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Jueves 22 de Noviembre de 2001

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CRONICA DE VIAJE POR LA RED FERROVIARIA MAS GRANDE DE ASIA

Las venas abiertas de la India profunda

Son 100 mil kilómetros de vías inauguradas en 1853, recorridas cada día por ¡11 mil trenes! Un cronista del No se internó en esta interminable ruta, de un país tan extraño como fascinante. El resultado de su experiencia fue un eterno peregrinaje sobre rieles, donde la vida transcurre lentamente y el horizonte es una imagen proyectada en una ventanilla.

TEXTO Y FOTOS: MARIANO BLEJMAN

Te subís a un tren en India y te das cuenta de que este es un país grande porque las distancias son grandes, pero sobre todo porque las distancias son lentas. Primera mirada: el progreso se mueve de maneras misteriosas. Los indios le han despintado la puntualidad inglesa a los vagones, cambiaron el té de las five o’clock por unos jarros de brebaje marrón con leche y lograron, prácticamente, que la Revolución Industrial se detenga sobre sus propias ruedas. Estas vías dejan estelas de sangre por el segundo país más poblado de la Tierra.
Mientras veo el horario y el vasto mapa ferroviario, intento descubrir el andén para Agra, próximo destino.
–¿De dónde es usted? –me pregunta en la entrada de la Estación de Nueva Delhi (1) un hombre de bigotes.
–De la Argentina –le respondo.
–Ahh... Maradona... Batistuta... ¡Good!
3Estereotipos de un mundo pequeño. Don bigote sabe de fútbol, pero ni idea dónde queda el riesgo país. Qué más da. Yo tampoco conozco de cricket asiático. La gente sube a los galopes, de prestado, como si el vagón fuera un territorio que acaban de conquistar. El camino hacia el andén es una carrera de obstáculos: cajas de cartón, ropa desperdigada, bolsas y puestos con gente comiendo, acostados en el piso. Una especie de peregrinación de bultos, pero con agregado humano, como si llevaran su alma a otra estación. ¿Buscarán la estación de la esperanza?
–Una rupia... –pide una niña de tres ojos y pone su mano en la boca. El tercer ojo no es, por ahora, una deformidad. Es la mirada del alma.
4Voy a tomar el tren Brahmputra Mail. El vagón es un Sleeping S4. Las cuatro horas son para recorrer 200 kilómetros. En Agra(2) está el Taj Mahal, un templo al amor que mandó hacer un rey, apenado por la muerte de una de sus mujeres. Tardó 50 años en construirlo, trabajaron 20 mil tipos y se convirtió en el monumento más famoso de la India. El tren por dentro es azul: recorro un pasillo de cuerpos descalzos, tratando de no pisarles los dedos. Es un coche-cama, con tres niveles de literas enfrentadas. Dos mujeres han bajado la del medio para sentarse; un hombre tiene los pies como Buda sobre su asiento, sin zapatos. De tan flaco, choca sus rodillas con la pera cuando se agacha. Se acerca un hombre de barba con sus manos cerradas y no extiende los dedos cuando pide unas monedas. No puede. No tiene dedos. “Leprosity”, me confiesa un acompañante cuando el tipo se va. “Leprosity” hasta las manos. Por el pasillo, sobresalen caras marrones, miradas negras, pies grises y manos blancas. Colores muertos amontonados. Llevo un pantalón a cuadritos que compré por cien rupias (dos pesos) en Delhi (1). Hacia adelante, se ve sólo una pared sin ventana. Siento manos que me tocan, cada tanto, pidiendo una rupia u ofreciendo té, galletas o thali (arroz con picante). Pasan caminado y se paran cuando me ven. Enfrente, tres hombres conversan en hindi, el idioma más usado de las 14 lenguas oficiales. Me miran y me saludan con sus dientes blancos y sus terceros ojos rojos recién pintados de ocre.
–Hola, ¿de dónde venís? ¿Hacia dónde vas? –pregunta en inglés.
–De Delhi para Agra (2).
–Good! –exclama con el dedo gordo hacia arriba.
–¿De dónde sos? –de vuelta.
–Sudamérica –le digo. Hace como “qué bien” con la cabeza y se ríe.
Si hay algo que sobra es tiempo
Voy de Agra (2) para Benarés (3), ciudad sagrada de la India. En la ventanilla para extranjeros me dicen que no hay más pasajes. En el bullicio de un gentío dispuesto a todo, un hombre me ofrece una solución:
