Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH LAS/12

Universidad Popular Madres de Plaza de Mayo

HORACIO GONZALEZ
La experiencia instauradora: Un año de trabajo en la Universidad de Madres�

 

Conocimiento y fundación
La Universidad Popular Madres de Plaza de Mayo ya ha desarrollado actividades durante un año y no es impropio intentar algunas reflexiones sobre sus particularidades, tareas y compromisos. Me animo a realizarlas a invitación de sus autoridades, quienes me indican que serían bienvenidas un conjunto de consideraciones que eviten el cómodo ditirambo, el encomio fácil o la apología autocomplaciente. Sin duda, los problemas que han sido reconocidos a lo largo de este año en la Universidad de Madres forman parte de un elenco de dificultades que no son novedosas ni originales, pero debe ser novedoso y original el gesto de incorporarlas al debate.
En primer lugar, quiero referirme a las singularidades de la fundación de la Universidad de Madres que, como suele ser propio de toda fundación, resulta de un acto de fuerte visibilidad, de donación con donador, de inscripción sostenida con una fuerte autoría fundadora. Tal universidad reconoce su asentamiento en el rostro bien identificable de una organización de derechos humanos cuyo nombre tiene gran repercusión en la Argentina y en vastas regiones del mundo: la Asociación Madres de Plaza de Mayo. La fundación de una universidad tal no obtiene su dote patronímico del nombre de una ciudad o estado, de tal o cual congregación de ideas o de cierto agrupamiento de fines confesionales o económicos. Lo obtiene de quienes a su vez lo obtuvieron de una napa vibrante, estremecida y vital de las luchas sociales argentinas. De ello, como veremos, habrá que dar cuenta y considerar las múltiples maneras de interpretar ese dar cuenta que, en el lenguaje de las filosofías clásicas, corresponde al momento de la interpretación y el debate por la justificación y el testimonio.
Toda fundación es una idea simultánea de atribución y libertad, de cesión y autonomía, de imposición y vacío. El dilema de un acto de esta índole es siempre el de la libertad acordada, de la autonomía atribuida. Es evidente que aquí queda enunciada una paradoja, que es la paradoja central del mundo ético y político. Porque tales actos llevan una denominación franca e incondicionada y, sin embargo, se hallan sometidos a la condición de la donación previa. Pero nunca es diferente la situación de toda fundación, incluso de aquellas que rondan sobre la idea autopoiesis, esencial para validar los últimos confines de autofundación o de autoconvocatoria que incesantemente busca –con suerte tan diversa– toda experiencia política.
Por lo tanto, en la génesis de la fundación de esta Universidad de Madres –que evidentemente no ha provocado manifestaciones ostensibles de simpatía en la clase universitaria argentina– no hay otra característica que la que señala a toda institución. Es que al fundarse, a la vez origina, y no puede dejar de originar, el problema de su propia autonomía y su propia voluntad despejada respecto del fundador. ¿Por qué se fundan universidades? He aquí una respuesta que la fundación de esta universidad permite avizorar. Para que el dilema paradojal del fundador (crear situaciones libres, pero no dejar de estar tenazmente presente) tenga una digna coronación en el único campo en que esa rareza crucial de las instituciones puede ser analizada: en el campo de conocimiento.
Quizás por eso se fundan universidades y bajo esta intuición las han fundado los estados, las hermandades religiosas y también las empresas ligadas a las economías privadas. En cada uno de estos casos, estas instituciones han debido resistir la tentación de “crear sus propios cuadros”, pues si hubiera sido tan solo eso, el propósito fundador no hubiera prosperado como sin duda desea hacerlo: no sofocando lo mismo que se ha fundado en los límites de una homogeneidad cultural y de un disciplinamiento discursivo. Por cierto, en el caso de las empresas o de instituciones de conocimiento muy específicos o ciertas actividades que buscan procrearse a través de una continuidad homogénea, persiste el ideal de forjar sus agentes o miembros con total uniformidad o lealtad y con sistemas de evaluaciones, puntajes y pruebas de rendimiento adecuadas al fin disciplinador que se busca. En estos casos, las pruebas suelen asumir un carácter marcadamente técnico y el conocimiento suele adquirir sinónimos como capacitación o destreza.
