Las esculturas, pinturas y en general las formas de Juan Stoppani hasta ahora tan orondas y coloridas tuvieron siempre algo melancólico, funesto y lunar. Un poco de amargura en la juntura de un rojo y un dorado; una lágrima en el rabillo del ojo de un muñeco sonriente. Todo signo, decía Debord, es susceptible de convertirse en su opuesto; de tanta alegría y fiesta cromática emanaba también un poco de tristeza. Y la presencia de la alegría en la tristeza, y viceversa, es el tema (¿quién no lo sabe?) de los payasos.
Stoppani, nacido en 1935, apenas cuatro años después que Leo Vinci, tiene además la memoria visual inalcanzable que lo llevó de paseo largo rato, entre el premio Ver y estimar de 1964, una estancia en París y el grupo del Di Tella (uno de los grupos, sería mejor decir) junto a Dalila Puzzovio y Edgardo Giménez, entre otros. Allí quedó señalado como integrante de esa variante local del pop post pictórico con la que se relamía Jorge Romero Brest y que en pocos años produjo sus mejores frutos, en el formato de un fósforo que se enciende a la primera chispa, ilumina un radio de diez centímetros y pronto expira.
Pero Stoppani siguió, y con ganas, con sus motivos cada vez más cromatófilos, pastorales e ingenuos aplicados a la superficie. Sus biombos y sus acrílicos son algunas de sus mejores páginas, y fueron en gran medida escritas en Francia, donde Stoppani vivió larguísimos años, después del Di Tella y de “abandonar el arte” (vaya cliché generacional) para dedicarse al teatro y la moda.
A este Stoppani del color, la heráldica y la alegría simultáneamente lo iba rodeando el Stoppani del trasfondo melancólico y líquido, donde la forma pierde vida y abraza la piedra, lo inerte. Aquello que se autorrepresenta con un pie en lo inanimado, decía Hegel hablando del arte egipcio, es lo que adquiere la intuición de que la vida no es ilimitada, que está atravesada por la muerte y la carencia.
El varieté de Stoppani
Los historiadores se rompen la cabeza averiguando cuándo fue que los artistas activos durante la década de 1960 pasaron de una cosa a la otra, cuándo abandonaron la pintura, o el arte en general, queriendo encontrar la saliente geológica cuyos grados anuncian o explican un terremoto ocurrido hace mucho tiempo. Pero la historia de los artistas, la que escriben ellos mismos, es menos clara en sus definiciones que las capas convenientemente dispuestas de sucesos y formas específicas que la historia del arte puede leer. Porque la vida misma es complicada, o porque detrás de todos los desfallecimientos, escapes y cambios de rumbo hay una única veta, una misma arena: la pasión de hacer reír y llorar. Es verdad que Stoppani se abocó en algún momento de su vida al teatro en desmedro del arte, pero más verdadero es que todo lo que hizo durante su vida fue puro teatro. Incluso ahora, cuando dispone en una escalerita de estantes una docena de esculturas tamaño pisapapeles (grande).
Esta teatralidad tiene que ver con el despliegue del objeto en espacio, naturalmente. Pero Stoppani la reduce a la pared de la que propenden pequeños estantes, como asiento de los objetos que forman una diagonal. Uno de los clichés del arte contemporáneo es el estante y es infinita la cantidad de artistas que lo han usado, analizado y agotado en sus posibilidades. Stoppani lo convierte en una de esas escaleritas de madera que se usaban en las casas para desplegar bibelotes con gracia.
Los bibelotes, los adornos, la maravilla de los hermanos Goncourt y Mario Praz: el pequeño objet d’art, la estatuilla, el grupo de diminutas figuras, en Stoppani alcanza a tocar la fantasía visual monocroma de Eduardo Costa. (Costa y Stoppani son como almas gemelas o, se podría decir, enemigos íntimos. Algo así como la relación que tenían Marcel Proust y Pierre Loti, si seguimos con los franceses de 1900 por un momento. Son rivales que se respetan, se miden, se leen uno al otro. No importa cómo se lleven entre ellos: sus obras tienen la tensión del frenemy, el amigo-competidor.)
Adorno y color
Pero sigamos con las escaleritas. Son dos, pintadas de blanco, una en cada pared lateral. Vistas de atrás (mirando hacia la puerta de la galería) forman una imagen radial. Vistas de frente (de costado, en realidad), realzan el perfil egipcíaco de los bibelotes, en general cabezas, también flechas que podrían ser cabezas. Son cerámicas, un material bibelotero por antonomasia. Y todas miran hacia la puerta, es decir hacia abajo (en la dirección de la escalera). Brillan y miran, miran y se dejan mirar. Representan poses de orgullo y hasta consienten una especie de simbología animal (el águila, el gato) muy de ultratumba pero también muy alegre.
Las escaleritas además son simétricas, como alumnos de escuela que bajaran, de punta en blanco, en un acto de cierre de año, en pares. Cabeza con cabeza. Animal con animal. Flecha con flecha, etc.
