En un país donde uno de cada dos niños vive bajo la línea de pobreza, siempre es necesario hablar sobre alimentación. Pero hoy, además, el calendario lo impone: el 16 de octubre es el Día de Acción Global por la Soberanía Alimentaria; es decir el día en el que se celebra y se pone en valor el derecho de nuestros pueblos a definir políticas alimentarias que sean ecológicas, sociales, económicas y culturalmente justas. O, dicho de otra forma: se celebra –y se exige– el derecho de nuestro pueblo a acceder a alimentos sanos, baratos y seguros.

Sabemos que en Argentina esta soberanía, como todas las otras, representa una lucha y un deseo más que una realidad. Con una inflación que hace volar la canasta básica de alimentos; con nuestros campos regados de agrotóxicos que enferman a pueblos enteros y un modelo agroalimentario concentrado en un puñado de empresas –la mayoría extranjeras–, el hambre del pueblo asoma como la principal deuda de nuestra democracia.

Pero el hambre, como los otros problemas del mundo y sobre todo de la Argentina, es la consecuencia de un esquema que se repite en diferentes ámbitos. Según datos de la FAO, la cadena agroindustrial utiliza más del 75% de la tierra agrícola del mundo; en el proceso destruye anualmente 75 mil millones de toneladas de capa arable y tala 7.5 millones de hectáreas de bosque. No cierra por ningún lado.

El pequeño y mediano campesinado, en cambio, emplea en el mundo menos del 25% de las tierras agrícolas para cultivar alimentos que nutren a más del 70% de la población. Podría ser un slogan, pero es una realidad incontratable que la vivimos a diario: quienes menos tenemos, más damos.

Esta semana tuvimos una reunión con el nuevo ministro de Agricultura, Julián Domínguez, donde le planteamos cuál es –a nuestro criterio– el debate agropecuario que necesita la Argentina y que interpela a todos los sectores. Lo hicimos junto a las organizaciones que conformamos la Mesa Agroalimentaria Argentina.

El modelo de desarrollo actual está agotado no solo en el país: está agotado en todo el mundo. Los países de Europa ya no quieren la soja o trigo transgénico, cierran sus mercados, protegen a los agricultores y al desarrollo de la agricultura local y regional. Sin embargo, en Argentina seguimos rehenes de un modelo apuntalado y diseñado por los mercados.

El Gobierno muestra una ambigüedad en ese sentido: abona un modelo que solo genera commodities, pero también considera que si la tierra producible se deja a merced de los privados, nunca vamos a cuidarla ni a generar alimentos sanos y baratos. ¿Qué hacemos, entonces?

Nuestro sector –los pequeños y medianos productores que conformamos la Mesa Agroalimentaria Argentina– puede desarrollar un modelo de agricultura que se piensa cuidando la tierra, los ecosistemas y la biodiversidad. Somos quienes sufrimos todo ese proceso de degradación en carne propia: en algún momento compramos las mentiras de la llamada “Revolución Verde” y, por ser los últimos eslabones de la cadena, terminamos en bancarrota. Fuimos y vinimos. Estamos convencidos y convencidas de que debemos girar por una cuestión ideológica, social y de salud, pero también por una cuestión económica, por nuestro bolsillo: ese modelo de dependencia del paquete tecnológico dolarizado te lleva a la quiebra.

En Argentina, esa asimetría viene del nacimiento del Estado en el siglo XIX, pero fue profundizada a lo largo de nuestra historia por ausencia de políticas públicas. Mientras nosotras y nosotros alquilamos y producimos la comida de los argentinos, los dueños de la tierra solo buscan exportar, ya sea soja, maderas o metales.

Este modelo no solo no alimenta al mundo, sino que es incapaz de garantizar el derecho a la alimentación de la población argentina: en un contexto de cosecha récord, hay desnutrición aguda y crónica y también un 70% de la población con problema de obesidad. Los sectores más pobres de la población están condenados a alimentarse con los productos más baratos y menos nutritivos, que son los carbohidratos, los azúcares y las grasas. Son productos comestibles que no alimentan, y que la Ley de Etiquetado Frontal iba a visibilizar, pero que por el lobby de alimenticias y azucareras se mantiene solapado.

La Ley de Etiquetado o la desestabilización del campo concentrado para volver a exportar carne lo puso de vuelta sobre la superficie. Cuando los distintos gobiernos o fuerzas políticas ceden ante la agroindustria, ante sectores que responden o se asocian con corporaciones multinacionales, como por ejemplo el Consejo Agroindustrial Argentino, es como si el pastor se juntara con el lobo para planificar cómo cuidar a las ovejas. El final es cantado: algo va a salir mal.

Las azucareras y alimenticias que obturan la Ley de Etiquetado y el agronegocio son parte de la misma trama: no tienen como propósito un proyecto de alimentación, sino de ganancias. Por más de que hayan instalado el mito de que aquí se producen alimentos para 400 millones de personas, lo que producen, en rigor, es alimento para animales de China, India y otros países del exterior.

En la otra vereda, desde abajo y de manera autogestiva, organizaciones como la UTT venimos desarrollando el Plan de Abastecimiento Soberano Nacional de alimentos, que es el eje central de la soberanía alimentaria. Eso el Estado no lo hace. Nuestras organizaciones, sí. Pareciera que la única función del Estado es sentarse a negociar cupos y retenciones, mientras los argentinos y argentinas siguen pagando la canasta básica alimentaria a un precio exorbitante. Algo que, más temprano que tarde, inevitablemente se traduce en resultados electorales. 

* Coordinador de la Unión Trabajadores de la Tierra.