Se trata aquí de un conocimiento que responde a pactos profesionales previos, a tradiciones metodológicas que cuentan con su capital lingüístico y procedimental (si es que admitimos esta última expresión), con lo que el conocimiento coincide aquí con su propio campo de procedimientos. Estamos pensando en procedimientos pautados por un sistema de órdenes sostenidas en enunciados fijos, lo que crea una confianza lingüística de unanimidad institucional. Esas son instituciones de clausura –las militares notoriamente entre ellas–, pero una universidad encarna un orden diferente al monástico o al castrense –esa diferencia es históricamente su destino–, por lo que busca su punto ideal en el examen emancipado de su propio acto fundante. Porque las universidades en las que estamos pensando ponen bajo actos de meditación crítica sus propios fundamentos.

El diálogo con la universidad pública
Eso puede llamarse libre examen, si acudimos a las grandes tradiciones modernas de reforma moral, pero en el contexto que nos interesa, se trata de la renovación de un motivo esencial, el del autonomismo del lenguaje y la verdad. De algún modo, esta reposición permanente de un leitmotiv funda el juego de legados, variaciones y dialécticas de la cultura. Una universidad, por el propio significado inscripto en su propio nombre, debe ser el lugar donde este juego se haga presente en términos de una lucha. ¿Cuál sería esta lucha? La que surge de la propia condición de la universidad, institución que reclama ritualidades y fórmulas retóricas como juramentos o reglas del conocer, que por un lado cierran su praxis en lo ya conocido y, por otro lado, desean mostrar que es gracias a esa ritualidad ya fijada que el mundo puede ser investigado en sus secretos o enigmas.
La historia de la universidad occidental puede juzgarse en relación con el peso que tienen estas dimensiones contradictorias –sus ritos por un lado y su aventura desnuda de modelo previo por otro– que explican las sucesivas crisis reformistas que atraviesan. En nuestro país, la Reforma del ‘18 no es diferente de cualquier impulso reformista, que nace cuando se percibe que la masa canónica de conocimientos, sus prácticas y estilo profesoral impiden la riqueza del conocer. Es que toda institución moral e intelectual –como lo revela estremecedoramente la fábula del Gran Inquisidor que expone Dostoyesvski en Los hermanos Karamazov– en un momento específico de su desarrollo, revela que se yergue estrictamente contra los mismos fines que ella proclama. De ahí que la historia de una institución universitaria es la historia de sus reformas a favor de la reposición de la ecuación inicial que impide el predominio de los intereses y ritos perpetuadores de su dimensión tecnoadministradora. Sin embargo, no es así que ahora se expone el ideal reformista en las universidades argentinas, pues alude exactamente a los antípodas del empleo clásico del concepto reformador, al romperse drásticamente la tensión a favor de un reclamo profesionalista que, con el pretexto de salvarla, pone a la universidad pública al servicio de los ideologemas inmediatistas del mercado.
Si no ocurre en la universidad pública este retorno a las fuentes renovadas del conocimiento (sofocada por una lingua franca gerencial, basada en incentivos económicos y neofeudalismos académicos), ¿por qué imaginar que la Universidad de Madres podría escapar doblemente a este debate y a este destino? El problema interesa, pues nada sería menos adecuado que afirmar que la Universidad de Madres es otra cosa y que no hay razón para advertir o rememorar estos debates. Pero, si es otra cosa lo será gracias a que interpreta con una voz diversa el rastro que dejan estas controversias de la institución universitaria, pues nada que lleva ese nombre deja de invocarlas, aun cuando se suponga candorosamente que esta historia “no es de nosotros que está hablando”. Lo es y tanto mejor que lo sea, pues si admitirlo no resuelve necesariamente la desconfianza o el escepticismo con el que diversas instancias de la universidad pública miran a la Universidad de Madres, contribuye a señalar el alma del problema universitario. Y esto exige necesariamente admitir que la cuestión universitaria argentina, en su totalidad, también puede ser vista desde el ángulo particular que propone la creación de la Universidad de Madres.
