Al explorar lo que las obras de arte nos pueden dar a ver y oír me fui encontrando con que estas están enlazadas sutil e íntimamente con las producciones del inconsciente, dando lugar a resonancias impensadas para quienes se adentran en ellas.
Freud, en el texto “El Moisés de Miguel Ángel” descubrió un Moisés que jamás imaginó a partir de no censurar su mirada con lo supuestamente sabido y consagrado sobre la obra. Frente a un Moisés que supuestamente colérico estaría por levantarse y romper las tablas de la ley tal como se describía al Moisés de Miguel Ángel, Freud vio otro Moisés, el que haciendo un esfuerzo por retener su ira ante la multitud idólatra logra introducir mesura en su actitud y salvar las tablas. Un Moisés menos iracundo y más introspectivo. Un Moisés que Freud va a descifrar a partir de ciertos indicios que le da a ver la escultura de Miguel Ángel.
Partamos de una hipótesis, la de distinguir el mirar de la mirada. O mejor dicho poner en juego otro ver que la mirada oculta, oscurece o disimula. Los objetos, artísticos o cotidianos, nos devuelven generalmente una mirada estandarizada, es necesario analizarla y deconstruirla para ejercitar otros modos de ver.
La física cuántica, que tiene buena relación con las ideas psicoanalíticas, propone, a diferencia de la física clásica, que los fenómenos solo existen cuando son mirados como estados entrelazados.
Intentaremos dar cuenta de un entrelazamiento singular entre mirada, memoria y experiencia. Para esto comenzaré por quien se ocupó magistralmente de la cuestión. Se trata de un escritor. Me estoy refiriendo a Marcel Proust.
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En su obra más conocida En busca del tiempo perdido, más específicamente en El mundo de los Guermantes, Proust relata un suceso del que me valdré para desarrollar el tema.
El narrador de esta obra literaria, volviendo a su casa de un viaje, ve a su abuela sin ser visto por ella y por un momento no la reconoce.
“No había allí más que el testigo, el observador, con sombrero y gabán de viaje; el extraño que no es de la casa, el fotógrafo que viene a tomar un clisé de unos lugares que no volverán a verse. Lo que, mecánicamente, se produjo en aquel momento en mis ojos cuando vi a mi abuela fue una fotografía... Por vez primera y sólo por un instante, pues desapareció bien pronto, distinguí en el canapé, bajo la lámpara, colorada, pesada y vulgar, enferma, soñando, paseando por un libro unos ojos extraviados, a una vieja consumida, desconocida para mí”.
Esa mirada extrañada, mecánica, es comparada por Proust con el impasible objetivo de una cámara fotográfica. Estamos en el siglo XIX en el comienzo de la fotografía, esta es entendida más como registro que como arte. La idea de frialdad e impavidez de la cámara fotográfica llevará a Walter Benjamin a formular su idea de inconsciente óptico en su ensayo “Pequeña historia de la fotografía”. Decía Benjamin en 1931, “es una naturaleza distinta de la que le habla al ojo la que le habla a la cámara, distinta ante todo porque, en el lugar de un espacio entretejido a conciencia porel hombre, aparece uno entretejido inconscientemente”.
En el relato de Proust el narrador repentinamente descubre algo que el velo de su amor por su abuela ocultaba. Lo que el velo le impedía ver era que su abuela estaba por morir. La calavera detrás del rostro. Ver en este instante el cadáver lo dejó atónito.
En estado de extrañamiento diríamos psicoanalíticamente. Sabía que se trataba de su abuela pero por un instante la desconoce.
Lo que ve está más allá de su mirada. Es un encuentro no programado que desestabiliza por un instante su certeza. Quién es esa mujer, se sorprende preguntándose el narrador.
Seguramente este breve relato traerá a vuestra memoria aquel bello texto de Freud Sobre un trastorno de la memoria en la Acrópolis.
La comparación entre la mirada extraviada del narrador de la novela de Proust que lo lleva por un instante a desconocer a su abuela y el fallo de memoria frente a la Acrópolis que tuvo Freud se sustentan en un mismo mecanismo. El rechazo a lo que no se quiere reconocer. En un caso, el cadáver que asoma en la imagen de la amada anciana, en el caso de Freud sabemos que es la muerte de su padre y la prohibición fantasmática de ir más allá del mismo lo que se interpone entre la mirada de la Acrópolis y la duda sobre su existencia.
“Me parecía --confiesa Freud-- estar más allá de los límites posibles a los que yo pudiera llegar. Viajar tan lejos, que yo llegara tan lejos”.
Inquietante extrañeza que embarga al viajero Freud en el momento en que su paso ya no sigue otras huellas sino que dibuja las propias.
Momento crucial en que la mirada se extravía. ¿Ante qué zozobra la mirada de Freud en Atenas?
“De modo que todo esto realmente existe” se asombra como si en el pasado hubiese dudado de la existencia de la Acrópolis.
Una otra verdad se revela en el campo escópico y conmueve sobremanera al sujeto que mira.
La Acrópolis es el mensajero.
Como el rey Boabdil --nos comenta Freud-- cuando le anuncian la caída de la Alhambra, mata al mensajero. Freud al dudar de la existencia de la Acrópolis podemos decir que comete acropolicidio.
Si bien coloca esa duda en el pasado no deja de advertir lo extraño de ese pensamiento. Es que la vista de la Acrópolis le anunciaba que había ido más allá de su padre muerto. Y como nos deja enigmáticamente formulado al final del texto: “Pareciera que lo esencial del éxito consistiera en llegar más lejos que el propio padre y que tratar de superar al padre fuera aún1 algo prohibido”.
Ahora bien, volviendo al ver y a la mirada, si se atraviesa ese momento de extrañamiento y perplejidad, ese instante de ausencia de reconocimiento, donde las certezas a las que nos aferramos tambalean por algo que la mirada deja filtrar a nuestro ver, es posible que se abra en el espectador extrañado una senda hacia una nueva y distinta iluminación cognitiva y afectiva.
En nuestra práctica debemos afrontar lo invisible y lo inaudito, para intentar hacerlo ver y darlo a oír.
Luis Vicente Miguelez es psicoanalista. Fragmento del libro Exploraciones. Un psicoanalista por los territorios del arte, que será presentado el miércoles 3 de agosto a las 19 en el Museo del libro y de la lengua Horacio González (Las Heras 2555), con la participación de Martín Vicondoa y Claudia Lorenzetti (psicoanalistas) y Milagros Coll (bailarina y actriz). Coordinadora: Marcela Altschul (psicoanalista).
1. [El destacado es mío]. Intrigante ese aún que concibe Freud. Una marca de enunciación que afirma para cada lector, independiente del momento en que se produzca su lectura, una prohibición presente. Al mismo tiempo se propone como un horizonte de promesa en el que la interdicción podría ser superada. ¿Dejará de serlo alguna vez? ¿Dejó de serlo para Freud? ¿Para el psicoanálisis? O es mejor suponerlo como una de esas paradojas donde su desenlace consiste sólo en su tentativa. Se me hace que ese aún ante el que Freud se detiene simboliza el momento en el que el tiempo de la superación del padre (nombrado psicoanalíticamente como muerte o asesinato simbólico) anticipa ya la propia. Paradoja que hace que en el instante presente de la dicha o del éxito, como lo denomina Freud, se materialice, en el trasfondo de un sentimiento de culpa inconsciente y ancestral, el fantasma de un duelo aún por hacer. El trabajo psíquico que nos humaniza, esto es, el duelo por la mítica muerte del padre omnipotente, no es de una vez y para siempre, su realización deberá conjugarse en gerundio.