Hubo un tiempo de construcción social progresista en gran parte del mundo desde finales de la década de 1960 que trajo, entre otras novedades, el unisex, movimiento en la moda y en la vida cotidiana que desestabilizó la construcción tradicional de los sexos. Una era optimista que terminó abruptamente con la restauración conservadora del sentido común tradicional sobre la masculinidad y la femineidad esenciales (con características fijas e innatas), mientras se expandía la doctrina neoliberal que identificamos con los rostros de Ronald Reagan y Margaret Thatcher, se consolidaba la derrota de los movimientos revolucionarios en el Cono Sur (y el genocidio) y se preparaban la Perestroika y la caída del muro de Berlín. La muñeca Barbie se instalaba en las jugueterías argentinas, los hombres abandonaban el cabello largo (“de hippie o guerrillero”) y las remeras y jeans ya no tenían un corte único: había que elegir entre ropa de varón y ropa de mujer.
Muches de nosotres éramos niñes y adolescentes durante aquel cambio de época. La expansión del lenguaje inclusivo con “e” nos llegó después de haber vivido y pensado durante 50 años sin él y sin tener mucha idea de muchas de las transformaciones que vendrían. Sin embargo, si prestamos atención, somos capaces de detectar experiencias propias que nos resuenan cada vez que usamos hoy lenguaje inclusivo, y que refieren a cómo organizábamos nuestro propio patrón sexogenérico en resistencia a un deber-ser que rechazábamos como ajeno. Son señales de experiencias no binarias que pueden contarse tanto como “a” como con “e”, donde la “a” constituiría la marca de “arrojada a la femineidad” desde el nacimiento, y la “e”, el determinante de “le pibe neutro” que resiste a la femineidad impuesta. No había en los años 60 y 70 otra palabra que “neutro” para nombrar al género que hoy llamaríamos “no binario”. La marca determinante de la “e” no es lo mismo que la “x”, que señala indeterminación. La “e” determina un tipo de experiencia concreta que suele ser obturada por las categorías sexuales binarias con las que se ordena el “pensamiento cuadrado” (la expresión es de Monique Wittig).
EL RINCÓN DE LA MAMÁ
Año 1968, sala de 4 años en el jardín de infantes del Normal 5. Teníamos el patio de juegos junto a un terraplén que nos permitía ver pasar las últimas locomotoras a vapor que llegaron a Constitución. Daban un poquito de miedo. Pasaban muy cerca. Los delantales pintor de les niñes eran a cuadros azules pequeños (no diferenciaban a las nenas con pintorcitos a cuadros rojos). Las zapatillas tampoco distinguían sexo. La mayoría usábamos Pamperito y no sabíamos atarnos los cordones. En medio del patio había una palmera enorme (las típicas palmeras sarmientinas que adornaban las escuelas Normales). Alrededor de ella, la cooperadora hizo construir una “casa del árbol” con toda clase de elementos para estimular la motricidad infantil: escalera marinera de yute, caño de bombero, tobogán. Una escalera marinera soñada por cualquier escenógrafe de Hollywood. No era difícil imaginar una dotación completa de piratas en blanco y negro trepando por el palo mayor hasta capturar el mástil. Como en las películas del Cine de Super Acción de Canal 11, desde mi ingenuidad que hoy llamarían de “chonguita”, les proponía a los varones jugar a que navegábamos en un barco de madera y repartir los roles de capitanes comunes y piratas, como en las películas de Errol Flynn. Ninguno me llevaba el apunte, jugaban solamente entre ellos y sin gran despliegue de fantasía. La casa del árbol significaba eso y nada más. Las nenas me resultaban aburridas, no me acuerdo a qué jugaban. No les gustaba trepar, por temor a caerse. Les habían enseñado que no tenían que rasparse las rodillas jugando.
Un día mi madre fue de visita al jardín y la maestra se quejó: “Su hija nunca quiere ir al rincón de la mamá”. A mi joven progenitora le pareció bien, simpático. Después de todo, a ella no le gustaban las tareas domésticas, y ese “rinconcito” (sic) estaba lleno de escobas y muñecas. Aquella maestra cometió un par de actos de crueldad conmigo. No sé si debido a mis preferencias lúdicas. Podría ser.
SALIRSE DEL RENGLÓN
Faltaba un mes para comenzar la enseñanza primaria. Resultaba imperioso que aprendiera a escribir mi nombre sin salirme del renglón. Hasta entonces solo era consciente de mi primer nombre, Adriana, Adrianita, mi nombre de chiste “Adriana banana”. Pero no me familiarizaba con mi apellido: Carrasco. Aprendí a escribirlo sin dificultad, pero me generaba dudas. Le pregunté a mi madre por su nombre y luego por el de mi padre. “¿Por qué no llevo tu apellido, si vos me tuviste (= me pariste)? ¿Por qué vos sos “de Carrasco” y papá no es “de Gómez”? Mi madre me explicó resumidamente la legislación civil argentina acerca del nombre y la obligación de la mujer de usar el apellido de casada antepuesto por el “de” (no usarlo constituía una injuria al marido). Para empeorar la cuestión, cada vez que mi madre nos cruzaba al Uruguay a visitar a nuestra familia de origen, tenía que hacerse firmar un poder por mi papá en una escribanía (el trámite salía un montón de plata), “porque –cuando hay padre- los hijos son solamente de él, eso se llama patria potestad”.
