Era sábado, la app del clima en mi teléfono pronosticaba 32 grados para la tarde y me estaba despertando en un hotel de Washington. Era el día del “Gay Parade”, la marcha del orgullo de los yanquis que, en la ciudad en la que Donald Trump trabaja como líder del mundo, suele ser la mayor de los Estados Unidos. Se esperaban 400 mil personas y un festejo de fuerte tinte político pero también muy maricón. Lo que no sabía cuando decidí sumarme era que la celebración se vería interrumpida por un hombre con un arma, una estampida y varios heridos.
“Si bien muchos hablan de Nueva York por Stonewall, lo cierto es que la ciudad más gay de los Estados Unidos es Washington. Tenemos la mayor cantidad de ciudadanos LGTBIQ+ del país, acá vas a encontrar la mayor diversidad en la población y la marcha más grande de todas”, me contó “Jem”, un chique no binario al que me acerqué para tomarle una foto en una plaza de Dupont Circle porque tenía un cartel que decía “Bad advices for u$1”, con la promesa de que te daba malos consejos por un simple dólar. La mecánica era sencilla: confiarle una problemática -un mal de amor, un problema familiar, alguna decisión laboral- y Jem te daba la peor recomendación posible. Me quedé escuchando algunas de las que daban y todos tenían el mismo formato: la peor idea era seguir apoyando a Trump. Y ahí estaba concentrada toda la esencia de este Gay Parade: en la capital política de Estados Unidos el enemigo está a pocos metros, sentado en una oficina de la Casa Blanca.
Sin que nadie pidiera, como suele pasar en nuestras pampas, “que no se politice” la marcha, aquí es imposible separar la celebración del orgullo de los reclamos a la administración nacional. De hecho, los organizadores debieron concentrarse en una lista de repudios que sólo apuntaban a los últimos doce meses de gestión, ya que de otro modo sería demasiado extensa. Es así que se podían ver carteles con reclamos a las decisiones recientes más brutales de Trump, como los cambios orquestados en el Consejo Asesor de VIH, en donde sacó del directorio a representantes de minorías y los reemplazó por lobbistas de laboratorios o el fin de las visas para parejas de diplomáticos, dejándolas solo para aquellos casados legalmente, algo que en la muchos estados está prohibido para personas del mismo sexo.
Sin embargo, la comunidad trans es la que se llevó la peor parte: luego de invitar a la Casa Blanca a Ginni Thomas, la esposa de uno de los jueces de la Corte Suprema, que pelea por el mantenimiento de los baños para hombres y mujeres “biológicos” en las escuelas, el presidente firmó en enero la resolución que exige que sólo personas cis puedan ingresar al ejército. El último escándalo fue que permitiría una suerte de objeción de conciencia para cualquier personal médico que reciba en sus instituciones a pacientes trans.
“¡Las vidas trans están en peligro!” dice uno de los carteles más grandes del escenario principal, en donde los invitados reflejan esta preocupación. Se homenajeó a Earline Budd –una activista trans que fundó la compañía Transgender Health Empowerment, dedicado a dar empleos a la comunidad y una de las principales voces públicas hablando de VIH durante los inicios de la década del 90– y hubo shows de Dominique Jackson y Hailie Sahar, dos de las actrices trans de la serie de Fox Premium “Pose”. Todo estaba listo para ser una fiesta pero terminó mal: apareció un hombre armado con un rifle en plena fiesta y empezó a gritar. Asustados por la situación, los que estaban cerca de él comenzaron a correr y, como había bengalas y petardos, los que estaban más lejos creyeron escuchar disparos. Esto generó una estampida multitudinaria, que terminó con una de personas heridas y la suspensión de la marcha para cuidar a los asistentes. Al parecer incluso en la capital de Estados Unidos, el orgullo sigue siendo peligroso.