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Policía y sociedad

Una sana desconfianza

El atentado a la AMIA, el caso Cabezas, el asalto al banco de Ramallo fueron algunos episodios que sembraron desconfianza en �la historial oficial� de la Policía. Esa cautela es el primer paso para un cambio en la dinámica entre derechos civiles y seguridad.

Por Raúl Kollmann

La verdad policial no es verdad hasta que me convenza. Esa es la buena noticia. Ya no se digieren los informes prolijitos que cerraban todos los casos casi con un moño.
El atentado contra la AMIA fue hecho con una camioneta trucha, o sea con partes robadas. ¿Qué papel jugaron los policías? Protegían al que armaba las camionetas y eran prácticamente socios del negocio. Además, pesa sobre ellos la acusación de haberse llevado la camioneta para entregarla a los terroristas. La verdad policial quedó hecha trizas: se empezó a mirar en serio lo que había detrás. Esa fue, pese a todo, una buena noticia.
El segundo escalón estuvo en el asesinato de José Luis Cabezas. La ridícula verdad policial apuntó al grupo de Pepita la Pistolera, una serie de ex presidiarios, regentes de prostíbulos y mercaderes de autos robados. Pero ya la gente había aprendido la lección de la AMIA y empezaba a mirar más allá. Al final, el crimen de Cabezas fue obra de un policía, Gustavo Prellezo, cuatro ladrones contratados por ese uniformado, que además los había llevado y traído de la costa, les dio alojamiento y, con los comisarios de la zona, establecieron la zona liberada para secuestrar y asesinar a Cabezas.
Las profanaciones de tumbas ya dejaron de ser obra exclusiva de militantes nazis. La gente aprendió a mirar más allá y se descubre el rastro de las internas policiales y los marginales contratados por comisarios para pintar esvásticas en los cementerios. Las profanaciones –se sabe ahora– han sido siempre parte de una interna entre uniformados.
El ciudadano sale de un banco y lo asaltan. Ya no cree en las casualidades. Indaga sobre la “entrega” desde adentro del banco y la “zona liberada” que les compran los delincuentes a los policías.
El asalto al banco de Ramallo no es un enfrentamiento entre el mal, por un lado, y la ley y el orden, por otro. La banda que aparentemente estaba integrada por tres individuos resultó ser de once, varios de ellos policías. Los disparos a quemarropa no fueron “una valiente acción contra la delincuencia” sino una masacre escandalosa provocada por la ineptitud criminal de los que dirigieron el operativo. De paso, acallaron a ladrones y rehenes.
La muerte de la madre que en Talar de Pacheco quedó en medio de un tiroteo, con su bebé en brazos, ya no se “esclareció”, sin más trámite, como un asesinato de los delincuentes. El disparo que mató a la mujer fue de un policía y no con el arma reglamentaria sino con otra, “un arma perro”, que después se encontró en la casa del uniformado.
En el secuestro del panadero Angel Dolza, aquel que se ganó el Quini 6, también apareció el policía de la banda, como aparecen uniformados en casi todos los casos de secuestro en la Argentina.
Un veterano policía retirado cuenta la siguiente historia: “Durante el Proceso, acompañábamos a los del Ejército en los operativos. Había que esperar durante horas en la esquina de la casa de algún supuesto guerrillero. Encima, uno tenía que estar despierto y valiente. Ahí fue que empezamos a consumir cocaína. Después entrábamos en la casa y nos quedábamos, como botín, con la mitad de lo que había. En otras palabras, no éramos una organización jerárquica para combatir el delito sino una banda de cómplices, drogadictos y ladrones. De esa época vienen, además, los acuerdos de venta de cocaína”. La gente ya lo sabe: nadie se cree aquello de “la lucha contra el flagelo de la droga hasta las últimas consecuencias”.
No faltará quien argumente que todo lo enumerado son malas noticias. No. Las malas noticias ya estaban. Lo nuevo es que la gente ahora no compra el paquete policial, con moñito, sin mirar detenidamente lo que hay adentro. Y ése es el primer paso hacia el cambio. La experiencia mundial indica que la cuestión de seguridad sólo evoluciona favorablemente –como en Estados Unidos– cuando baja el índice de desempleo, pero además con una policía limpia, tecnificada, profesional, bien entrenada y mejor pagada. Con la tecnología de hoy, los casos no se solucionan mayoritariamente a balazos sino con una arrasadora cantidad de pruebas surgidas de la inteligencia, la química y la informática. Y buena parte de los delitos se previenen con mapas inteligentes, estrategias penitenciarias de recuperación y una política social orientada a sacar del marasmo a las zonas de riesgo.
Con mucho sufrimiento y dolor, adquirimos la desconfianza en los últimos años. No nos creemos nada. Es una buena noticia, porque sirve para exigir algo distinto.

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