He aquí pues una de las reflexiones posibles sobre el problema. La Universidad de Madres debe ser una voz posible en el diálogo con las configuraciones de la cultura universitaria argentina que, a pesar de los brutales embates privatistas, hoy sigue ligada al destino de autorrealización democrática de la Universidad pública. Y no porque muchos de sus profesores compartan la condición de serlo en uno y otro lado, sino al contrario, porque las diferencias actualmente operantes deben ser de consideración común y de equitativo reapropiamiento crítico. Porque en primer lugar, hay que percibir las diferencias entre estas dos instituciones, desde luego incomparables, pero de una incomparabilidad cuyo materia nos interesa sobremanera. Veamos, pues.
La Universidad de Buenos Aires, aun no siendo la más antigua del país, tiene tradiciones asentadas y cinceladas en su origen por las filosofías del eclecticismo, del sensualismo o el romanticismo, debate que en las primeras décadas del siglo XIX podía ser saldado con un texto juvenil pero tan consistente como el de Alberdi sobre la Filosofía del Derecho, en los primeros tramos del siglo XX por el positivismo en todas sus expresiones –algunas de gran relevancia literaria y reflexiva– y por los estructuralismos y sociologismos de los años sesenta, que aun con sus inocultables privaciones teóricas, admitían un fuerte llamado para vincular el conocimiento a la historia del presente. Las ciencias jurídicas, por su parte, no vacilaron en promover debates que llegaron hasta el abolicionismo jurídico en los años recientes, a pesar del natural tono conservador que siempre alimentó estos estudios. La medicina, antes de la actual tendencia de dominio por parte de los laboratorios y el derrumbe de la investigación, se caracterizó por cierto humanismo agnóstico que recogía el cientismo politizado y latinoamericanista de la Reforma del ‘18. Las humanidades fueron –antes de su actual declive a manos de patrones escriturales uniformes, regidos por lenguajes homólogos a los de la circulación general de bienes por el sistema económico– un espacio de gran ebullición, y basta recordar sus grandes profesores, de tan diverso estilo y pensamiento, como Ingenieros, Rivarola, Rojas, Ravignani, Francisco y José Luis Romero, Carlos Astrada, Luis Juan Guerrero, Romero Brest, Oscar Varsavsky, Luis Prieto, Rodolfo Ortega Peña, Silvio Frondizi, Roberto Carri o Carlos Correas, con su llamado general a una ciencia historizada y apreciadora de los mundos culturales en donde le toca en suerte actuar.
Esta universidad hoy está acosada por tendencias al desmantelamiento. Su red institucional ha forjado la culposa idea de que resulta anacrónica pues, en efecto, pertenece a un mundo estatal hoy inexistente y es correlativa a grandes organizaciones públicas extinguidas como ENTel, YPF, Aerolíneas Argentinas, Ferrocarriles Argentinos, Segba y OSN. Ahora, el aparato público universitario es casi el único recuerdo del viejo Estado nacional, fragilizado por quienes desean asaltarlo desde las políticas económicas reinantes y desde adentro por una clase política administradora que ha perdido las expectativas de asociar los acontecimientos intelectuales a los grandes espacios sociales colectivos.
