¿Y qué hacemos al sentir el pellizco?
Despertarnos, tal vez.
John Berger
Las palabras se han alejado del mundo tanto, que se cree no necesitar de ninguna relación al referente para pretender sostener alguna verdad. Del disloque estructural de palabra y real hoy la palabra es solo espejo enfrentado a otro espejo. Y entre ambos un inquietante vacío.
“El marxismo --decía George Steiner hace unos cuantos años-- es una de las grandes herejías mesiánicas del judaísmo y se asienta sobre una ‘correspondencia’ o conformidad entre lenguaje y realidad, entre el futuro del verbo y el porvenir de ‘un mañana glorioso’ para la humanidad”.
Walter Benjamin, afín a ese pensamiento, concibió algo distinto, despojado de ese optimismo ingenuo que Steiner comenta no sin cierta malicia. Imaginó un ángel que siendo arrastrado por el huracán del progreso veía lo que este dejaba a su paso, solo escombros. Con mirada despavorida quería refrenar su vuelo pero la violencia del viento que lo empujaba no le dejaba cerrar sus alas. Soñó con que las generaciones venideras tuvieran empero un poco de esa fuerza mesiánica que logre encender la chispa de la esperanza porque si no ni los muertos estarían seguros. Apostó también a un futuro del verbo pero juzgó que no hay documento de la cultura que no sea al mismo tiempo de la barbarie.
Las palabras desprovistas de cierta fuerza mesiánica no son nada, solo un “cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que no significa nada”. Es que despojadas de esa potencia, se apartan del mundo y son sólo sonido sin música. Esqueleto sin encarnadura.
¿Acaso no lo sabías ya en el fondo? "Transformar la amenaza del futuro en un ahora pleno es obra de una presencia de ánimo corpórea", sentenció Benjamin. Retornar a la palabra corpórea es trajín del presente. Evidentemente para Benjamin, me sumo a ello, debemos poder celebrarla más que interpretarla.
¿Cómo dice usted? ¡No hay que interpretar!, ¿acaso no ese el oficio de un analista?
No solamente, pero debería admitir conmigo que demasiadas veces el interpretar puede convertirse en una forma de legitimar lo conocido, lo sabido consensuado. La interpretación puede convertirse en una manera ingeniosa de descubrir lo previamente aceptado. Entonces se convierte en palabra vacía de sentido y de fuerza transformadora. Un baile de sordos con música de mudos.
Al contrario, para el psicoanalista la interpretación es una práctica de nuevo cuño, distinta de cualquier hermenéutica, posee carácter performativo en tanto que realiza algo. Propicia el encuentro de la palabra con lo impensado, con lo inaudito y procura hacer oír las voces de la memoria en su dimensión más amplia, es decir, inconsciente. Resonancias con lo real que importan a un sujeto. “Una interpretación correcta y oportuna es una especie de contacto físico”, decía Winnicott y ponía a la palabra en correspondencia con el cuerpo. Corporizando al decir.
Aclarado esto volvamos a lo que nos inquieta. Nos encontramos habitando tiempos de catástrofes que sin embargo no son excepcionales, aunque ciertamente más globales que antes. La catástrofe pone en tela de juicio el poder de la palabra, esta se intuye insuficiente, gastada. Como en el traje nuevo del emperador, algo nos viene a gritar: “pero si está desnudo” y todo lo que se creía real se vuelve nada más que un ropaje fraudulento. Cae el velo y con él se yergue la desconfianza. Cada cual busca su propio seguro. Si antes importaba, convengamos que muy poco, distinguir lo verdadero de lo falso, ahora en tiempo de catástrofe esa distinción que urge no cuenta con los medios de llevarse a cabo. Tanto va el cántaro a la fuente que al final este se rompe. Al haber despojado a la palabra de su amarre con la verdad, aun siendo esta relativa, lo real se presenta más como destino inabordable que cómo exploración anhelante.
El recurso primario ante la catástrofe cuando no hay palabra que oriente es la huida. Vemos que esa huida muchas veces es hacia adelante, convirtiéndose en ordalía. También ansiar volver hacia atrás, al pasado, es un poco ingenuo --el pasado es lo que originó el presente tal cual lo estamos viviendo--, tanto así como figurarse que el futuro será más promisorio.
Tanto el pasado como el futuro están repletos de catástrofes. Si algo nos enseña Benjamin y en esa dirección aporta el psicoanálisis es que solamente puede haber esperanza si se recompone el lazo con lo verdadero, con lo que importa realmente. Encontrarnos con las huellas perdidas para retomar una travesía que nos permita salir del laberinto donde nos espera siempre el mismo monstruo, el laberinto circular de las catástrofes. Contamos para ello, como Teseo, con el delgado hilo que le ofreció amorosamente Ariadna. Esa madeja de hilo es nuestro último recurso, nos conduce hacia el reencuentro con lo que nos une al otro, al prójimo. Si ese poco de esperanza mesiánica podremos realizarla en la tierra será porque aún no soltamos el hilo. Retornar al otro es volver a creer en la fuerza de las palabras por decir. Volver a esperanzarse con una razón despojada de certezas, más como potencia pensante que como sapienza, como ignorancia lúcida en búsqueda continua de lo no sabido, de lo impensado, iluminaciones al fin.
Si el exhorto a Dios hace tiempo que el hombre lo fue abandonando, hoy pareciera abandonar ese don divino que se nos concedió en escasa medida.
Nuestra casa humana viene incendiándose, mientras seguimos distraídamente consumiendo recursos, sin reparar en nada lo que destruimos. Detener ese impulso arrollador del huracán que enciende el fuego y nos arrastra hacia el futuro es lo que el ángel benjaminiano nos quería advertir con su mirada aturdida. Retener el hilo de Ariadna con firmeza y ternura.
Volver a preguntarnos qué queremos y para qué es ponernos a inventar nuevas contratos. El malestar en la cultura, ese destino universal del que habló Freud, que el hombre debe aceptar para poder convivir con su prójimo en la tierra, poniendo coto a su fuerza destructiva, renunciando a hacer del otro y del mundo un mero utensilio para su provecho pareciera querer caducar en el programa civilizatorio. Hoy solo se pretende que el malestar lo cargue otro. De ahí que la catástrofe se enseñoree, siendo la puesta en escena de ese querer perverso de que el malestar cultural sólo lo sufra el prójimo. Olvidándose que cuando se renuncia a compartir el malestar se arrasa también con la cultura. Paradoja humana que debemos sobrellevar, sin malestar no hay cultura y sin cultura no hay bienestar. Solo catástrofe.
En plena segunda guerra mundial, Simone Weil escribía: “el amor por nuestro prójimo, cuando es resultado de una atención creativa, es análogo al talento”.
Luis Vicente Miguelez es psicoanalista.