El Montecarlo Country Club tiene dos atributos que resultan imposibles de igualar: se encuentra en una zona de Mónaco que bien puede asemejarse a un paraíso, sobre la montaña y con el Mar Mediterráneo a metros de las míticas canchas de ladrillo, y alberga uno de los torneos de tenis más tradicionalistas del planeta. Sus instalaciones fueron inauguradas en 1928, tras el impulso del empresario estadounidense George Pierce Butler, quien viera años antes a la legendaria Suzanne Lenglen ganar el certamen, en 1925, en el Festa Country Club, ubicado sobre el tejado de un garage. "Lenglen merece una joya", dijo Butler, por entonces fanático de La Diva, la mujer que cambió el tenis femenino para siempre.
El torneo de Montecarlo nació en 1896, es uno de los más antiguos, se lo conoce en el mundo por su particular aroma aristocrático y dejó de disputarse sólo durante las Guerras Mundiales. Recién con la construcción del Montecarlo Country Club, sin embargo, el certamen quedó cobijado en un recinto "a la altura" de la realeza. La historia es extensa: lo ganaron los primeros campeones de Wimbledon; el francés Max Decugis, promotor de los fabulosos Mosqueteros galos; y la propia Lenglen, por caso. Ya en la Era Abierta -desde 1968- dominaron el rumano Ilie Nastase, el sueco Björn Borg, el austríaco Thomas Muster y el monstruoso Rafael Nadal, quien acumula nada menos que once trofeos.
Guillermo Vilas, un prócer en el Principado, también aparece en esa lista: se consagró dos veces -1976 y 1982- y registró 28 triunfos en 13 participaciones entre 1976 y 1988. El tenista argentino más destacado a lo largo de los tiempos es, además, protagonista de una historia inconclusa que tuvo lugar en el maravilloso paisaje del Montecarlo Country Club y de la que se cumplen 40 años: la final de 1981 ante Jimmy Connors, el partido que nunca finalizó, el choque de campeones que nunca tuvo un campeón. La final sin final.
La edición de aquel año, disputada del 13 al 19 de abril, lo encontraba a Vilas en su tercera final en Montecarlo, una temporada después de haber perdido el partido por el trofeo ante Borg en 1980 y meses antes de conquistar el corazón de la Princesa Carolina de Mónaco. El marplatense se encontraría con Connors después de haber eliminado de forma sucesiva a Nastase, al italiano Gianni Ocleppo, al checo Tomas Smid y al italiano Adriano Panatta. Jimbo, que nunca había alcanzado la final en el Principado, había dejado en el camino al italiano Corrado Barazzutti; a los franceses Pascal Portes y Jannick Noah; y al húngaro Balazs Taroczy. El domingo 19 de abril sería la gran final.
Aquel día el clima avizoraba incierto desde el inicio, aunque la lluvia ya había amenazado antes cuando Vilas le ganara una de las semifinales a Panatta. Más allá de la intención de avanzar con la final, los organizadores se vieron obligados a posponerla para el día siguiente, el lunes 20. Y el partido comenzó sin contratiempos, pese a que las nubes se ocupaban de mantener las dudas latentes. El choque de zurdos exhibía una paridad casi absoluta cuando habían transcurrido 55 minutos de juego. Vilas sacaba 5-5 y 0-15 y, de repente, todo se derrumbó: otra vez se hizo presente la lluvia y obligó a interrumpir la batalla.
¿Habría que postergar una vez más? ¿Se podría terminar de jugar el mismo lunes? No hubo forma, al cabo, de finalizar el partido. La lluvia, que había atacado durante toda la semana pero nunca de forma tan brusca, volvía a impedir el desarrollo normal de la final. Y lo haría... para siempre. Aquel lunes resultó imposible seguir y no se pudo continuar el martes: Connors debía cruzar el océano para actuar en los torneos norteamericanos.
El resultado, hasta el momento, mostraba igualdad en todo sentido. Cinco games para cada uno que arrojaban al aire la incertidumbre sobre quién sería el campeón y, sobre todo, cuándo los jugadores podrían responder aquel interrogante. Ante la imposibilidad de proseguir, la decisión estuvo consensuada por todas las partes, jugadores y organizadores: encontrar una fecha ubicada después de Roland Garros para poder culminar la final. El día elegido sería el 7 de junio, el día siguiente del ocaso del Grand Slam parisino.
Ni Vilas ni Connors conseguirían avanzar demasiado lejos en el Bois de Boulogne: el argentino caería en octavos de final ante el local Noah y el estadounidense cedería en la instancia de los ocho mejores frente a José Luis Clerc. Rondas diferentes, días dispares, planificación y viajes distintos, nunca hubo manera de reanudar el partido. Los meses transcurrieron, los años también, y el vacío cada vez sería más grande y difícil de llenar.
La final, en consecuencia, jamás se jugaría. Y en los registros de ATP ambos jugadores figuran como finalistas. Vilas volvió al año siguiente para ganar su segundo y último trofeo en Montecarlo después de superar al checo Ivan Lendl en la definición. Para Connors la herida quizá haya sido más difícil de cerrar: nunca ganaría el título en el Principado y apenas volvería a jugar el torneo ocho temporadas después, en 1989, con 37 años.
Los años del torneo de Montecarlo son tan largos como gloriosos. Todos los grandes campeones se lucieron a orillas del Mediterráneo. Muchos festejaron, otros se lamentaron y varios se quedaron con la ilusión de levantar una copa tan valiosa, como el propio Connors. Hacia atrás y hacia adelante el tiempo siempre arrojó ganadores y perdedores, aunque sólo una vez la historia quedó inconclusa. Nadie pudo ni se animó a terminarla. Vilas y Connors protagonizaron, cuarenta años atrás, la final sin final.