Ante la defección y autoimpugnación que evidencian las autoridades públicas universitarias, las instituciones del mercado se solazan promoviendo arancelamientos y sofisticadas imaginerías ajustistas, mientras las prácticas internas de la universidad pública se muestran crecientemente inspiradas por códices evaluativos tomados de los modos en que se expresan las consultoras y las asesorías establecidas en el mundo financiero. Surgieron así, con escasa o nula oposición –antes bien, con un resignado acatamiento– institutos esencialmente vejatorios bajo su aspecto dadivoso, como el incentivo o los subsidios que con el legítimo argumento del apoyo al trabajo intelectual, significaban la intromisión en la vida universitaria de criterios y procedimientos de instituciones ministeriales o financieras, que resquebrajaban la autonomía universitaria. Son sutiles formas de desmantelar el claustro docente y gobernarlo con las reglas de un mercado de conocimientos que ya no tiene su sede en una inmanente lógica universitaria. La universidad pública parece haber perdido la batalla por responder qué es el conocimiento, pregunta esencial de la universidad y que hace de la filosofía su práctica esencial, como razón abierta al fundamento dramático de las demás razones, como es fama que expone Kant en El conflicto de las facultades.

El horizonte de la Universidad de Madres
Pues bien, en esta situación, una universidad nueva –la Universidad de Madres– que sólo ocupa el campo de las humanidades críticas y del arte situado tiene un papel que cumplir. Aunque parezca imprudente afirmarlo, esta universidad ajena al sistema de las universidades –en el cual brillan las privadas, correlacionadas con grandes medios de comunicación y convenios con universidades del exterior– mantiene su capacidad cultural bajo la fuerza enunciativa de un gran acto de indagación hacia todas las áreas donde se juega la cuestión del conocimiento. La Universidad de Madres, ya lo insinuamos, reconoce su acto de iniciación en los signos más netos de la época, signos enhebrados en la memoria trágica de este tiempo. El propio concepto de Madres como categoría política mantiene un horizonte turbador sobre el conjunto de la historia cercana transcurrida, en la medida en que toma un vínculo genealógico inmediato para interpretar un mediato y complejo mundo político. Las metáforas que de este concepto se desprenden dan origen a la Universidad de Madres, como anuncio de una investigación crucial sobre esa paradoja de toda universidad, surgir de una cavidad política irrevocable y al mismo tiempo diseminarse hacia todas las fronteras del conocimiento que, por esencia, son revocables.
No es pues el Estado, ni la sociedad civil, ni este u otro agente social o económico el que da origen a la Universidad Madres de Plaza de Mayo. Es un grupo reivindicante que reúne en sí mismo el límite de todas las reivindicaciones, última frontera política del país, término final estrictamente demandante de una justicia sin más, troquel originario de todas las demás formas de justicia. Ahora bien, la idea de universidad surgida de este estado de demanda alrededor de una ontología original de justicia (desde luego, muchas críticas se han escuchado ante esto), es de las más sorprendentes, pues de algún modo somete potencialmente a examen los rigores inscriptos en el nombre que la funda, estableciendo una insospechada tensión que es la misma que inevitablemente aparece siempre que el nombre de universidad se pone en juego. Los fundadores tal vez no lo previeron así, pero toda fundación se abre hacia resultados no necesariamente recluidos en las consignas de su origen. De este modo, puede interrogar e interrogarse desde su drástico descompromiso con cualquier categoría profesional del mercado (de oficios, de lenguaje y de estilos de labor académica), pues está en los orígenes, precarios sin duda, del acto del conocer como experiencia instauradora.
Es así que sus sustentos están extraídos del drama iniciático del conocimiento, aunque exista la tentación, no muy bien conjurada, de reiterar motivos doctorales y denominaciones ceremoniales que en la propia universidad pública están en retirada. Pero aquí significan, por la raigambre popular de los estilos involucrados, motivos que actúan según fuertes vestigios de respeto hacia una sociedad de profesionales liberales, cuya formas honoríficas pesan aún en los grupos más radicalizados de la sociedad argentina.