Pero en el medio, cuando la escultura ya ha dado todo de sí, en el medio de la sala aparece un pequeño monolito intrigante. Plop, ahí está. Un huevo blanco. Y el huevo para colmo tiene cara. Una cara rara, o meditabunda. ¿Contento o triste? Stoppani nos deja con la duda. Es una cara sin adjetivos, a diferencia de las pequeñas esculturitas: (el vidrioso conejo, la primitiva lechuza en vuelo, la mayestática mujer narigona y el gato juguetón, arriba de todo).
La escalera descendente, además, es como una transformación hacia un estatuto más denso, o más rudimentario, de la materia. Este camino es casi como un descenso del ícono al terreno informal de la materia que borbotea en un estado océanico de indefinición, antes de entrar al horno. Es como si Stoppani mirara más allá, más atrás o más abajo. Más allá de irse a París, más allá de abandonar el arte (y antes de volver a él), más allá del Di Tella. ¿Qué había, más allá? ¿Qué habría sido de Stoppani de no haberse cruzado nunca con los colegas que iban a definir una generación, por acá cerca, en la calle Florida? ¿Hasta entonces Stoppani había sido una especie de embrión incoloro, una célula madre de lo indeterminado que después se hizo flecha, pájaro, tigre, mujer?
Color, lo que se dice color, las cerámicas no tienen. Color en el sentido en que tenían sus obras anteriores. Esta es azulada, aquella blanquísima, la otra bruñida, con color a monumento gastado. (Pero no le vamos a hablar de complementarios a Stoppani, que disfrazaba astronautas vestidos a rayas, como marineros psicodélicos.) Tienen, estas cerámicas, lo que queda del color sin color. Es un resto metálico, que refleja el exterior y lo incorpora. En el terreno de la escultura argentina, el lenguaje de Stoppani defiende la diversión y el jugueteo, en las antípodas de los grandes tragicómicos como Norberto Gómez y Juan Carlos Distéfano. Más bien sus trabajos tienen la gracia elástica y fría de una Noemí Gerstein, pero sin el drama del material. Porque el drama se resuelve mejor sin drama, y como si fuera de una forma fácil. Stoppani hace sus esculturas como si no le costaran y sin buscar proezas, ni efectos. Sin transigir con la ansiedad ni su pariente más próximo: la maldad.
Lady Gaga y el arte contemporáneo
Hace unos días Valentín Demarco hacía notar cómo los primeros discos y videos de Lady Gaga hacían un tratamiento marcado de los temas de la crueldad, la ironía, el egoísmo y la estrategia (la maldad en una palabra) y al mismo tiempo tenían una insistencia en los materiales y tonos del arte contemporáneo, y de qué forma en su último álbum, Joanne, se alejó de esos temas (y del arte contemporáneo) para abrazar el country y una actitud más sentimental, “genuina” y despojada. Es que es un cliché que el arte contemporáneo tiene que ver con la ironía y la distancia. (Hay que ver, para comprobarlo, la última muestra de Diego Bianchi, cuyo mismo título es irónico, más ladygagiano que ricotero se podría decir: “El presente está encantador.”) Sin embargo habría que notar que las escuelas y los programas de arte contemporáneo reducen su currícula de alumnos año a año, a un ritmo desastroso. Es como si Lady Gaga se hubiera dado cuenta de que la crueldad, la ironía, el egoísmo y la estrategia ya no venden. Al mismo tiempo, el escape de este repertorio toma la forma (también en el arte) de un recurso a lo folclórico, es decir: el equivalente del country que se puede colgar de una pared. Pero si ser malo ya no vende (salvo que se intenten vender perfumes, y hasta es posible que el mercado de perfumes en el futuro se oriente al country, con sus rubias sinceras y sus hierbas), no hay por qué creer que el único camino posible está en el primitivismo, el folclore y el localismo. Stoppani tiene algo que decir en esta conversación: su candidez, su jocundia, su forma de actuar siempre como en un juego no condicen ni con el estereotipo del artista grandioso, extrovertido y distante ni con el del tímido que se sustrae a un repertorio de ideas puras y ensimismadas. Más bien oscila entre la diversión individual inexplicable y un repertorio de formas técnicas abarcativo y proclive a multiplicarse, pero siempre estricto, comunicativo y cariñoso. Es un artista que cree en la alegría sin precariedad, que hizo de su propia evolución un teatrito o baile de marionetas y que puede ser histéricamente extrovertido sin ser cínico o cool. Tal vez es de esos artistas cuya infrecuencia hace que cada vez sean más los jóvenes que comienzan a explorar el teatro, la poesía, el cine o la danza, y no el arte contemporáneo. Tal vez no, y simplemente Stoppani sea el más joven de todos.
En Buenos Aires esta discusión está caliente: la figura del artista contemporáneo como gran chico malo (a la Damien Hirst o incluso a la Santiago Sierra) no solo es obsoleta sino extremadamente poco viable. Les recomiendo por eso darse una vuelta por la muestra de Stoppani. Mejor ser buenos, en todo caso; para malos ya están los malos en serio.
La luna, cabezas y animales se puede ver en SLYZMUD, Bonpland 721, de martes a sábado de 14 a 19.