–Mire, yo conozco una agencia de viajes. Usted paga un poco más y esta persona le va a conseguir un pasaje. No sé si me entiende... ¿De dónde es usted? ¿Hace mucho que está en la India? –De la Argentina –repito.
–Entonces sí que me entiende...
3Desconfío del tipo que tiene su rick-shaw, una moto con techo amarillo y bocina insoportable, en la estación de Agra (2). Pero saca un cuadernito y me muestra agradecimientos escritos, de puño y letra, por dos argentinos. En la agencia de viajes, una señora de ojos densos me vende un pasaje al doble: en lugar de 4 dólares, la tarifa es 8. Detalle: el tren no sale de Agra, entonces tengo que tomar un colectivo hacia otro pueblo y de allí a Benarés, a orillas del río sagrado Ganges donde van a salvarse del karma y entrar al Nirvana, tierra de dioses. La terminal de buses está llena de colectivos con gente que no habla, impregnada de olor y espíritu adolescente. 2Los choferes juran que van a Tundla. 20 kilómetros, una hora. Otros confiesan que no van, pero que entre igual. Algunos dicen que tardan tres horas. Otro que llega en media. Estoy por subir a uno cuando bajan a otro a los golpes. En ése no. Los carteles son iguales en un hindi de mala caligrafía. Supongo. Un hombre me escucha gritar Tundla y se acerca a decirme –con señas– que va para el mismo lado. Tiene dos bultos inmensos con mercadería ubicados en el medio de la salida. ¿Su pueblo será Tundla? Poco importa. Sus bultos no dejan salir a los buses que pisan el acelerador y sacan el humo por la ventana. Se la pasa corriéndolos de un lado a otro: esquivando el bulto.
Frente a la terminal en un charco de agua ocaso, una niña juega con un barquito de madera. En el medio, un hombre pasa con una bicicarreta llevando a otro de portafolio negro. El del portafolio le ayuda con el cuerpo al de la bicicarreta. Salen del pozo. El de los bultos no encuentra el colectivo correcto. Los buses siguen saliendo y no hay a quién preguntar. O sea, hay a quién preguntar, pero nadie responde con exactitud. Es el caos. Una vacas sueltas por ahí ni se inmutan frente a los bocinazos: parecen sordas. Nadie se preocupa por apurarse. Si algo sobra en este país es el tiempo, parece.
–¡Este va! –dice al fin mi socio de aventura y toma sus bultos.
Una hora de pozos ininterrumpidos para llegar a la oscuridad ensordecedora e instintiva del acceso a la terminal. El hall central de la Estación de Tundla parece un recital de la Mona Jiménez antes de que empiece. ¡Qué suerte! Sólo tengo que pasar entre una maraña de hombres agolpados en el andén para esperar cinco horas hasta que venga. Compro una botella de agua mineral, mientras me pregunto por qué en todas las estaciones hay hombres durmiendo en el suelo. Encuentro un Waiting Room en el último andén. Una mujer me pide el pasaporte para ingresar al lugar, dotado de una silla de madera y una mesa. Del otro lado, un japonés también espera. También va para Benarés (3), pero su tren sale dos horas antes. No entiendo por qué me vendieron un pasaje así, tan difícil, ni por qué los japoneses siempre llegan antes. Viene el tren y un niño sube para limpiar el piso. Apoya sus rodillas sobre el mentón. Usa una hoja de palmera para sacar del medio los pedazos de galletita y pide unas monedas por su trabajo. Me pregunta de dónde vengo, si hace mucho que estoy en la India, hacia dónde voy, qué estoy haciendo y si me gusta la India. Y sí: me gusta la India. No son preguntas necesitadas de respuesta. Para las cosas importantes parece no haber tiempo en un tren, ni en una estación, ni en un viaje. Por más que dure un día. Vuelve a pedirme unas rupias y me duermo pensando en eso, mirando mi pantalón con cuadraditos. Dos mujeres me despiertan con su balbuceo. Piden plata. Sus esperantos me suenan conocidos: cantan seco y desgarrador. ¿Flamenco? Serán sus ancestros gitanos. Una de ellas tiene castañuelas, ojos elegantes y cuello delicado.
–¿Van a Benarés? –pregunta la cantante–. ¿Y de dónde es?
Basta. El tren no va directo, hay que llegar por colectivo. Otro descubrimiento: los trenes en la India casi nunca van al destino exacto.