Si en la Universidad pública el dilema es destituir los engarces del conocimiento con los hábitos de poder institucional y el sistema de protocolos derivados de la vieja institución del honoris causa, en la Universidad de Madres el problema es crear un lenguaje que señale el lugar que se sitúa el conocimiento con igualitarismo y dignidad, sin procrear escenas postizas por la apelación a los restos del trato enfático y doctoral.
Ahora bien, en una universidad de esta índole actúan corrientes de pensamiento que no pertenecen a los estilos universitarios clásicos y que tienen una fuerte impregnación en saberes muy intensos de carácter parauniversitario, vinculados a un sentido común popular utopístico y a legados de raigambre profesionalista intensamente diseminados en los estratos sociales del pueblo que apreciaron siempre el poder virtuoso de la ciencia y la educación.
Esta universidad se inspira así, espontáneamente, en saberes extrauniversitarios, paralelos y marginales, que guardan el tesoro de sedimentos estallados de doctrinas visionarias que otrora concitaron fervores. No es imposible una breve mención de estas napas cognoscitivas que actúan en la Universidad de Madres.
En primer lugar, un énfasis pichoniano –inspirado en la obra y la trayectoria del psicólogo social, escritor y filósofo Enrique Pichon Rivière–. Los trazos de la presencia de los textos y el método de Pichon Rivière se muestran hoy con gran fuerza en una cuerda paralela de la instrucción de terapeutas y trabajadores sociales, por fuera de las redes universitarias. Su estatuto actual provoca sin embargo una innegable indiferencia entre las corrientes psicoanalíticas y universitarias, de las que el nombre de Pichon ha desapreciado. Esta injusticia cultural puede repararse y al mismo tiempo recrear el diálogo con las demás corrientes psicoanalíticas. El raro pacto pichoniano entre la fenomenología existencial más exigente y la herencia surrealista de Lautreamont es por sí mismo un fuerte motivo de interés en la historia cultural argentina: problematiza de un modo original la locura, interpela la vida popular como una práctica cuya fortuna implícita –a investigar– contiene saberes rotos pero reconstruibles en un nuevo trato con la existencia emancipada, y un estilo satírico cercano al absurdismo lírico del budismo-zen, lo que paradójicamente enlaza con ciertos contornos de la sombra cultural de Lacan.
No es el caso de reclinar sobre este costado toda la reflexión sobre las vicisitudes del yo profundo –colectivo e individual– ni de presentar el método grupal pichoniano como de observancia general, pero esta particularidad de la Universidad de Madres interesa porque alerta a las corrientes de la universidad pública y del campo psicoanalítico –con sus fuertes redes en todas las ciudades argentinas– sobre los estilos que se están dejando de lado por el giro político que ha tomado la malla del psicoanálisis en lengua castellana. Por otro lado, también se quiere recoger la herencia de Crisis y Fin de Siglo, las revistas que intentaron articular las preceptivas de la izquierda argentina con las corrientes culturales de índole nacional-populares, las poéticas surrealistas vernáculas, los lenguajes de movilización popular y conjunciones entre obras talismán, como las de Artaud y Arlt. Es la cifra rioplatense y argentina de la amalgama entre culturas políticas y literarias diferentes lo que asimismo se evidencia en la actual revista Locas.
La otra corriente que se manifiesta en la Universidad de Madres corresponde a un marxismo recobrado que busca la aguja vibrátil de sus descubrimientos entre un anterior llamado a constituir una ciencia de enunciados que “forman sistema” y un método de indagación que examina las herencias culturales como portadoras de dominios de clase o mejor: como el espacio y la selva de símbolos en donde tal dominio se constituye. Este debate entre la herencia ilustrada y la herencia romántica del marxismo ha tenido cierta divulgación en la Universidad de Madres, a través de las clases dadas por el profesor Michael Löwy.
