Limpieza
étnica
en Los Angeles
Cine
Hay un lugar en el mundo donde el personal de
limpieza latino reclama un aumento de sueldo del 25 por ciento y lo
consigue: Los Angeles. Y precisamente en esa lucha gremial Ken Loach
ambienta Pan y rosas, la película con la que vuelve en su mejor
forma y con una de las escenas más intensas del cine en mucho
tiempo.
POR
HORACIO BERNADES
Es
factible que el nombre de Campaña de Justicia para el Personal
de Limpieza suene poco épico y hasta risueño, pero
lo cierto es que los trabajadores del trapo y el escurridor vienen librando,
en los últimos años, una de las más persistentes
batallas por sus derechos. No en la Argentina del déficit cero,
donde lo único que se reclama es trabajo, sino en Los Angeles,
donde esa poco jerarquizada tarea suele estar a cargo de latinos. Y
la están ganando: hace sólo unos meses, el Sindicato de
Empleados de Limpieza logró una suba del 25 por ciento en el
salario de sus representados, después de que, en los reaganianos
80, éstos alcanzaran su piso más bajo.
¿A quién podía ocurrírsele que esa batalla
aparentemente insignificante merecía una película? Sí,
a Ken Loach, posiblemente el único cineasta que a esta altura
sigue creyendo en la lucha de clases, no importa dónde se produzca
ni qué tamaño tenga. Antiposmoderno por excelencia, para
Loach siempre hubo, hay y habrá explotadores y explotados, ya
se trate de albañiles africanos (como en Riff-Raff), desocupados
de Manchester (en Como caídos del cielo), madres laboralmente
inestables (Ladybird Ladybird) o entrenadores escoceses de fútbol
amateur (Mi nombre es lo único que tengo).
Hasta hace unos años, el thatcherismo y sus secuelas tenían
a Loach demasiado ocupado puertas adentro como para mirar más
allá de las islas británicas, pero por alguna razón
los hispanohablantes comenzaron a ganar lugar dentro de su cine. Tal
vez tenga que ver con su decepción con el Partido Laborista,
que lo llevó a desafiliarse tras larga militancia, o cierto espíritu
quijotesco que lo lleva a preferir las causas perdidas. Lo cierto es
que ya en Ladybird Ladybird (1994) aparecía un inmigrante paraguayo
en Londres, y enseguida el hombre se embarcó en sucesivos viajes
hasta la Guerra Civil Española (Tierra y libertad, 1995) y la
Nicaragua del sandinismo (La canción de Carla, 1996). Lo hizo
con fortuna diversa. Mientras que en Tierra y libertad logró
sacar a la luz una sangrienta interna dentro del bando republicano,
en La canción de Carla alcanzó el punto más bajo
de su filmografía, convirtiéndose durante hora y media
en lo que nunca fue: un gringo bien pensante, iluso y maniqueo.
Con ese antecedente, era lógico abrigar reparos ante su nueva
excursión a terra incognita: el mundo del personal de limpieza
de origen latino en Estados Unidos. Basta ver Pan y rosas, que el año
pasado fue parte de la competencia del Festival de Cannes y en las próximas
semanas se estrenará en Buenos Aires, para suspirar aliviados:
Ken Loach ha vuelto por sus fueros.
LA
DIFERENCIA ES EL ESTILO
La certeza
de que el mejor Loach está de vuelta se hace presente ya frente
a las primeras imágenes de Pan y rosas. Allí, la cámara
es uno más del grupo de inmigrantes ilegales que intenta abrirse
paso en la ribera del río Grande, titubeando, resbalando y cayendo,
mientras en el off se oyen jadeos y pies que se arrastran. De entrada
nomás, y por medio de una infrecuente impresión de realidad,
Loach logra meter al espectador dentro de lo que está contando.
Sensación que se mantendrá, como un cable vivo, a lo largo
de toda la película.
La capacidad de Loach para involucrar al espectador es de toda la vida
y no depende de ninguna apelación demagógica sino de un
consumado trabajo con la forma cinematográfica, factor que curiosamente
tiende a ignorarse cuando se analiza su cine. En verdad, es el propio
Loach el primero en ignorarlo. Quizás por simple modestia o por
la artimaña retórica, típicamente anglosajona,
de quien esconde lo que más le importa, a este señor sesentón,
de eternos anteojos y aspecto tan común como sus propias películas,
no se le puede hacer hablar de otra cosa que del contenido de sus películas.
