfrente, tres hombres
conversan en hindi, el idioma más usado de las 14 lenguas
oficiales. Me miran y me saludan con sus dientes blancos y sus terceros
ojos rojos recién pintados de ocre.
Hola, ¿de dónde venís? ¿Hacia
dónde vas? pregunta en inglés.
De Delhi para Agra (2).
Good! exclama con el dedo gordo hacia arriba.
¿De dónde sos? de vuelta.
Sudamérica le digo. Hace como qué
bien con la cabeza y se ríe.
Si hay algo que sobra es tiempo
Voy de Agra (2) para Benarés (3), ciudad sagrada de la India.
En la ventanilla para extranjeros me dicen que no hay más
pasajes. En el bullicio de un gentío dispuesto a todo, un
hombre me ofrece una solución:
Mire, yo conozco una agencia de viajes. Usted paga un poco
más y esta persona le va a conseguir un pasaje. No sé
si me entiende... ¿De dónde es usted? ¿Hace
mucho que está en la India? De la Argentina repito.
Entonces sí que me entiende...
Desconfío
del tipo que tiene su rick-shaw, una moto con techo amarillo y bocina
insoportable, en la estación de Agra (2). Pero saca un cuadernito
y me muestra agradecimientos escritos, de puño y letra, por
dos argentinos. En la agencia de viajes, una señora de ojos
densos me vende un pasaje al doble: en lugar de 4 dólares,
la tarifa es 8. Detalle: el tren no sale de Agra, entonces tengo
que tomar un colectivo hacia otro pueblo y de allí a Benarés,
a orillas del río sagrado Ganges donde van a salvarse del
karma y entrar al Nirvana, tierra de dioses. La terminal de buses
está llena de colectivos con gente que no habla, impregnada
de olor y espíritu adolescente. Los
choferes juran que van a Tundla. 20 kilómetros, una hora.
Otros confiesan que no van, pero que entre igual. Algunos dicen
que tardan tres horas. Otro que llega en media. Estoy por subir
a uno cuando bajan a otro a los golpes. En ése no. Los carteles
son iguales en un hindi de mala caligrafía. Supongo. Un hombre
me escucha gritar Tundla y se acerca a decirme con señas
que va para el mismo lado. Tiene dos bultos inmensos con mercadería
ubicados en el medio de la salida. ¿Su pueblo será
Tundla? Poco importa. Sus bultos no dejan salir a los buses que
pisan el acelerador y sacan el humo por la ventana. Se la pasa corriéndolos
de un lado a otro: esquivando el bulto.
Frente a la terminal en un charco de agua ocaso, una niña
juega con un barquito
de madera. En el medio, un hombre pasa con una bicicarreta llevando
a otro de portafolio negro. El del portafolio le ayuda con el cuerpo
al de la bicicarreta. Salen del pozo. El de los bultos no encuentra
el colectivo correcto. Los buses siguen saliendo y no hay a quién
preguntar. O sea, hay a quién preguntar, pero nadie responde
con exactitud. Es el caos. Una vacas sueltas por ahí ni se
inmutan frente a los bocinazos: parecen sordas. Nadie se preocupa
por apurarse. Si algo sobra en este país es el tiempo, parece.
¡Este va! dice al fin mi socio de aventura y toma
sus bultos.
Una hora de pozos ininterrumpidos para llegar a la oscuridad ensordecedora
e instintiva del acceso a la terminal. El hall central de la Estación
de Tundla parece un recital de la Mona Jiménez antes de que
empiece. ¡Qué suerte! Sólo tengo
que pasar entre una maraña de hombres agolpados en el andén
para esperar cinco horas hasta que venga. Compro una botella de
agua mineral, mientras me pregunto por qué en todas las estaciones
hay hombres durmiendo en el suelo. Encuentro un Waiting Room en
el último andén. Una mujer me pide el pasaporte para
ingresar al lugar, dotado de una silla de madera y una mesa. Del
otro lado, un japonés también espera. También
va para Benarés (3), pero su tren sale dos horas antes. No
entiendo por qué me vendieron un pasaje así, tan difícil,
ni por qué los japoneses siempre llegan antes. Viene el tren
y un niño sube para limpiar el piso. Apoya sus rodillas sobre
el mentón. Usa una hoja de palmera para sacar del medio los
pedazos de galletita y pide unas monedas por su trabajo. Me pregunta
de dónde vengo, si hace mucho que estoy en la India, hacia
dónde voy, qué estoy haciendo y si me gusta la India.
Y sí: me gusta la India. No son preguntas necesitadas de
respuesta. Para las cosas importantes parece no haber tiempo en
un tren, ni en una estación, ni en un viaje. Por más
que dure un día. Vuelve a pedirme unas rupias y me duermo
pensando en eso, mirando mi pantalón con cuadraditos. Dos
mujeres me despiertan con su balbuceo. Piden plata. Sus esperantos
me suenan conocidos: cantan seco y desgarrador. ¿Flamenco?
Serán sus ancestros gitanos. Una de ellas tiene castañuelas,
ojos elegantes y cuello delicado.
¿Van a Benarés? pregunta la cantante.
¿Y de dónde es?
Basta. El tren no va directo, hay que llegar por colectivo. Otro
descubrimiento: los trenes en la India casi nunca van al destino
exacto.
¿Primera vez
en India?