Y una tercera corriente, literario-popular, que concilia tramos narrativos de las izquierdas anteriores, cierto libertarismo, emblemas de vibrantes fastos literarios –la figura de Walsh, desde luego, y muy especialmente– y también un experiencialismo espontáneo de raíz popular, propio de sectores politizados en el horizonte de las izquierdas precedentes. Precisamente, la fuerte presencia de estos conocimientos implícitos y espontáneos le dan a la Universidad de Madres una característica de gran interés, pero que también puede ser su límite incierto. Se trata de cierto predominio de los “saberes prácticos” que la vida popular cultiva en todos sus ámbitos de expresión y que puede sentirse tan cómoda como ausentada de poderes críticos en su cosmovisión heredada, entendiendo la Universidad –tal el peligro que correría– sólo como un adosamiento (sea profesional, sea político) de lo que de todas maneras ya se sabe. Sería tan inadecuado validar todo juicio sobre el poder de esos saberes prácticos, como desdeñarlos o convertirlos apenas en materia de estudio, cuando son un subsuelo extraordinario de resoluciones fácticas, de éticas y convicciones que respecto al conocimiento de una universidad deben mantenerse más como una continuidad que como un oponente.

Saber práctico y vida intelectual
Desde luego, esto ocurre en toda universidad y la universidad pública que conocemos no está ausente de este rasgo. En ésta sus miembros son más jóvenes: traen culturas mediáticas moldeadas por ciertos consumos culturales ya instituidos en la urbe erizada por las tecnologías abstractas de la globalización. Por eso, el problema es el mismo en toda universidad y toda institución educativa: cómo constituir la universidad en una interrogación crítica y en un autoexamen lúcido de las visiones del mundo ya configuradas. Reconocido este tema como el corazón intelectual de cualquier experiencia universitaria, es menester de inmediato enunciar otro tópico crucial. En esencia no hay jerarquías asimétricas o desigualdad entre el conocimiento universitario (cuyo lenguaje suele acudir a ciertas reglas precisas de constitución, enunciación y elaboración) y el conocimiento espontáneo (cuyo lenguaje surge de modalidades educativas implícitas en el subsuelo social). Toda universidad tiende a oprimir a este último y la Universidad de Madres puede ser un horizonte de libertad para experimentar una articulación creativa entre ambos, para que se presten sus mutuas riquezas. Esto ocurrirá a condición de explicitar el problema, esto es, la íntima relación cognoscitiva entre lo universitario y lo popular, que es el verdadero tema de la universidad. ¿Cómo se hace? ¿Cómo evitar una dramática escisión entre una lengua investigativa, profesional y construida y, por otro lado, un habla real sumaria y desaliñada, pero sagaz?
Todos estos problemas, como ya es evidente, exigen ahora una relación entre la universidad pública con sus especificidades y esta Universidad de Madres, que actúa en el campo de las simbologías de la memoria y el límite posible de las reivindicaciones políticas. Entre muchos otros dilemas, se abre un horizonte de gran interés en el debate sobre las evaluaciones. La universidad pública agoniza bajo un sistema denso y cruzado de evaluaciones rutinizadas según categorías “objetivas” de orden gerencial. Evaluaciones institucionales, a imagen de la supervisión fabril de los inicios del capitalismo, y evaluaciones estudiantiles como réplica mercadológica de la atribución de puntajes de eficiencia, amenazan con sustituir el libre debate universitario por una pseudodemocracia evaluacionista, con su carga de puniciones y descartes según normas de la “mano invisible” que regula el tráfico de conocimientos.
Este evaluacionismo copiado de los sistemas que tasan el riesgo-país, o de los que evalúan a bancos y éstos a sus clientes, ha hecho evolucionar a la universidad pública hacia la idea empresarial de usuarios o clientes. Desde luego, hay resistencias y disconformidades, pero siendo que la situación es más grave que en 1918, se está hoy muy lejos de una reforma como aquélla, basada en el emancipacionismo latinoamericanista y una revalorización de la ciencia desinteresada. Las reformas de las que se habla son surgidas de la imaginación ajustista y de los impulsos adecuadores al mercado o consultorías, ante los cuales y por los cuales la universidad debe demostrar su “utilidad”.
