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Justicia

Un país normal

La nulidad de las leyes de punto final y obediencia debida abrió el camino para reanudar el juzgamiento a los responsables de violaciones sistemáticas de derechos humanos.

Por Horacio Verbitsky

La mejor noticia que este diario publicó en sus catorce años fue la nulidad de las leyes de punto final y de obediencia debida, que el juez federal Gabriel Cavallo declaró hace dos meses. Esta decisión abre el camino para reanudar el juzgamiento de las violaciones masivas y sistemáticas de los derechos fundamentales, a la vida, a la libertad, a la integridad física, al debido proceso, cometidos desde el aparato estatal en la década de 1970.
Al concluir la dictadura, el juicio a los nueve integrantes de las primeras juntas militares transmitió un mensaje alentador a la sociedad: ya nadie volverá a estar por encima de la ley, todos deberán rendir cuentas por sus actos. Pero las leyes de punto final y de obediencia debida y luego los decretos de indulto borraron ese efecto. Sobre todo porque fueron obtenidos bajo el chantaje de los alzamientos carapintada. A partir de entonces, la impunidad se fue extendiendo como una mancha, que penetró en todos los intersticios de la sociedad y contaminó al conjunto de las instituciones. El crimen paga, fue la conclusión inevitable.
La sociedad nunca se resignó a las imposiciones que le exigieron cerrar rápido y mal ese capítulo trágico de nuestra historia. A partir de los organismos de derechos humanos, esa actitud se fue propagando al resto. Ese firme repudio de la sociedad permitió el rechazo judicial primero y la nulidad legislativa después de la ley de autoamnistía con que la última junta quiso cubrir su retirada. Fue también el sustento para la decisión política de sentar en el banquillo a Videla, Massera & Cía. Cuando los ex presidentes Alfonsín y Menem suscribieron sus capitulaciones de olvido y perdón, el 70 por ciento de la población las rechazó, según los sondeos de la época. La década larga transcurrida desde entonces no hizo más que agrandar ese rechazo. La decisión del juez Cavallo fue aprobada por ocho de cada diez personas consultadas. De no ser así no hubiera recibido el juez Baltasar Garzón la cantidad de testimonios y documentos que le permitió reanudar en España lo que se había interrumpido aquí, ni hubieran avanzado en el país los juicios por el robo de bebés y por el establecimiento de la verdad histórica. Tampoco hubieran sido posibles las gigantescas movilizaciones populares de 1996 y 2001, en el 20º y el 25º aniversario del golpe militar, de una magnitud y diversidad que ningún otro tema convoca.
Este no es el tema central de interés de la sociedad y la nulidad de esas leyes no constituye el remedio para todos los males de nuestra democracia. Transcurrido un cuarto de siglo del último golpe militar, las urgencias cotidianas son otras: el desempleo, la pobreza extrema de muchos y la riqueza extrema de pocos, la corrupción, las diversas formas de inseguridad. Pero cuando se puede opinar sobre este punto, la respuesta social no es equívoca. El pueblo argentino no acepta la impunidad.
El camino abierto por la decisión de Cavallo conduce hacia la transformación de la Argentina en un país normal. Como Francia, donde acaba de ser condenado Alois Brunner por su responsabilidad en la deportación de miles de niños franceses hacia campos de concentración en Alemania. Como Italia, que procesó y condenó hace unos años a Erich Priebke por la masacre de las Fosas Ardeatinas cometida medio siglo atrás. Como la propia Alemania, donde siguen siendo llevados ante la Justicia los autores de crímenes atroces ocurridos bajo el nazismo. Esto no produce malestar en las Fuerzas Armadas, crisis políticas ni inestabilidad en los mercados. Tal camino recién dejará de recorrerse cuando muera el último de los contemporáneos del terrorismo de Estado. Esta resolución judicial se refiere a hechos del pasado, pero se proyecta hacia el futuro. Una sociedad que renuncia a enjuiciar los crímenes más atroces cometidos en toda su historia, carece de legitimidad y de nervio para castigar los delitos menores que, en comparación con aquéllos, son todos los demás, y se condena a vivir bajo el imperio de la arbitrariedad y la prepotencia.

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