El régimen de familia argentino me hizo feminista a los 6 años: “No me voy a casar ni voy a tener hijos”. Eso significaba que no me iba a convertir en propiedad de ningún hombre ni le iba a tener los hijos. No tenía idea del concepto de “lesbiana”, obviamente. Desde ese entonces y hasta que empezaron las clases, me dediqué a jugar al registro civil con las muñecas. Las ponía en fila frente a la ventana de mi pieza –que daba al patio- y las inscribía en una libreta con el apellido de la madre. Fue mi manera de ensayar la escritura.
Al año siguiente advine al “ya sos grande, no podés seguir corriendo en cuero por la vereda. Ponete esta blusita”. Era una blusa amarilla sin mangas, porque mi madre nunca aprendió a coser las mangas en el corte y confección. Y el 25 de mayo de 1972, me estrené como “florero”, parada durante todo el acto escolar por varonera (léase, jugar a Titanes en el ring con los varones).
El drama de los dolores menstruales desde los 12 años (no había ibuprofeno) y el desafío de raíz al deber –ser mujer: “No me gustan los varones. Me enamoré de la profe”. Durante cinco años, preguntas sobre cómo llevar a cabo el plan de conquista: “¿Deberé ser así, como me veo, o ser como un varón/ser un varón para que me quiera (desee)? ¿Qué le gustará a ella?”. La experiencia del primer enamoramiento lésbico la vivimos sin ningún resguardo legal ni social. La policía nos llevaba presas si nos encontraba en la calle “apretando”. La Organización Mundial de la Salud y las corporaciones médica y psi sostenían “legítimamente” que éramos enfermas (los “saberes” científicos no estaban en discusión). Y aun así, resistimos la feminización.
FUGA LESBIANA
Ya en tiempos de estudiante universitaria y con el conservadurismo reaganiano ganando todos los terrenos, el feminismo se presentaba en Buenos Aires como posibilidad para emigrar de la pesadilla machista de las agrupaciones políticas “que recuperaron la democracia”. Corría 1985. Y llegó el imperio de la letra “a”. Teníamos que pensarnos como mujeres antes que como “aquello que nos hacía diferentes de la mayoría de las mujeres”. Y desde el lenguaje, luchar para que “las mujeres seamos mencionadas”, por ejemplo, en los plurales, en los cargos como “presidenta”. El ideal lésbico feminista de los 80 era el del continuum lesbiano de Adrienne Rich: “una gama –a lo largo de la vida de cada mujer y a lo largo de la historia- de experiencia identificada con mujeres”. Aquel feminismo de los 80 había accedido a los textos del feminismo materialista, pero no a los del lesbianismo materialista de Monique Wittig, que cuestionan la categoría de sexo como opresiva, siguiendo la línea de otra feminista materialista, Colette Guillaumin: “Las mujeres aparecen como apéndice del discurso principal, como algo que emerge de la parte posterior de la casa, discreto, desconocido, enigmático y silencioso”, y están sujetas a la apropiación de su cuerpo bajo la forma de la sexuación: “apropiación del tiempo, de los productos del cuerpo, obligación sexual, hacerse cargo de los más débiles de su grupo de pertenencia y también de los integrantes sanos y pertenecientes al sexo masculino” (del libro Racismo, sexismo, poder e ideología).
El programa de resistencia de Monique Wittig consistía en fugarse del régimen heterosexual -y en particular de la obligación de cuidar a un marido- y construir una identidad lesbiana por fuera de la categoría de sexo. Podría leerse, desde el habla presente, también como un llamado a fugarse del determinante “a”, de la marca de la feminización, pero todavía no había llegado la propuesta de la “e”. Podíamos pensarnos sin problema con el determinante masculino, la “o”, porque era la marca de la generalidad, no el apéndice.
Volvamos a la “a” y a la “e”. Tal vez ese “entre” que corre entre la femineidad resistida y lo no binario, halle un nombre (por ahora le decimos “lesbiana”, aunque esa no es ni remotamente la única manera de ser llesbiana/lesbiane/lesbianx, “lesbiana se dice de muchas maneras”). Una manera de mencionarlo a resguardo de que esa nomenclatura no se transforme en una nueva normatividad. Si es que pueden existir resguardos en una sociedad que clasifica, jerarquiza y reabsorbe rebeldías a conveniencia de los sectores dominantes
Muchas feministas nos acusan, a quienes defendemos el lenguaje inclusivo, de “invisibilizar a las mujeres”. Tanto tiempo militamos la “a” las feministas frente al plural masculino, frente a la falta de firmas femeninas (solo iniciales) en las monografías académicas, frente al “uno” impersonal (“una” busca llena de esperanza, sería su contrapartida). Qué picardía dejarla ir. ¿Y si pensamos un poco, las lesbianas y les lesbianes feministas, cuánto tiempo obturamos esa “e” que ahora puede nombrarse y que, muda, tanto se resistió a la feminización obligatoria? Tanta entrega y devoción para hacerles la vida un poco más vivible a las mujeres heterosexuales, a cambio de postergarnos, diluidas y anónimas, en el llamado “movimiento de mujeres” cuando ya logramos salirnos del régimen heterosexual.