La Universidad de Madres puede y debe terciar en ese debate pues no ha sido concebida como un ámbito de evaluaciones sino de resistencia, debate y construcción de una identidad plural del conocimiento. No es que se haya propuesto de ese modo, pero ha resultado así: la evaluación formal es en ella un acto faltante, pero existe como promesa, como trabajo aún por hacer. La evaluación existe como fuerte autoconciencia de un problema que a su vez hay que evaluar. Por ello los alumnos están en situación previa a la evaluación aún no desencadenada. Y dado que la evaluación pública reposa ahora en un acto burocrático, capturado por puntuaciones curriculares y vigiladas en nombre de un abstracto consumo de curriculas, es menester rescatar el sentido democrático y creador de los actos evaluativos, que cuando se articulan con el conocimiento deben ser la forma potencial de un diálogo postergado y no una puntuación atada a contraprestaciones o incentivos económicos.
Es sabido, por otro lado, que una universidad vive la tensión de las profesiones y que en la universidad pública se está asistiendo al fin de esa tensión. Mientras ella existía, la universidad tenía una relación muy particular y quizás no fútil con las profesiones: las invocaba sin vaciarse en ellas, manteniendo un hiato o distancia necesaria sin la cualla universidad perdería su carácter de conocimiento emancipado, su propio señorío intelectual, frente a las lógicas y bases materiales del cuadro de profesiones estabilizadas, sean las que implican “demandas nuevas” como las regidas estrictamente por colegios profesionales.
La Universidad de Madres, distante del complejo profesional, tampoco necesita negarlo: simplemente no puede tenerlo porque, aunque no lo quisiera, no puede ser sino una universidad de conocimiento. “De resistencia y lucha” dice su divisa, entendiéndose por ello –como en las poesías de René Char– una resistencia y una lucha que en la voz del poeta surrealista surge de las alegorías del sufrimiento humano antes que de una cartilla predigerida: en suma, resistencia y lucha son también figuras del conocimiento, significando actuaciones de oposición (al mundo tal como se manifiesta) y de conflicto (disputando las versiones y relatos corrientes del mundo).
De este modo, la Universidad de Madres tiene un sitio de enunciación atípico: su problema es el conocimiento –la política, el arte y la escritura– y al mismo tiempo lo encarna de suyo, en grado extremo y sin contrapesos institucionales o profesionales. No porque lo haya querido así, sino por las connotaciones de su acto fundador, originado en una voluntad política reparadora que, en la historia argentina contemporánea, es la más exigente y última. Ahora bien, en cuanto este conocimiento se halla despojado de la contradicción con el Estado –que es quien alienta el largo ciclo de la universidad pública argentina, según modelos napoleónicos o la humboldtianos– no está despojado de una tensión hacia la actualidad política, centrado en una forma extremada de la justicia. Y este cometido bordea la iconoclastia, pues en el lenguaje habitual de las voces de la Asociación Madres de Plaza de Mayo, se han rechazado signos de fijación paisajísticos o institucionales de la rememoración de los desaparecidos, todo lo cual crea una situación que desde el punto de vista del conocimiento está ligada a la memoración despojada de iconos, que son a la memoria como instituciones que la fijan a cambio de hacerle perder lo que se imagina como su cristalina actualidad y compromiso.

Iconos y conocimiento
Pero el problema de los iconos es esencial como problema del conocimiento. Si una universidad debe tratarlos, es allí y no en la tensión dirigida a interrogar el mundo profesional en donde es preciso encontrar el específico punto de demostración y excitación de la Universidad de Madres. Y será allí que la discusión esencial de la Universidad de Madres puede revelarse al mismo tiempo como vital para todas los sectores políticos reivindicantes, lo que puede contribuir a que esa universidad se torne un llamado muy amplio a ese debate, que no puede ser de mero interés sectorial, sino que debe elevar la discusión en el conjunto de las corrientes de pensamiento que sostienen una crítica histórico-social.
