“Piensen ustedes, por ejemplo, en el asombro
de que algo exista. El asombro no puede expresarse
en forma de pregunta, y tampoco hay una respuesta.
Todo lo que podemos decir será a priori puro sinsentido.
Y, sin embargo arremetemos contra los límites del lenguaje”.
Ludwig Wittgenstein
Friedrich Frege, matemático y filósofo alemán, del que Wittgenstein se puede decir discípulo, según se considere que fuera discípulo de alguien, distingue en su terminología, entre “referencia” y “sentido”.
Para la misma época, nos estamos remitiendo a finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX, el filósofo y también matemático alemán Edmund Hussler, fundador de la corriente fenomenológica, plantea diferenciar entre lo “mentado” y lo “manera de mentar”.
Un ejemplo clásico es la distinción entre el lucero matutino y el lucero vespertino. Ambas proposiciones se refieren al mismo objeto, el planeta Venus, pero tienen diferente sentido. Una evoca el amanecer, la otra el anochecer.
Uno y otro también reconocen que diferentes lenguas difieren no sólo en el sonido y en sus signos sino en la manera distinta de significar el mundo. Podrán designar el mismo objeto pero la manera en la que se refieran a él viene ya definido y dado por la peculiaridad de cada una.
En este sentido vemos que Wittgenstein profundiza y complejiza esa idea al hablar de diferentes juegos del lenguaje. Considera que cada grupo de hablantes discurre en diferentes lenguas aunque se exprese en el mismo idioma.
Sólo alcanzaríamos una lengua común y universal y un entendimiento completo en el caso, utópico por cierto, de que se pudieran reunir todos los posibles juegos del lenguaje en uno sólo. Afortunadamente o fatalmente desde Babel al esperanto solamente se trata de una quimérica aspiración.
Si bien esa ficción es imposible de concretar, pareciera que ese hipotético lenguaje único, supuesto de verdad, se impone como el ideal de todo hablar con sentido. Se estaría siempre camino a él aunque no se alcance.
La lengua adánica, tomada como metáfora de un lenguaje unívoco, fue una ambición, aunque desmedida, impulsada por el deseo o la pretensión de alcanzar una inteligibilidad absoluta sobre las cosas. Esa ambición movilizó las fuerzas intelectuales del renacimiento europeo, alcanzando su apogeo en el Iluminismo.
Wittgenstein planteó no solamente que eso es un imposible, cuestión ya por demás reconocida en su época, sino que una sostenida búsqueda de respuestas a lo inasequible, enferma. Sabemos que los caminos de la razón también pueden llevar al infierno. Se propuso entonces una cura de la filosofía, a la que consideraba la principal afectada por el malentendido de que el saber, lo mismo que el lenguaje, no conoce límites.
Así como Nietszche se propuso, con su Zaratustra, anunciar la muerte de Dios, Wittgenstein proclamó la limitación del lenguaje. Un callar terapéutico frente a tanta palabrería inconducente. “Lo que no se puede decir es mejor callar”, dejó planteado al final de su Tractatus.
Se ha mal interpretado este aforismo en el sentido de mejor no hablar de ciertas cosas - vana disquisición, dicho sea de paso, que pretendió reducir abusivamente el aporte wittgensteiniano a un silencio sobre su homosexualidad.
Hay que considerar que esta formulación viene a reivindicar fundamentalmente los límites del decir e intenta establecer también como fuente de conocimiento lo indecible. Agregando algo que va a sugerir muchas interrogaciones y que genera intensos debates, “aquello que no se pueda decir se puede mostrar”.
Esta inclinación al mostrar lo que no se puede decir habilita una travesía para la exploración y elaboración de aquello que Freud pensó como lo imposibilitado de ser consciente, lo que los sueños pueden fugazmente alumbrar o la insistencia repetitiva recelar.
Al abrir esta dimensión de lo mostrable, Wittgenstein inaugura también un acercamiento a otro posible designar, un referir poético y ético, que en tanto depositario de un silencio prolífero genera chispazos, iluminaciones y proximidades a un entendimiento diferente. Un saber que no termina de saberse pero que se presiente.
Wittgenstein advirtió sobre la afectación de un lenguaje que no describa los hechos, las cosas del mundo, sino que pretenda determinar las esencias de los mismos. Si bien se impuso poner un límite al lenguaje, lo concibió como la manera en que se revelan las cosas del mundo. Es el lenguaje el que habla al sujeto de las cosas del mundo. Fue crítico de la idea de que el lenguaje sirva fundamentalmente para comunicar algo, planteó que “la esencia espiritual se comunica en el lenguaje y no por medio del lenguaje”. Abrió así una línea del pensar afín con el psicoanálisis. Podemos aventurar una hipótesis. Wittgenstein, ciertamente crítico del psicoanálisis, no lo fue de la idea de inconsciente.
“Lo más importante de mis textos es lo no dicho”. Tal vez lo que sugieren, podemos decir nosotros, sea lo mejor que uno se lleve. El tesoro enterrado que promueve una búsqueda propia, un camino personal a recorrer.
Tan radical es su postura sobre lo que se puede transmitir formalmente que procura que los lectores de sus textos arrojen la escalera una vez utilizada, ya que esta sólo posibilita alejarse de lo trillado pero que no sirve para alcanzar algún saber. Mal estaría, debió de pensar Wittgenstein, que se tome a la escalera por una teoría. “Todas las buenas doctrinas son inútiles. Tiene usted que cambiar su vida”, fue su respuesta a un posible discípulo que le pedía orientación teórica. Señala con esto el modo en que entendía el filosofar.
Instituyó, sin formularlo, al decir como un acto performático, y también nos deja sospechar que el pensar también lo sea. No se alcanza jamás lo mentado, sino que se lo recrea de modos diferentes en las distintas formas de mentarlo. Resonancias de un decir y de un callar productivo.
Tanto para Wittgenstein como para Nietszche, Kierkegard, Benjamin y para otros temperamentos filosóficos apasionados y disruptivos, la manera de pensar conducía a la manera en la que se debe vivir. Sus obras están plenamente unidas al sentido que le dieron a su vida. Es a partir de esa férrea unión entre el pensamiento y la existencia que se convirtieron en auténticas figuras de culto ya para sus coetáneos. No es necesario entenderlos bien, ni siquiera comprender mayormente sus planteos para intuir y experimentar que trascienden el campo del saber académico para apuntar a un horizonte ético y estético singularmente vigorizado. De sus lecturas no se sale igual, uno se siente tocado e interpelado más allá de lo que fue a buscar.
Luis Vicente Miguelez es psicoanalista.