Lo alarmante es que cronistas y reseñadores pisen el palito y
tiendan a dar cuenta de su cine sólo en función de contenidos,
como si películas y declaraciones fuera de cámara fueran
la misma cosa. En el caso de Loach, unas y otras no podría ser
más distintas. Cuando habla, no va más allá del
sentido común progre. Cuando filma, no se parece a nadie. La
diferencia es el estilo.
LOACH,
EL FORMALISTA
Loach, en cuyas películas muchos creen ver algo así
como un grado cero de la escritura cinematográfica,
es dueño de un estilo tan pulido y sofisticado como inconfundible
y, sin duda, único. ¿Acaso algún otro puede filmar
una asamblea política con la sensación de inmediatez y
la intensidad que transmite aquel famoso y largo debate entre campesinos
de Tierra y libertad? O la batalla campal de la protagonista de Ladybird
Ladybird para evitar que le quiten a sus hijos, la invasión de
morada de unos matones en Como caídos del cielo, el bochorno
público de una cantante desafinada en Riff -Raff, e incluso la
defensa que el colectivero hace de una pasajera sin boleto en la escena
inicial de La canción de Carla, el mejor momento de su peor película.
Todas esas cualidades, presentes en su cine desde una fecha tan temprana
como 1966 (cuando filmó, para televisión, el que tal vez
sea su film fundacional, Cathy Comes Home) reaparecen con la vividez
de siempre en Pan y rosas. El guión, escrito una vez más
por Paul Laverty (el mismo de La canción de Carla y Mi nombre
es todo lo que tengo), podría haber servido para una versión
año 2000 de Norma Rae. Con la única diferencia que, en
lugar de la insoportable Sally Field, aquí aparece la llamativa
debutante Pilar Padilla. Una vez establecida en Los Angeles y tras conchabarse
en una firma de limpieza, Maya, inmigrante ilegal cuya capacidad de
no ceder parece marcada ya por el propio nombre, pasa de la apolitización
a la gradual toma de conciencia. Lo hace de la mano de Sam, esclarecido
militante sindical de clase media (Adrien Brody, protagonista de El
verano de Sam, de Spike Lee). Se une a la lucha de sus pares y todos
juntos logran la concesión de derechos laborales mínimos
por parte de sus patrones. Punto final para el guión. Ahí
empieza lo que importa: lo que Loach hace con él.
Una vez que él y los actores tienen incorporadas las líneas
básicas del guión, lo hace a un lado y comienza a trabajar
las escenas con una técnica muy específica, consistente
en que cada actor nunca sepa del todo la parte del otro (si la sabe
demasiado, Loach se ocupa de cambiarla sobre la marcha). En Pan y rosas,
esto da por resultado que, en la escena en la que Maya ve a Sam escapando
de un grupo de vigilantes como si se tratara de Buster Keaton en una
película muda, el rostro de ella transmita la misma mezcla de
sorpresa, desconcierto, perplejidad y simpatía que en ese momento
experimenta el espectador.
EL
ACTOR Y LA CAMARA
Este
modo de trabajo, sumado a la frecuente recurrencia a actores no profesionales
(Pan y rosas está llena de auténticos limpiadores
y militantes sindicales) y al hecho de que éstos no trabajen
para la cámara, como ocurre en el cine normal, sino
exactamente al contrario, da a cada escena una cualidad inimitable.
En Pan y rosas, el resultado de este estilo de trabajo se aprecia en
plenitud, sobre todo en una escena antológica que tiene lugar
sobre el final de la película. Allí, Maya va a encarar
a su hermana Rosa (Elpidia Carrillo, en el papel de su vida) por cierta
grave trastada que ésta cometió. Sin embargo, el peso
dramático de la escena invierte su sentido, cuando Rosa, en medio
de un estallido de violencia emocional con pocos precedentes en cine,
le grita a Maya las razones por las cuales hizo lo que hizo. Allí,
Loach filma a la actriz en tiempo real, prácticamente sin cortes,
permitiendo que el estado de emoción violenta bajo el que se
halla no pare de crecer, llevándose todo por delante y la cámara
también. Es tal la identificación entre actriz y personaje,
que resulta imposible establecer dónde termina una y empieza
la otra. De paso, el cineasta demuestra allí que quienes lo acusan
de dogmático pecan de ligereza: pocas veces se vio a un personaje
cinematográfico pasar, con semejante fluidez y brutalidad, de
lo despreciable a lo heroico, de la cobardía a la grandeza de
espíritu. Aquí, Loach hace realidad el credo de Jean Renoir,
quien aspiraba a que en sus películas cada uno tuviera sus razones.
Y todo, en una sola escena.