Es que las grandes tradiciones iconoclastas, en nombre de otras lógicas representacionistas, no dejan de tener sus rituales agitativos. Pero también tienen sus fuertes momentos de fijación, en el intento de recobrar la dimensión siempre presente de un drama público. De un modo u otro, esto se debe a que reviven en toda su fuerza el dilema del pensamiento, que busca sus objetos mundanos y al mismo tiempo desea declarar que no los reclama como ámbito de fijación de la experiencia a la manera de un panteón.
Pero es tal la fuerza discursiva y pasional que se precisa para hacer esa afirmación que entraña la anulación de los paisajes reales como soporte del duelo, que se corre sin duda el riesgo –que la lucidez de cada uno debe evitar– de cristalizar asimismo el lenguaje, involuntariamente, también a modo de un monumento. Con este problema se han enfrentado todos los movimientos populares, todas las poéticas sociales, todos los partidos que proponen transformaciones y todos los movimientos reivindicativos. Debe admitirse entonces como una perspectiva a ser celebrada, el hecho de que una universidad pueda sentirse llamada a descifrar un problema como éste, pues es esencialmente lo que compete cuando se pronuncia el nombre de universidad.
Este oficio, lúcido menester que no se detiene ante sus propios cimientos, es el que justifica que una universidad trate luego de los oficios mundanos, de la preparación para la vida, para el trabajo y para la política. La libertad con que debe encarnar ese desciframiento la pone a nivel del conocimiento y también al nivel de los sentimientos colectivos que, a lo largo de la historia y desde hace por lo menos un milenio, ha llevado en Occidente a sentir el llamado de la universidad, en sus más dispares y plenas formas.
Porque una universidad no sólo “elabora conocimientos”, como a veces se dice inexactamente, sino que además los preserva, los recrea o los redime. No sólo “acumula” sino también “disipa” Y si toda universidad es una institución del conocer, sin duda podríamos pasarnos sin ellas tal como el pensamiento autonomista, libertario y autogestionario ha propugnado con tanto empeño. Pero saber que esa privación es posible también hace a la esencia no declarada de la universidad. Una institución está allí donde todo esfuerzo humano quiere trascender con al auxilio de una memoria que garantiza no empezar cada vez desde lo absoluto o desde la nada. La memoria mantiene una rara coreografía sobre la institución, a la que debilita y a la vez le ofrece el necesario puente plateado de su incierta continuidad. Este problema ha ocupado largos debates durante muchísimos años y recrudece en momentos como éstos, donde la idea de universidad está siendo atacada por organismos financieros, grandes empresas globalizadas y fuerzas adversas al gran ciclo de la modernidad.
La Universidad de Madres pertenece al terreno de la memoria; por eso no debe ser la réplica bibliográfica de la universidad pública, pero bajo el ropaje de alfabetos insubordinados, sino una simultánea interrogación sobre el sentido del conocimiento a la luz de la lucha. Este concepto, amplio y severo, está a nuestra disposición no para solaz costumbrista sino como convite a la reflexión. Debe convenirse que para precisar el sentido de la universidad hay que decir que una lucha busca sus textos, busca en los textos y busca fuera de los textos. “A la manera del conocimiento que pasa de una generación a la siguiente por fuera de la enseñanza oficial, sin pasar por los libros, para constituir un conjunto de conductas y conocimientos ‘fuera de los textos’”. (Jean Pierre Vernant, Erase una vez).

Universidad Popular Madres de Plaza de Mayo
Rectora: Hebe de Bonafini
Director Académico: Vicente Zito Lema

KIOSCO12

PRINCIPAL