Para llegar desde Mumbai (4)(Bombay), la industria del cine,
hasta Bangalore(5), el polo cibernético asiático,
deben recorrerse 800 kilómetros. El tren
tarda 24 horas y es directo, me aseguran en Victoria Station de
Mumbai (4), ex centro de la colonia inglesa en India. Son las ocho
de la mañana. Compro un libro de Michael Crichton (el de
Jurassic Park), se llama Timeline y cuenta una historia de científicos
que envían personas por distintas dimensiones, como archivos
por Internet. Nada más lejos de este tren, que no traslada
personas ni de vagón y parece demorado en salir del Jurásico.
Un día sobre rieles es suficiente para descubrir la India
profunda, o para terminar de armar el mapa conceptual. Por una vez
saqué los pasajes con tiempo: tengo el asiento más
alto, cerca de los ventiladores y con vista a una familia india
bebé incluido, al que le cambian los pañales cada
cuatro horas. El tren arranca tan lento que podría bajarme
al baño y volver antes que salga. No al sexo antes
del matrimonio, clama un graffiti en una pared de Mumbai (4).
Tres mujeres toman agua de una botella y la tiran por la ventana
al vaciarla. Dos hombres compran una empanaditas de papa sin repulgue,
que llaman somoza. Cada vez que me doy vuelta, otra vez, siento
ojos posándose sobre la nuca. Los mantienen aun cuando los
enfrento. Me
miran. Les devuelvo la mirada, pero se quedan observando. Y así.
Llevo horas de observar plantines cerca de la vía, de contar
los postes de luz y de descubrir el espesor de los durmientes. Ahí
me doy cuenta por qué de mil millones de personas hay 700
que viven en el campo. Algunos campesinos trabajan con hoces y martillos
en inmensas plantaciones cultivadas; otros lo hacen con palas y
picos. Pero escuchan el tren y dejan de darle a la tierra. Miran
con ojos vacíos, como si dejaran escapar la existencia en
cada vagón que no toman. Unas rupias para cambiar de destino.
Me siento junto a la familia india que va para un pueblo intermedio.
¿Qué es un pueblo intermedio? Un hombre vestido de
mujer me toca la mano. Un travesti, pienso. Sí, un travesti
que no ejerce y pide plata. ¿No sex?. Llegan otros/as más.
Saltan pies descalzos y bebés apoyados en el suelo, evitando
maletines encadenados a la baranda.
Hi! grita uno que quiere llamar la atención.
¿De dónde sos?
Argentina le digo sin ganas. No money... no money.
Mueve su cuerpo feminoide de manera bastante grotesca. La familia
de campesinos mira con ojos abiertísimos. Cuando se van,
se comentan con asombro. No hablan inglés. Subo a mi cama
y me duermo con el libro de Crichton en el pecho. Una mano me despierta.
Please me dice. One rupie...
El niño tiene ojos profundos y delineados. Hasta su cadera
es delgado, pero hacia abajo se le ensancha el cuerpo: sus pies
tienen tamaño de elefante. Sus uñas son grandes como
una mano y el ancho de su tobillo es una pelota de básquet.
Me restrego los ojos de nuevo y pienso en un cuento de Cortázar.
La perspectiva parece agrandar al niño hacia abajo, en vez
de disminuirlo. ¿Gigantismo?
De algún modo su deformidad le permite permanecer en este
mundo, al menos estirando la mano. Y si se porta bien el próximo
nacimiento será mejor. Ahí viene otro. Me toca con
su muñón derecho y pide guita con el izquierdo. Quedan
pocas horas para Bangalore (5), voy al baño. No me decido
si entrar a la Letrina occidental (Western Style) o
Letrina común (Asian Style). Las de Western Style
tienen mingitorio. Las otras sólo un agujero donde se ven
las vías y la versión Asian, en este caso, es más
salubre. De vuelta me cruzo con un holandés que ha subido
hace poco. Tiene malaria mosquitera y vuelve a Bangalore para volar
hacia Amsterdam. De flaco, se le salen los pómulos; no tiene
fuerzas ni para acomodar su mochila. Una niña duerme en el
suelo y su padre le cuida la cabeza de los vendedores. Uno de ellos
se queda a mi lado y trata de venderme algo. Se apoya sobre la baranda
con la intenciónde hacerme, una vez más, la seguidilla
de preguntas insufribles. Esta vez me adelanto:
¿De dónde sos? le pregunto.
...India dubita.
¿Es la primera vez que estás en la India? le
digo.
¿Qué...? acerca el oído ante el
ruido de las vías.
Que si primera vez en India...
...
Quiero saber de dónde venís. ¿Dónde
vas? sigo preguntando.
...Voy a Bangalore (5) dice, se rasca la cabeza desconcertado
y se aleja.
Esas preguntas las hacen ellos, me doy cuenta. El tipo se queda
pensando y mira pasar los árboles, uno tras otro. Como si
fuera el tren de la vida sobre rieles que descarrilan y tardan siempre
en llegar. El karma que pesa sobre su conciencia lo lleva a un destino
demasiado confuso como para seguir intentando venderme aunque sea
un poco de su alma. Creo que llegó la hora de bajarme. Ya
terminé de contar los cuadritos de mi pantalón y,
de todos modos, este recorrido errante sobre durmientes despiertos
no me pertenece.
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