El
calendario cumple, implacable, con sus ritos. El sábado es primero
de diciembre y las convenciones internacionales dicen que es el Día
Mundial del Sida. Hay días para todo, no hay por qué asombrarse
de que haya uno consagrado a este virus moderno, casi todos los males
tienen sus veinticuatro horas de concientización internacional
y si la fórmula se repite es porque de alguna manera tiene sentido
hacer visible un tema, aun espasmódicamente. Desde mañana,
según lo anunciado por el Ministerio de Salud, los edificios
públicos estarán engalanados con cintas rojas, aunque
la mitad más uno no entienda por qué. Desde mañana
las radios buscarán testimonios estremecedores y vitales de pacientes
que luchen contra el sida, como si estuviéramos envueltos
en algún tipo de juego de guerra. No es un día feliz,
de eso estoy segura. No al menos en estas coordenadas estrechas de ajuste,
recesión, incertidumbre, falta de entrega de medicamentos vitales,
entrega fraccionada o de dudosa calidad. No cuando en el Senado nacional
se planea obligar a las embarazadas a hacerse el test de vih compulsivamente
en lugar de apelar a la conciencia, a la prevención y a la educación
de las mujeres. Mujeres que en muchos casos apenas pueden decidir cuándo
y cuántos hijos quieren tener y encima son tratadas como incubadoras
ambulantes de niños por nacer. Y no cuando la actividad más
importante que se plantea desde las personas que viven con vih es una
marcha de barbijos. Está bien, es el consenso al que se llegó
entre las distintas organizaciones y quienes se agrupan en la red de
personas viviendo con vih, hasta puede ser mejor que decenas de pequeños
actos diferentes, como suele suceder. Pero ¿barbijos? ¿nadie
pensó en cómo se imprime ese símbolo en el imaginario?
¿de qué se supone que nos protege ese barbijo? ¿o
acaso estamos protegiendo a alguien más de nosotros mismos? Habrá
barbijos para todos, dice un mail como quien asegura vasos de
cerveza para todos, forros para todos, entradas para todos, qué
sé yo, algo que queremos todos. Y no se me ocurre a quién
le puede interesar un barbijo. Convengamos que si se trata de proteger
la identidad de los que se manifestarán desde las once de la
mañana frente al Ministerio de Salud, el barbijo no es lo más
efectivo. Además, que te vean en esa manifestación no
tiene por qué querer decir que tenés sida o vih, podrías
ser una persona que ejerce su ciudadanía y que entendió,
como se viene repitiendo desde hace rato, que el sida es un problema
de todos. Puede ser que aun eso esté mal visto, pero optar por
ocultarse es, al menos, poner barreras tangibles entre unos y otros
los que lo tienen y los que no, contribuir desde lo simbólico
a ser considerados enfermos y de paso expulsar a los que pasaban por
allí y a lo mejor querían sumarse a un reclamo justo por
el derecho a la vida, que es en definitiva lo que se reclama. Quienes
no hayan recibido el mail no tienen por qué saber que hay barbijos
para todos. La comunidad afectada por el sida..., dicen
los convocantes, echando por tierra que la comunidad afectada es el
mundo entero ¿O hay alguien que pueda zafar de la necesidad del
forro más tarde o más temprano? ¿Alguien que no
haya temblado de pánico por algún descuido o accidente?
¿Alguien exento de enamorarse de otro que sí tenga el
virus? No es un día feliz, no hay nada que festejar, y aunque
adhiero al reclamo por nuestros derechos y seguramente esté en
esa marcha, del barbijo, ni hablar.
marta
dillon
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