Este miércoles no fue un día más. El mundo del deporte parecía haberse paralizado. Esperaba con ansias este momento. Nunca había transcurrido tanto tiempo sin que la gente pudiera verlo. Debieron pasar nada menos que 405 días para que el deportista más adorado del planeta volviera a pisar una cancha de tenis y jugara un partido oficial. Nada más importaba: Roger Federer estaba de regreso.
A cinco meses de cumplir 40 años -sí, aunque parezca una ilusión-, ante la mirada de los poderosos jeques de Qatar y con los ojos del mundo posados sobre su raqueta, el suizo cumplió con lo que había avisado antes del debut: "El tenis es como el ciclismo: nunca se olvida". Más allá de algunas imprecisiones propias de la inactividad, ofreció destellos de su talento de bailarín y hasta soportó el aluvión de un Daniel Evans que le propuso un peleado partido golpe por golpe.
Trece meses, el parate más extenso de su carrera. En el medio, dos cirugías en la rodilla derecha, con la incertidumbre lógica que generan las operaciones en jugadores de edad avanzada. Pero el reloj de Federer ya no tiene baterias: estuvo frenado mientras el mundo aguardó por su reaparición.
Si bien el suizo advirtió que todos los torneos camino a Wimbledon le servirán sólo de preparación, sin objetivos en relación con los resultados, está claro que el timing permaneció intacto y que tiene las herramientas necesarias para volver a perseguir metas relevantes, aunque este regreso inédito poco tiene que ver con el anterior, aquella gloriosa temporada 2017 de resurrección.
En ese momento Federer volvió después de seis meses afuera por un desgarro en el menisco de la rodilla izquierda y conquistó siete títulos, incluidos el Abierto de Australia y Wimbledon. La situación, ahora, es muy distinta: a diferencia de aquella etapa, esta vez el suizo perdió musculatura en la zona afectada y debió hacer un arduo trabajo para encarar el retorno. Por eso había aclarado: "Las expectativas son muy bajas; espero poder sorprenderme". Y vaya si lo hizo, porque hasta se dio el lujo de ganar puntos calientes con tiros maravillosos, como los reveses que disparó para sentenciar, por caso, el primer set y el match point.
Pocas horas atrás Novak Djokovic le arrebató un récord que parecía indestructible: dejó atrás sus 310 semanas en la cima del ranking. Pero Federer, en caso de mantenerse sano y competitivo en los próximos meses, tendrá otras dos zanahorias históricas para perseguir en el corto plazo: las marcas de 109 títulos y 1274 victorias en el máximo circuito, ambas en manos del estadounidense Jimmy Connors. El suizo registra 103 coronas y 1243 partidos ganados.
¿Por qué hablar de números si acaba de volver? ¿Cómo pensar en metas reales si apenas jugó un partido después de más de un año? Las respuestas las tiene el propio Federer, un hombre que se reinventó cada vez que necesitó reacomodarse ante la irrupción de las nuevas generaciones y que provocó que todos piensen que siempre tiene una bala más. O varias, porque a esta altura enterró cualquier pronóstico y parece ser incombustible. ¿Lo será? Por lo pronto ya le pidió al mundo que no vislumbre el ocaso: "Tengo la sensación de que esta aventura no llegó a su fin; siento que puedo ganar grandes torneos". ¿Habrá más milagros por realizar? Quizá tenga razón una vez más: en su diccionario resulta imposible hallar la palabra quimera.