¿Primera vez en India?
Para llegar desde Mumbai (4)(Bombay), la industria del cine, hasta Bangalore(5), el polo cibernético asiático, deben recorrerse 800 kilómetros. El tren tarda 24 horas y es directo, me aseguran en Victoria Station de Mumbai (4), ex centro de la colonia inglesa en India. Son las ocho de la mañana. Compro un libro de Michael Crichton (el de Jurassic Park), se llama Timeline y cuenta una historia de científicos que envían personas por distintas dimensiones, como archivos por Internet. Nada más lejos de este tren, que no traslada personas ni de vagón y parece demorado en salir del Jurásico. Un día sobre rieles es suficiente para descubrir la India profunda, o para terminar de armar el mapa conceptual. Por una vez saqué los pasajes con tiempo: tengo el asiento más alto, cerca de los ventiladores y con vista a una familia india bebé incluido, al que le cambian los pañales cada cuatro horas. El tren arranca tan lento que podría bajarme al baño y volver antes que salga. “No al sexo antes del matrimonio”, clama un graffiti en una pared de Mumbai (4). Tres mujeres toman agua de una botella y la tiran por la ventana al vaciarla. Dos hombres compran una empanaditas de papa sin repulgue, que llaman somoza. Cada vez que me doy vuelta, otra vez, siento ojos posándose sobre la nuca. Los mantienen aun cuando los enfrento. Me miran. Les devuelvo la mirada, pero se quedan observando. Y así. Llevo horas de observar plantines cerca de la vía, de contar los postes de luz y de descubrir el espesor de los durmientes. Ahí me doy cuenta por qué de mil millones de personas hay 700 que viven en el campo. Algunos campesinos trabajan con hoces y martillos en inmensas plantaciones cultivadas; otros lo hacen con palas y picos. Pero escuchan el tren y dejan de darle a la tierra. Miran con ojos vacíos, como si dejaran escapar la existencia en cada vagón que no toman. Unas rupias para cambiar de destino. Me siento junto a la familia india que va para un pueblo intermedio. ¿Qué es un pueblo intermedio? Un hombre vestido de mujer me toca la mano. Un travesti, pienso. Sí, un travesti que no ejerce y pide plata. ¿No sex?. Llegan otros/as más. Saltan pies descalzos y bebés apoyados en el suelo, evitando maletines encadenados a la baranda.
–Hi! –grita uno que quiere llamar la atención–. ¿De dónde sos?
–Argentina –le digo sin ganas–. No money... no money.
Mueve su cuerpo feminoide de manera bastante grotesca. La familia de campesinos mira con ojos abiertísimos. Cuando se van, se comentan con asombro. No hablan inglés. Subo a mi cama y me duermo con el libro de Crichton en el pecho. Una mano me despierta.
–Please –me dice–. One rupie...
El niño tiene ojos profundos y delineados. Hasta su cadera es delgado, pero hacia abajo se le ensancha el cuerpo: sus pies tienen tamaño de elefante. Sus uñas son grandes como una mano y el ancho de su tobillo es una pelota de básquet. Me restrego los ojos de nuevo y pienso en un cuento de Cortázar. La perspectiva parece agrandar al niño hacia abajo, en vez de disminuirlo. ¿Gigantismo? De algún modo su deformidad le permite permanecer en este mundo, al menos estirando la mano. Y si se porta bien el próximo nacimiento será mejor. Ahí viene otro. Me toca con su muñón derecho y pide guita con el izquierdo. Quedan pocas horas para Bangalore (5), voy al baño. No me decido si entrar a la “Letrina occidental” (Western Style) o “Letrina común” (Asian Style). Las de Western Style tienen mingitorio. Las otras sólo un agujero donde se ven las vías y la versión Asian, en este caso, es más salubre. De vuelta me cruzo con un holandés que ha subido hace poco. Tiene malaria mosquitera y vuelve a Bangalore para volar hacia Amsterdam. De flaco, se le salen los pómulos; no tiene fuerzas ni para acomodar su mochila. Una niña duerme en el suelo y su padre le cuida la cabeza de los vendedores. Uno de ellos se queda a mi lado y trata de venderme algo. Se apoya sobre la baranda con la intenciónde hacerme, una vez más, la seguidilla de preguntas insufribles. Esta vez me adelanto:
–¿De dónde sos? –le pregunto.
–...India –dubita.
–¿Es la primera vez que estás en la India? –le digo.
–¿Qué...? –acerca el oído ante el ruido de las vías.
–Que si primera vez en India...
–...
–Quiero saber de dónde venís. ¿Dónde vas? –sigo preguntando.
–...Voy a Bangalore (5) –dice, se rasca la cabeza desconcertado y se aleja.
Esas preguntas las hacen ellos, me doy cuenta. El tipo se queda pensando y mira pasar los árboles, uno tras otro. Como si fuera el tren de la vida sobre rieles que descarrilan y tardan siempre en llegar. El karma que pesa sobre su conciencia lo lleva a un destino demasiado confuso como para seguir intentando venderme aunque sea un poco de su alma. Creo que llegó la hora de bajarme. Ya terminé de contar los cuadritos de mi pantalón y, de todos modos, este recorrido errante sobre durmientes despiertos no me pertenece.