El reduccionismo en el análisis, la inmediatez tan inherente a los tiempos que corren y la ligereza del existismo arrojan sentencias absolutas en torno a un debate, siempre recurrente, que surge tan carente de fundamentos como cimentado en sucesos empíricos: ¿quién es el mejor tenista masculino de todas las épocas?

Las vagas y veloces certezas llegan amparadas por los resultados deportivos: en plena era dorada del tenis contemporáneo el más grande será quien vaya a finalizar su paso por los courts con mayor cantidad de títulos de Grand Slam. La celeridad de la coyuntura impide frenar para contemplar otros atributos que suelen exceder el plano de lo concreto: ¿sólo los trofeos definen al mejor?

Roger Federer anunció su retiro del tenis profesional. Con 41 años y sin haber superado las dificultades físicas, impuestas por las tres cirugías de rodilla derecha en los últimos dos años, el suizo dirá basta luego de la Laver Cup, el torneo de exhibición de su propiedad que tendrá lugar en Londres del 23 al 25 de septiembre.

Y se habrá ido sin la plusmarca de títulos de Grand Slam: tiene 20 coronas, dos menos que su mayor rival Rafael Nadal y una menos que Novak Djokovic. También dejará las canchas sin el cúmulo más grande de trofeos en el circuito mayor: con 103, se ubica sólo debajo de Jimmy Connors. Tampoco tendrá el mayor tiempo en la cúspide del ranking ATP: acumuló 310 semanas, varias menos que Djokovic, líder del rubro con 373. Estará detrás, además, de la cifra máxima de triunfos en singles del tour: los 1251 éxitos -275 derrotas- no le alcanzaron para igualar a Connors (1274).

Su grandeza, sin embargo, estará sostenida por emociones y experiencias sensoriales probablemente desestimadas por pensadores como Francisco Bacon, David Hume o John Locke. ¿Cómo explicarles a aquellos grandes exponentes que el legado de Federer desborda el universo del ámbito específico? No hay título ni récord ni triunfo concreto capaz de interpretar la figura del tenista que transformó el tenis para siempre.

El viaje inició en 1998 y se extendió durante 24 años. Conforme transcurrió su carrera Federer convivió con jugadores nacidos en cinco décadas diferentes: de los 60 –en la Davis de 1999 se enfrentó con Gianluca Pozzi, nacido en 1965– a los 2000 –el año pasado jugó frente a Felix Auger Aliassime, clase 2000–. El desafío mayúsculo siempre fue superar a las generaciones venideras, con las  reconversiones de su estilo que fueran pertinentes según la época. Y siempre ganó.

El tenis cambió y Federer acompañó cada mutación mientras impulsó, con su poderosa imagen, la explosión del deporte-producto-espectáculo como nadie: el arte de las raquetas se masificó de manera inédita de la mano de su representante perfecto.

"Tuve un talento especial para jugar al tenis. Lo hice en un nivel que nunca imaginé, por mucho más tiempo de lo que jamás pensé posible", escribió en la carta del anuncio. Seguirá Nadal. Continuará Djokovic. Dominará Carlos Alcaraz. Pero el legado de Federer incendiará la frialdad de los números. Y el vacío, en una colisión de sentimientos, será perpetuo.

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